6 de junio de 2021

Cesare Beccaria, los delitos y las penas

Desde el 15 de marzo de 1738 hasta el 28 de noviembre de 1794 transcurrieron casi cincuenta y siete años; en esas fechas nació y murió Cesare Beccaria Bonesana, autor del libro “Dei delitti e delle pene” (De los delitos y las penas), aparecido por primera vez y en forma anónima en Livorno, en la Toscana de Italia, durante el verano de 1764. Beccaria, hijo y heredero del marqués de Gualdrasco de Lombardía, Giovanni Saverio (1697-1782), nació en Milán y allí o en ciudades cercanas pasó casi toda su vida. Su familia disfrutaba de enormes privilegios ya que estaba emparentada con miembros del clero y dirigentes de Lombardía. Sus primeros estudios los realizó en el Colegio de los Nobles de Parma dirigido por los Jesuitas, cuyos rígidos sistemas pedagógicos criticaría más tarde con dureza.
En 1758 se licenció en Derecho en la Universidad de Pavia y, a su regreso a Milán, conoció al economista Pietro Verri (1728-1797) cuya amistad fue determinante en particular cuando el joven Beccaria comenzó a estudiar economía. En la casa milanesa de los Verri se reunían unos cuantos jóvenes -intelectuales de salón- ansiosos de conocer la última novedad cultural procedente de París. Pero también se hablaba de economía y de política monetaria y fiscal. En su amistad y discusiones con Verri se inspira su primera obra, “Del disordine e de'rimedi delle monete nello stato di Milano nel 1672” (Sobre el desorden y su remedio de las monedas del estado de Milán en el año 1762).
En esta obra Beccaria tomó una clara posición en una delicada cuestión financiera, polemizando con los conservadores, lo que lo llevó a romper con las ideas de su familia y de su medio. Junto con Verri fundó la “Societá dei Pugni” (Sociedad de los Puños) -en la que se discutían problemas económicos- y editó la revista “Il Caffé”, un medio que les sirvió de órgano de expresión y difusión de sus “ideas avanzadas”. Allí, entre 1764 y 1766, Beccaria publicó siete artículos, ninguno de los cuales versó sobre temas jurídico-penales sino sobre la libertad de comercio sin negar cierto margen a medidas proteccionistas.
Por entonces, el ducado de Milán (o Lombardía austríaca, como se la denomina en documentos del siglo XVIII) pertenecía desde 1714 a los Habsburgos austríacos. Pero ni el Milanesado ni los Países Bajos o los territorios de las Dos Sicilias quedaron englobados administrativamente dentro del Sacro Imperio Romano Germánico, sino que mantuvieron cierta situación de autogobierno, aunque siempre bajo la remota dependencia del soberano imperial. Se desarrolló así en la Lombardía austríaca una privilegiada situación de poder para los estamentos nobiliarios, que constituían unos “cuerpos intermedios” entre el resto de la sociedad y el lejano monarca, y que controlaban y gobernaban, desde los Consejos, las magistraturas judiciales o administrativas y las instituciones públicas.
Ante tal estructura social, la lucha contra estos corrompidos cuerpos intermedios (es decir, la alta burocracia) fue emprendida por Beccaria, Verri y otros jóvenes conciudadanos. Estos fueron los dos círculos en los que se movió Beccaria durante toda su vida: un amplio campo de lecturas, principalmente de filósofos ilustrados, y de economistas, políticos, moralistas y hombres de gobierno; y un restringido círculo social, el de su Milán natal.
En este contexto, cuando contaba con veinticinco años de edad, publicó la obra más famosa de la Ilustración italiana, la obra en la que coinciden algunas de las ideas sociales más significativas de la nueva cultura que iba afirmándose, escritas en un estilo refinado y claro. En poco tiempo, probablemente desde marzo de 1763 a enero de 1764, Beccaria redactó su “De los delitos y las penas”, el libro que tanto influyó en el desarrollo del Derecho penal.


La obra disfrutó de un éxito notable en Francia, donde fue traducida en 1766 por el escritor y enciclopedista miembro de la Academia francesa André Morellet (1727-1819), a la que le siguieron las traducciones al inglés, alemán, polaco, español y holandés. La primera edición estadounidense se publicó en 1777. El tratado ejercería una notable influencia en la reforma del derecho penal en toda Europa occidental. En Inglaterra, por ejemplo, el filósofo y economista Jeremy Bentham (1748-1832) defendió los principios de Beccaria y su discípulo, el abogado y político Samuel Romilly (1757-1818), dedicó su carrera parlamentaria a reducir el alcance de la pena de muerte. Las reformas legislativas en Rusia, Suecia y el Imperio Habsburgo también fueron influenciadas por el tratado.
La labor de Beccaria consistió no tanto en madurar un sistema de pensamiento propio sino en dar cuerpo y forma a ideas ya defendidas por otros pensadores. Él no poseía experiencia personal en problemas penales o penitenciarios ni había estudiado a fondo las obras de los juristas de siglos pasados, pero intuyó rápidamente en qué consistía su anacronismo y por qué sus efectos eran nocivos para la sociedad del último tercio del Siglo de las Luces. Supo también poner en relación los datos empíricos que le suministraban sus amigos juristas con las ideas de autores como Charles Secondat de Montesquieu (1689-1755) y Jean Jacques Rousseau (1712-1778), con quienes estaba familiarizado.
Aquellos elementos ajenos fueron tomados por Beccaria, quien los elaboró y en base a ellos dotó de un tratamiento coherente a los problemas procesales y penales. Con un espíritu humanista y una notable capacidad de síntesis, Beccaria sometió a un enfoque unitario los horrores y los defectos de la legislación y la práctica penal y procesal. Para él, no por ser más crueles las penas eran más eficaces, y debía existir igualdad entre nobles, burgueses y plebeyos ante la ley penal. La valoración de la gravedad de los delitos debía realizarse teniendo en cuenta el daño social producido por cada uno de ellos y no el rango social de la persona ofendida. Era necesario considerar siempre que era más justo prevenir que penar, evitar el delito por medios disuasivos no punitivos, para lo cual debían existir leyes claras y simples, una justicia libre de corrupciones y una elevación de los niveles culturales y educativos del pueblo.
Los conceptos vertidos en su obra fueron comentados por prestigiosos filósofos franceses como François Marie Arouet -Voltaire- (1694-1778) y Denis Diderot (1713-1784), y admirados por personalidades como el filósofo e historiador escocés David Hume (1711-1776), el matemático y filósofo francés Jean D'Alembert (1717-1783) y el filósofo dialéctico alemán Georg W. F. Hegel (1770-1831).  Años después, en 1895, el jurista italiano Enrico Pessina (1828-1916), dijo en “Manuale del diritto penale italiano” (Manual de derecho penal italiano): “Las críticas al procedimiento penal francés, las censuras a la inútil crueldad de las penas y las protestas de algunos espíritus compasivos o humanitarios contra la tortura, o bien estaban insertas en un conjunto temático mucho más amplio -dentro del cual quedaban ocultas para quienes tuviesen interés en silenciar su existencia- o bien aparecían vinculadas a casos procesales muy concretos. Hacía falta observar que los excesos que unos y otros denunciaban esporádicamente obedecían a unas raíces comunes y que sólo sustituyendo éstas por unas premisas humanistas, moderadas, respetuosas para el hombre que hay en cada delincuente, era posible eliminar los abusos e injusticias del sistema y elaborar otro más racional, mejor y más justo. Y eso fue lo que hizo Beccaria, huyendo de la tarea del mero jurista práctico acrítico y situándose siempre en el plano crítico desde donde enjuició el Derecho penal y procesal vigente en su tiempo”.


El calificativo frecuentemente otorgado a Beccaria de “fundador de la ciencia penal” es inexacto; la ciencia jurídica penal, obviamente, ya existía. Desde la baja Edad Media hasta el siglo XVIII los juristas, apoyándose en textos romanos, elaboraron un edificio técnico coherente y sólido. Que esta ciencia penal mereciera duras críticas y que la legislación cimentada en ella debiera ser sustituida por otra mejor, no autoriza a insinuar que no hubo ciencia jurídico-penal antes de Beccaria, como si hasta su aparición sólo hubiera el vacío. Lo que hizo Beccaria fue abrir una nueva etapa en la historia de la ciencia penal y del Derecho penal positivo. En su ensayo no propuso soluciones concretas, sino que se limitó a esbozar líneas generales de política legislativa; luego, otros juristas, dominadores de la técnica jurídica, elaboraron códigos penales o escribieron tratados científicos basados en sus principios generales.
Rápidamente, la Iglesia Católica Apostólica Romana, por entonces dirigida por Carlo della Torre di Rezzonico (1693-1769) bajo el nombre de Clemente XIII, introdujo la obra -que, entre otras cosas, condenaba abiertamente el uso de la tortura y la pena de muerte- en el “Index librorum prohibitorum” (Índice de libros prohibidos), la lista que desde 1564 catalogaba las publicaciones que consideraba perniciosas para la fe, pero esto no impidió su difusión en toda Europa. Poco después de la aparición de su libro, Beccaria ganó en el mundo ilustrado una rápida fama. Entre octubre y diciembre de 1766 vivió en París, donde fue triunfal y cordialmente recibido por los más destacados hombres del momento, pero el brillante mundo parisiense disgustó a Beccaria, un hombre tímido, solitario, amante de la tranquila lectura y la conversación sosegada, no de la acción política ni de la agitada vida del intelectual vanguardista.
En los últimos años de su vida, concretamente entre 1790 y 1792, Beccaria volvió a ocuparse de temas penales y penitenciarios. Hasta entonces, es decir, entre 1764 y 1790, no escribió ninguna otra obra que prolongase y tratase de modo particularizado la temática de su libro principal, o que se refiriese a cualquier otro problema específico del Derecho Penal. En 1790 escribió un ensayo sobre el estilo literario llamado “Ricerche intorno alia natura dello stile” (Investigación sobre la naturaleza del estilo) y entre 1768 y 1771 varios trabajos sobre economía política que serían publicados póstumamente en 1804 bajo el título “Elementi di economia pubblica” (Elementos de economía pública).


Desde finales del año 1768 fue titular de la cátedra de Ciencias Fiscales de la Escuela Palatina de Milán. Con frecuencia, en ese largo período entre 1769 y 1790 Beccaria fue consultado individualmente o como miembro de diversos órganos colegiados, sobre problemas de política monetaria, fiscal o administrativa, pero no sobre Derecho penal. Sin embargo, “De los delitos y las penas” influyó poderosamente en la reforma de muchos Códigos penales de su tiempo. A finales de 1766, Catalina II de Rusia (1729-1796) le ofreció un empleo en la capital rusa y ordenó la elaboración de notables reformas penales, entre ellas la supresión de la tortura. En 1776 la emperatriz María Teresa de Austria (1717-1780) ordenó también la abolición de la tortura, y como precisamente en Milán se resistían a obedecer tal disposición, el célebre ministro Wenzel Kaunitz (1711-1794) insistió ante el Senado milanés para que fuese acatada; y luego, en pleno reinado de José II de Habsburgo (1741-1790), mediante el decreto de 11 de septiembre de 1789 dirigido al ducado milanés, se declaró enteramente abolida la tortura en cualquiera de sus formas y en toda ocasión.
Por su parte, Pedro Leopoldo de Toscana (1747-1792), emperador del Sacro Imperio Romano Germánico bajo el nombre de Leopoldo II, en el preámbulo de su reforma penal de 30 de noviembre de 1786, escribió: “Hemos reconocido, al fin, que la moderación de las penas, unida a la más rigurosa vigilancia para prevenir las acciones delictivas y a la rápida expedición de los procesos y la prontitud y seguridad de las penas contra los verdaderos delincuentes, en vez de aumentar el número de los delitos ha disminuido considerablemente el de los comunes y ha hecho casi inexistentes los otros”. También el rey de Francia Luis XVI (1754-1793) suprimió en su monarquía la tortura por disposición de 1780, seguida de otra ampliatoria de su sentido en 1788. Y luego, en el período revolucionario, el último párrafo del libro de Beccaria (las conclusiones), pasaron casi íntegras al artículo 8 de la Constitución de 1789 y al artículo 15 de la de 1793. Beccaria pensaba en la cultura en términos utilitaristas, es decir como instrumento de intervención en la realidad y con el fin de mejorar las condiciones materiales de vida de los hombres. Allí resaltó todo su espíritu ilustrado.
Su ideología política e histórica fue primordial en las ideas que desarrollarían luego los filósofos franceses Henri de Saint Simon (1760-1825) en “De la réorganisation de la société européenne” (De la reorganización de la sociedad europea), publicado en 1814, y Auguste Comte (1798-1857) en su “Plan des travaux scientifiques nécessaires pour réorganiser la societé” (Plan del trabajo científico necesario para reorganizar la sociedad) escrito en 1822 y en los seis volúmenes de su “Cours de philosophie positive” (Curso de filosofía positiva) que escribiera entre 1830 y 1842.
A más de dos siglos y medio de su publicación, la insigne obra de Beccaria sigue siendo vigente. Si bien una gran cantidad de las ideas expuestas en “De los delitos y las penas” fueron incluidas en distintos ordenamientos jurídicos del mundo y se mantienen incólumes muchos de sus preceptos dentro del marco del sistema penal actual, es evidente que las deficiencias de éste en pleno siglo XXI, demuestran que todavía no se han puesto en práctica en su máxima extensión los principios propugnados por quien fuera considerado uno de los próceres de la ciencia penal. 
Basta con observar, por ejemplo, las crueles y sanguinarias dictaduras militares que asolaron a gran parte de América Latina durante los años ’70, y las actuales convulsiones político-sociales que la sacuden hoy en día, hechos todos ellos en los que no sólo se practicó -y se practica- la tortura, sino que también se le agregaron la represión indiscriminada, el secuestro y la desaparición forzada de personas. En cuanto a la pena de muerte, países como Estados Unidos, China, India, Rusia, Indonesia, Japón, la mayoría de los estados del Caribe y de los países árabes, y varios países de África todavía la siguen aplicando.
A la luz de estos acontecimientos, es indudable que el pensamiento racional contra todo tipo de abusos y a favor de la dignidad humana que Cesare Beccaria expusiese en su obra no es tenido en cuenta por quienes, desde supuestos irracionales y marcadamente economicistas, actúan ostensiblemente para su destrucción. Tal vez los seres humanos debieran recordar con vigor una de las frases de su ensayo: “El más seguro pero más difícil medio de evitar los delitos es perfeccionando la educación”, algo que, por lo visto, está muy lejos de conseguirse si no se toma consciencia de su importancia como método de disciplina del propio yo interior y se dejan de lado al conjunto de valores y prejuicios que predominan en la gran mayoría de las sociedades.