3 de agosto de 2008

Aristarco: los primeros pasos de la astronomía

Para los hombres de la antigüedad, las estre­llas -a causa de su gran alejamiento- consti­tuían un fondo aparentemente inmutable, el fondo de las llamadas estrellas "fijas". Sin ese fondo inmutable nunca habrían conseguido de­terminar el movimiento de la Tierra, ninguna dirección habría parecido estable y el hombre nunca habría podido orientarse.
En su obra "Astronomy, a history of man's investigation of the universe" (Astronomía, una historia de la investigación del universo, 1962), el laureado astrónomo inglés Fred Hoyle (1915-2001) explicaba que "los babilonios observaban las posiciones de los planetas, y sobre todo de la Luna, con la precisión más minuciosa; pro­curaban descubrir lo que tenían de regular los resultados de sus observaciones, y luego utilizaban las regularidades registradas para prever las posiciones futuras de la Luna y los planetas. Encontraban empíricamente esas re­gularidades y luego comprobaban si coincidían con las diversas fórmulas matemáticas que uti­lizaban para prever las posiciones futuras".
En cambio, para los griegos, el método era completamente diferente. Dice Hoyle: "en lugar de abordar el problema como una especie de desciframiento, los griegos conce­bían los movimientos de los cuerpos celestes en función de un plan geométrico. Sentaban como principio que los planetas y la Luna se­guían en sus movimientos ciertas trayectorias geométricas, y luego calculaban los efectos de esos movimientos y los comparaban con sus observaciones. Confirmaban o anulaban así la validez del plan concebido".
No se puede afirmar con seguridad que este punto de vista sea exacto, pues los documentos de que disponen los historiadores son insuficientes para tra­zar una historia detallada de la astronomía antigua y en particular de sus objetivos. En la época romana los copistas poseían un ni­vel intelectual inferior al de los sabios, y a veces eran completamente ignorantes. Las consecuencias fueron torpes deformaciones de los textos y defectos en la jerarquía de sus valores. Además, sólo se conservaron los tra­bajos de los griegos conocidos en los primeros siglos de la era cristiana. En cambio, teorías impopulares, como la de Aristarco de Samos (310-230 a.C.) sobre el heliocentrismo, no llegaron a la posteridad sino gracias a notas ocasionales contenidas en otras obras. "Nos encontramos, por lo tanto, en presen­cia de una situación particularmente engañosa, en el sentido de que son precisamente las con­cepciones griegas, que serían las más intere­santes para los estudiosos modernos, aquellas acerca de las cuales estamos peor informados", afirma el astrónomo alemán Wulff Dieter Heintz (1930-2006) en "Die welt der planeten" (El mundo de los planetas, 1968).
La idea de una Tierra plana fue anulada por la comprobación de que las mismas estrellas no son visibles desde diferentes latitudes. Por ejemplo, en Egipto se veían claramente ciertas estrellas invisibles en Grecia. En este último país se veía a la Osa Mayor dar la vuelta alrededor del Polo sin desaparecer del hori­zonte, en tanto que en Egipto se la veía hundirse en las dunas del desierto. Estas ob­servaciones indicaban claramente que la su­perficie de la Tierra tenía cierta curvatura. Al parecer, fue Anaximandro de Mileto (611-546 a.C.) el primero que concibió de qué naturaleza era esa curvatura. Se le ocurrió la extraña idea de que la Tierra se encorvaba hacia el norte y el sur, pero era plana hacia el este y el oeste, y que su super­ficie se parecía un poco a la de un cilindro. Esta hipótesis le permitió expli­car las diferencias de aspecto de las estrellas en Grecia y en Egipto y, de paso, dejar a salvo la an­tigua creencia mitológica según la cual el reino de los muertos se hallaba muy lejos en el oeste.
Según Teofrasto de Eresos (372-287 a.C.), fue Parménides de Elea el primero que enseñó que la superficie de la Tierra era esférica. Parménides (540-470 a.C.) decía que todo otro cuerpo que no fuera una esfera se habría desplomado sobre sí mismo y que solamente una esfera podía mantenerse en equilibrio natural. Además, la forma de bóveda hemisférica del firmamento apoyaba la tesis de una Tierra esférica. Esta idea se vio favorecida por el hecho de que aportaba una explicación sencilla de lo que sucedía con las estrellas, el Sol, la Luna y los planetas cuando se ocultaban en el oeste y reaparecían en el este.
Una vez fundamentada la esfericidad de la Tierra, la cuestión pri­mordial que se planteó consistía en deter­minar sus dimensiones, y la evaluación más notable de la antigüedad la hizo Eratóstenes de Cirene (275-194 a.C.), probablemente hacia el 230 de aquella era. Comprobó que al mediodía, en el momento del solsticio esti­val, un palo plantado verticalmente en el suelo en Siena (Asuán) no proyectaba sombra al­guna, lo que indicaba que el Sol se encontraba exactamente en la vertical, en tanto que en el mismo instante, en Alejandría, el Sol for­maba con la vertical un ángulo calculado en 7°12', o sea la quincuagésima parte de la cir­cunferencia de un círculo. Por consiguiente, como Alejandría se hallaba exactamente al norte de Siena, la diferencia de latitud entre esos dos lugares era de 7°12', o sea una quincuagésima parte de la circunferencia de la Tierra. Luego de determinar la distancia por tierra entre Siena y Alejandría, llegó a la cifra de 12.600 kilómetros, inferior en apenas 125 kilómetros a la longitud hoy reconocida del diámetro terrestre (el valor exacto, dado que la Tierra no es completamen­te esférica, varía según su diámetro polar o su diámetro ecuatorial). "El primer paso en el conocimiento del cielo no era probablemente más difícil de dar que el que consistía en reconocer la esfericidad de la Tierra -continúa Hoyle-. Se trataba simplemente de comprobar que el movimiento cotidiano de las estrellas en el cielo provenía de la rotación de la Tierra. Pero el mundo griego, en su conjunto, nunca lo comprendió. Es cierto que hubo algunas perso­nas que lo admitían, pero no consiguieron con­vencer por completo a sus contemporáneos".
El primero que tomó el buen camino fue Filolao de Crotona (470-390 a.C.), filósofo de la escuela pitagórica, quien declaró que la influencia principal que sufría el universo tenía que provenir de su centro, y que, puesto que no provenía de la Tierra, ésta no podía hallarse en su centro. Esto inducía a decir que la Tierra debía moverse alrededor del centro. De ésto se podría pensar que había en ello un anticipo de la teoría del heliocentrismo, pero Filolao no colocaba al Sol en el centro del sistema; lo concebía simplemente como un disco al que calentaba su rápido paso por el aire. Imaginaba más bien en el centro del sistema un fuego gigantesco que el cuerpo de la Tierra ocultaba. Filolao fue casi contemporáneo de Platón (428-347 a.C.). Este último, que estaba en desacuerdo con la escuela pitagórica, no aceptaba sus ideas; como tampoco Aristóteles (384-322 a.C.), que vivió un poco después. De modo que sólo con Heráclides Póntico (390-310 a.C.), el segundo gigante de la astronomía griega, resucitó y se desarrolló el pensamiento de Filolao. Aunque rechazaba la concepción fantástica del fuego central, Heráclides ya hacía girar a la Tie­rra alrededor de su eje.Al gran matemático griego Eudoxio de Cnido (400-367 a.C.) se le debe la primera tentativa científica para comprender la complejidad de los movimien­tos planetarios. Se atribuye a los griegos la creencia en un sistema de esferas cristalinas en el que la Luna estaba unida a la esfera más próxima; había otra esfera para el Sol, una para cada uno de los planetas (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) y, finalmente, una para la Tierra. Según la teoría de Eudoxio, sólo las estrellas se movían en una esfera única. La Luna y el Sol poseían cada uno un conjunto de tres es­feras, y cada planeta tenía cuatro. La esfera exterior de cada conjunto estaba animada con el mismo movimiento que el de las estrellas. La siguiente por orden de distancia del centro estaba sujeta por sus polos a la esfera exte­rior, pero podía girar libremente alrededor de un eje comprendido entre los polos. La terce­ra estaba unida a la segunda de la misma ma­nera, y así consecutivamente. Finalmente, el planeta, el Sol o la Luna, según el caso, estaba sujeto a la esfera interior. Los ejes de los polos de las diversas esferas no eran parale­los entre sí, sino que se separaban de una ma­nera complicada. Así podían tener lugar los movimientos más complejos de la esfera in­terior.
"Es evidente que Eudoxio no concibió sus esferas como si tuvieran una real existencia física -explica Heintz-; no eran para él sino medios matemáticos de representar los movimientos de los planetas. Su teoría surgió en la época de la ancianidad de Platón y de los primeros años de la madurez de Aristóteles, y las obras de este último la admiten completamente. Pero Aristóteles cometió el error de conceder una realidad material a las esferas de Eudoxio, lo que lo llevó a que tratara de hacer entrar los diferentes conjuntos de esferas correspondien­tes a los planetas en una sola e inmensa cons­trucción mecánica. Esto hizo que su descrip­ción llegara a un enorme total de cincuenta y cinco esferas". La teo­ría de Eudoxio fue abandonada después de Aristóteles ya que presentaba bastante correcta­mente los cambios de dirección de los plane­tas, pero no proporcionaba explicación alguna de sus variaciones de luminosidad. El hecho de que Marte, por ejemplo, apareciese a veces relativa­mente brillante y otras veces relativamente pálido, planteaba una incógnita. "¿Por qué la teoría de los egipcios, llevada a su perfección por Tolomeo, pero tan compli­cada, tan rebelde a la representación, termi­nó imponiéndose en la astronomía antigua y en todo el Occidente hasta el Renacimiento?", se pregunta Hoyle. El mismo da la respuesta: "porque la ciencia griega se atenía dogmática­mente, por una especie de convicción reli­giosa, a la naturaleza circular de todos los movimientos celestes". Ahora bien, la revolu­ción circular de los planetas no coincidía con las observaciones y era muy difícil imaginar que el Sol podía estar en el centro de revolu­ciones planetarias circulares cuando las observacio­nes parecían contradecir esa hipótesis. Se sabe, gracias al testimonio de uno de sus contemporáneos, Arquímedes de Siracusa (287-212 a.C.), que Aristarco expuso un sistema heliocéntrico, probablemente 260 años antes del inicio de nuestra era. En cuanto a los medios que utilizó para hacer ese progreso notable hay que limitarse a las suposiciones.Aristarco hizo también los esfuerzos más no­tables para determinar la verdadera escala del sistema solar. Demostró que en el momento en que la Luna está en cuadratura (es decir cuan­do, para un observador terrestre, la mitad de su superficie está iluminada por el Sol y la otra mitad no lo está) las direcciones del Sol y de la Tierra, vistas desde la Luna, deben formar un ángulo recto. El Sol, la Luna y la Tierra forman, pues, en ese momento un trián­gulo rectángulo. Un simple cálculo permite determinar la relación de la distancia del Sol con la distancia de la Luna. Aristarco demos­tró que el Sol se hallaba alrededor de vein­te veces más lejos que la Luna. Este cálculo era muy insuficiente, pero Aris­tarco no se dio cuenta de ello. Creyó que si conseguía averiguar la distancia absolu­ta de la Luna podría fácilmente encontrar tam­bién la del Sol.
"Era relativamente fácil determinar la distan­cia de la Luna -dice Hoyle-. Se podía, por ejemplo, hacerlo durante un eclipse de Luna. Sabemos que al pasar por la Luna, el borde periférico de la sombra de la Tierra presenta siempre una for­ma circular. Comparando el radio aparente de ese círculo y el radio aparente de la Luna se puede encontrar la proporción del radio de la Tierra en relación con el radio de la Luna. Conociendo esa proporción y conociendo el diámetro angular aparente de la Luna, es fácil calcular la distancia de la Luna en función del radio de la Tierra".
Por este medio se llegó a un resultado asombrosamente exacto un si­glo después cuando el astrónomo griego Hiparco de Nicea (190-120 a.C.) la midió con una diferencia de menos del 1%.
Los va­lores obtenidos anteriormente habían sido me­nos exactos, pero no obstante suficientes para las necesidades de Aristarco. Conociendo la distancia de la Luna en función del radio de la Tierra, conocía también la dis­tancia del Sol. Además podía calcular los radios de las órbitas de todos los planetas cono­cidos en función de la distancia entre el Sol y la Tierra. Fue, por consiguiente, Aristarco quien hizo posible la primera evaluación de la escala del sistema solar utilizando el cálculo del radio terrestre hecho por Eratóstenes y también otros más an­tiguos y menos precisos. Así calculó que la dis­tancia del Sol era de 6 a 8 millones de kiló­metros, un resultado que, aunque muy alejado de la realidad, fue muy valioso para estable­cer una especie de orden general de la magnitud del sistema solar.
"Después de la época de Aristarco -afirma Heintz-, la astrono­mía griega siguió un camino del que se puede decir que fue, en el dominio de la geometría, el correspondiente a la adivinación de los nú­meros, preferido por los babilonios. La razón es clara: los griegos, como los babilonios antes que ellos, se esforzaban por interpretar fenó­menos demasiado complicados para ellos". En esas condiciones hubo que esperar cerca de dos mil años para que el astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630) llegase para echar un manto de luz mediante sus leyes sobre el movimiento de los planetas orbitando alrededor del sol.