3 de septiembre de 2008

Andrea Camilleri: "La novela negra te reasegura el mundo conocido"

Andrea Camilleri (1925) es el escritor más popular de Italia. Creador del investigador Salvo Montalbano -un solterón melancólico y comisario de un pueblo siciliano-, el autor alcanzó el éxito a los setenta y tres años de edad, después de una larga vida dedicada a la cultura como profesor de Arte Dramático, guionista y director teatral y televisivo. A punto de publicar "La pazienza del ragno" (La paciencia de la araña), una nueva novela de la serie Montalbano, Camilleri recibió en Roma al corresponsal argentino Sebastián Palma de la revista "Lezama", en cuyo nº 5 de agosto de 2004, apareció el reportaje.Conoció la Argentina, ¿no es cierto?

Visité la Argentina du­rante el gobierno de Alfonsín. Comí asado, que me gustó como a un loco.

¿Qué recuerda de su visita?

Al hablar de Argentina, la literatura es un tema obligado... Borges, del que me sé de memoria algunos pasajes de sus libros "Ficciones" y "La biblioteca de Babel". Recuerdo a Er­nesto Sábato, al que conocí personal­mente cuando era el responsable encargado por el gobierno de or­ganizar actos sobre los desapare­cidos; pobre hombre, estaba en una condición de crisis psicológica, sobrepasado por el horror. Tengo un recuerdo verdaderamente traumático sobre el horror argentino de la dictadura. En ese momento el Sindicato de Ac­tores, en Buenos Aires, me invitó a hablar con actores argentinos. Cuando llegué las paredes esta­ban cubiertas de fotografías, y yo pregunté: "¿Meten las fotos acá para que la gente pueda ver la ca­ra de los actores?". Pensé que era una galería de fotos de actores, pero eran to­dos desaparecidos.

Además de Borges y Sábato, ¿cuál otro escritor argentino le gusta?

Rodolfo Walsh... Amigo mío, es un escritor que adoro, sus cuentos policiales son geniales, y "Operación Masacre" es una obra espléndida, una historia terrible. Walsh me interesa muchísimo. Esos tres cuentos policiales en los que manda al lector a bus­car las soluciones, son un desafío bellísimo.

¿Por qué se inclinó por la novela negra?

Gramsci hizo una observación muy acertada cuando estuvo encerrado en la cárcel, al decir que la novela negra tendrá mucha más tela para cortar cuanto más el mundo esté en el aire. Porque la novela negra te reasegura el mundo conocido, se en­cuentra al culpable que paga por su de­lito; y esto no sucede en la realidad.

Y usted parte de ese mundo...

De hecho, yo no tengo fantasía. Tengo que partir siempre de un hecho real que después desarrollo a mi manera. Pero siempre tengo de base algo que leí, algo que me enteré, ex-nuevo. Todo viene de otra parte... nos conformamos con los detalles.

¿Cómo se insertan la actualidad y la historia de este género en Ita­lia?

La novela negra italiana está cono­ciendo en este momento un desarrollo extraordinario. Más que el homicidio o el asesino, a los escritores italianos les interesa el contexto social en donde suceden los hechos. Hoy por hoy, los que describen mejor la realidad italia­na son los que escriben novelas ne­gras. Además Italia tiene una tradición en este sentido, de literatura baja, muy interesante.

¿Podemos citar a Leonardo Sciacia?

"Il contesto" (El contexto), "Il giorno della civetta" (El dia de la lechuza), los dos de Sciacia. Son novelas que no se pueden llamar propiamente negra. Tienen la estructura de ella, en tanto tienen un investigador, una intención de llegar a una solución, a la que final­mente el investigador no llega nunca, porque los hilos están entrelazados de tal manera, los intereses son tantos, que prácticamente cada investigación es una derrota. Recuerdo que Sciascia dijo: "La novela negra en el fondo es la mejor jaula den­tro de la cual un es­critor se pueda meter, porque hay reglas. Por ejemplo, no se puede hacer trampa sobre la rela­ción lógica, temporal, espacial del cuento". A partir de eso me decidí a probar escribir una novela negra, "La forma dell'acqua" (La forma del agua), como una suerte de tarea que me impuse, porque tenía en­tre las manos "Il birraio di Preston" (La cervecería de Preston), del cual no lograba medir la estructura.

¿Y Carlo Emilio Garda?

Otro gran autor italiano; escribió una sola novela negra, que con sus contaminaciones dialectales describe con ironía, y con una perfección abso­luta, la Roma fascista. Al mismo tiem­po, este libro no tendrá una solución feliz. Nuestros novelistas ya estaban habituados a no llegar a resultados fe­lices.

¿Sería Scerbanenco, entonces, la figura más representativa de la tradición de la novela negra en Italia?

Exacto... Scerba­nenco es un caso extraordinario. Viene de la litera­tura popular, escri­bía novelas rosas, y de repente tuvo una cambio de 180 gra­dos en su existencia y se convirtió en el no­velista negro por excelencia de Italia. Por lo tanto nosotros tuvimos ejem­plos hermosísimos cuando iniciamos; y después estaban también los ejem­plos extranjeros. En mi caso, tengo al Inspector Maigret, de Simenon.

Como ejemplo extranjero, ¿po­demos nombrar también a Raymond Chandler?

En general, los investi­gadores norteamericanos me gustan como escritores. No te pueden no gustar. Pe­ro, al mismo tiempo, no pue­den ser un modelo. Es una sociedad totalmente distinta, una manera de concebir al mundo muy diferente.

Sin embargo, uno desde la es­fera privada, y otro desde la esfe­ra pública, parecen encarnar un modelo de justicia parecido...

Es cierto, esta idea resulta similar. Pero los métodos de los investigado­res de Chandler no son métodos euro­peos. En Europa, ningún investigador privado puede investigar sobre hechos de sangre, por ley. Y esto era una limi­tación, por eso elegí un comisario ins­titucional. También Carlo Lucarelli, más joven que yo, eligió a un policía ins­titucional...

¿Por qué decidió encarnar la justicia dentro del Estado?

Soy un italiano nacido en Sicilia, que tiene un fuerte sentido del Estado y que estima a los adversarios polí­ticos que comparten esa idea del Estado. A través de Montalbano, logré mostrar una idea de Estado que se encarna en él, que es una ley que entiende y cuida. Montal­bano sabe moverse autónoma­mente con relación a otro Es­tado. El encuentro entre es­tos dos se lleva a cabo por ejemplo en "Il ladro di merendini" (El la­drón de meriendas), cuando el comisario Montalbano le di­ce al hombre de los servicios secretos: "Nosotros trabajamos para dos esta­dos diversos".

¿Cómo definiría el Estado de Montalbano, entonces?

El resuelve los casos con desen­canto, porque sabe que después la jus­ticia es una cosa totalmente distinta. Sus investigaciones son más especula­ciones intelectuales que una investiga­ción policial. Esto es lo que me gusta de Montalbano. Si después el culpable es o no es condenado es algo que no le importa a Montalbano. A él le interesa llegar a esa suerte de verdad momen­tánea que cada uno de nosotros puede alcanzar. Y esto de llegar a una verdad, aunque sea parcial, pero verdad al fin, es lo que a Moltalbano lo lleva a de­testar a todos aquellos que proponen -con todos los recursos del Estado, me­dios de información, servicios secre­tos- una verdad política.

¿Cómo llega Montalbano a esas verdades?

Para llegar a entender es necesario interrogarse. En la vida cotidiana no existe un momento en el que no este­mos obligados a hacernos preguntas, que van desde: "¿por qué el colectivo no llega?" a "¿existe Dios?". Es una inte­rrogación continua. En el fondo, este pobre Montalbano, hace preguntas chi­quitísimas, de dos pesos, con relación a las preguntas que cada hombre se hace, en relación con las preguntas de escri­tores con E mayúscula, como Dostoievski o Tolstoi han hecho.

¿Y en Italia?

Le decía que hay dos estados. So­mos servidores de dos Estados en Italia, y no creo que en Argentina sea muy dis­tinto. Está el Estado que piensa, el de Montalbano, que es un Estado de dere­cho, donde verdaderamente existen las garantías. En el "Il giro di boa" (Un giro decisivo), la última novela de Montalbano, se hace eviden­te que él es consciente de que dentro de la policía hay manzanas podridas. Esto lo mete en una crisis profunda...

Montalbano se sentaba en el úl­timo banco y no era un estudiante modelo. ¿Esto también forma par­te de su relación con ese otro Es­tado? Y justamente Clementina Basile Cozzo, su amiga de sesenta años, ex maestra, ¿ocupa el lugar del Es­tado ideal de Montalbano?

Esto es mío... Era el período en el que no había una educación abierta, era muy severa. En mis tiempos de alumno, en la escuela no se hablaba de mafia. Pero después se hablaba, ¡y có­mo! Y la educación que dio la señora Clementina Basile Cozzo a sus alum­nos, es la que me dio la maestra Pancucci. Una incitación a la honestidad, a la lealtad, en el recuerdo entre noso­tros, los chicos. No el respeto al más grande simplemente porque es más grande. Sino el respeto inmediato, de­bido. Quiero decir, si tienen que juzgar, juzguen, pero expliquen siempre por qué lo hacen. Esto me lo enseño Pancucci, y yo se lo transferí a Montalba­no y a esta señora anciana que es Cle­mentina.

¿Qué es Sicilia para usted?

Sicilia para mí es el pueblo de Tolstoi, cuando decía: "describe bien tu pueblo, y habrás descripto el mun­do". El sur de Italia, sobre todo Sicilia, es una realidad prismática que es siempre fascinante. Montalbano no se mueve de Sicilia, entre otras cosas porque yo evité siempre abiertamente hacer un dis­curso sobre la mafia. En mis historias existe, está declarada. Pero no hay una investigación de Montalbano que se centre en la mafia. Esta fue una decisión, y el motivo es simple: tengo miedo que la literatura, de la calidad que sea -pésima, de des­carte- termine por crear héroes... En­tonces, esa fama no se la quiero dar a la mafia. Para mí es importante que un escritor se ocupe de un comisario de seguridad pública cuando escribe el informe, del juez cuando escribe la sentencia.

De hecho la literatura y el cine han creado tantos héroes mafiosos...

Claro que sí, pongamos como ejemplo "El día de la lechuza", de Sciacia, donde está Don Mariano Are­na, que es un capo mafioso. Desafío a que alguien encuentre alguna persona para quien este capo mafioso no le re­sulte simpático. Basta mirar "El Padri­no"... Regalar esa fama es algo que niego.

¿Por qué Montalbano parece siempre nervioso?

Porque le da fastidio el tiempo, cambia el humor de acuerdo al tiempo. Esto también es un poco mío, el vien­to me pone de muy mal humor.

Pero en general, ¿no es siempre un poco nervioso?

Es como cualquier siciliano que se respete. Un poco sospechoso y siem­pre dispuesto a saltar mal, a enojarse. Por ejemplo, en 1949, apenas llegado a Roma, si pasaba caminando y había dos tipos cerca que se reían, ninguno me sacaba de la cabeza que se estaban riendo de mí... Tenía unos complejos...

¿Montalbano es un siciliano tí­pico, entonces?

Claro que sí. Un siciliano típico es en apariencia un hombre muy cerrado y ligeramente inconstante. Pero en esencia, una vez que hizo amistad, por­que la palabra amistad tiene un signifi­cado muy importante, es un hombre muy abierto, que se confía, que se abre, que te hace entrar a su casa en cualquier momento. Existe este juego de la amistad que es muy importante. Me acuerdo que una vez, mirando las cartas que Pirandello y Nino Martorio se escribían, entendí que el fondo de esa amistad se debía al hecho de que uno no le tenía que decir nada al otro para entenderse.

Montalbano es un tradicionalista, pero la navidad y el fin de año no parecen gustarle tanto.

Le provocan melancolía... y esa sensación es mía. Adquirí el placer de festejar la navidad en el momento que pasé de padre a abuelo. Desde entonces disfruto de la atmósfera familiar, de los nietos, de los regalos. Pero antes detestaba ese estado natalicio, y eso se lo transmití a Montalbano. Le cuento que cuando era chico, en Sicilia no ha­bía árbol de navidad, los regalos no se encontraban debajo del árbol. Noso­tros teníamos el pesebre grande, con el niño en la gruta, el buey, el asno. Te­níamos también la tradición del 2 de noviembre, el Día de los Muertos. Cuando éramos chicos nuestros muer­tos no nos asustaban; estábamos ahí esperando, muriéndonos de sueño hasta que nos trajeran los regalos. Al otro día íbamos a agradecerles a los muertos los regalos. Transformába­mos el cementerio en una especie de asilo infantil. Corríamos excitadísimos, nos mostrábamos los unos a los otros los regalos que nuestros muertos nos habían traído. Era muy hermoso. Esta tradi­ción cambia después de la guerra, con los norteamericanos. Y el estado de ánimo de Montal­bano es una especie de año­ranza de aquellas épocas, aunque las haya vivido yo.

Montalbano llega siem­pre diez minutos tarde a trabajar, ¿Por qué esa re­belión contra el horario?

Es contrario a las exigen­cias del reloj. ¿Usted que hace, entonces? A las ocho de la no­che termina de trabajar, ¿no piensa más en el caso que lo tiene preocupado?

¿El apellido Montalba­no es gratitud con Váz­quez Montalbán? ¿Cómo compararía a Pepe Carvalho con Salvo Montalbano?

No creo que haya ninguna similitud entre estos dos per­sonajes; creo que se matarían a trompadas. Mi gratitud a Manolo Vázquez Montalbán no es por Pepe Carvalho, sino por su novela "El pianista", que me sugirió un camino posible para estructurar "La cervecería de Preston". Cierto que leí todo lo que Manolo publicó, y lamen­tablemente se terminó, pero quiero decir que con este tipo de investigación, de investigador, Montalbano no tiene nada que ver. Al mismo tiempo, Montalbano es uno de los apellidos más difundidos en Sicilia, entonces ya, de hecho, el comisario te­nía que llamarse así. Si elegí llamarlo Montalbano con relación a Collura, que era otro apellido que hubiera po­dido usar, fue, de hecho, por hacerle un homenaje a Vázquez Montalbán. Así mataba dos pájaros de un tiro: pa­gaba una cierta deuda a Montalbán, y al mismo tiempo daba un nombre sici­liano preciso a este comisario.

¿Montalbano es usted mismo?

No... definitivamente no. En todo caso no me di cuenta yo. Montalbano es... Cuando era chico leí un libro de aventuras ruso, en el cual había un trineo perseguido por los lobos. Pero un tipo, vivo, tenía pedazos de carne con­gelada, que los iba arrojando de a po­co, y mientras los lobos se detenían a comer, el trineo seguía. Los cuentos son como la carne para el lobo Mon­talbano, cada tanto le escribo un cuen­to para tenerlo contento, y poder es­cribir otras cosas.