4 de octubre de 2008

Don DeLillo: "La historia muchas veces es azarosa y brutal"

Pese a su conocida paranoia con respecto a los periodistas ("Tengo miedo de ir a cualquier lado. Estoy convencido de que hay reporteros por todas partes, armados con sus teléfonos celulares y sus lentes telescópicos"), el escritor norteamericano Don DeLillo (1936) accedió a ser entrevistado en Nueva York por la periodista argentina Juana Libedinsky del diario "La Nación" de Buenos Aires para la edición del 15 de mayo de 2005. Allí, el autor de "Falling man" (El hombre del salto), "Underworld" (Submundo) y "White noise" (Ruido de fondo) habló de "Players" (Jugadores), uno de sus libros más conocidos que, a pesar de haberse publicado en inglés en 1977, recién veintiocho años después apareció traducido al español. La novela resultó ser casi una profecía de los hechos de violencia que conmovieron al mundo en los últimos años. Además, el novelista recordó su infancia de niño católico, descendiente de italianos, y la importancia que tuvo en su vida la ciudad de Nueva York.¿Qué sabe de la Argentina?

Lo único que sé y verdaderamente me interesa de la Argentina es la cantidad de inmigrantes italianos que hubo en las grandes ciudades. Se produjo allí un proceso paralelo al que vivimos en los Estados Unidos. Mis padres, una costurera y un empleado, cruzaron el océano y se establecieron en el gueto italiano del Bronx, donde yo nací en 1936.

Sus padres le dieron una educación en el colegio católico del barrio y lo apoyaron para su ingreso en la universidad jesuítica local.

Sí. Allí aprendí a ser un asceta fracasado. Odiaba la escuela y ni me acuerdo de qué estudié en la facultad. Pero la ciudad en sí fue una enorme influencia: los pintores abstractos en el MoMA, el cine europeo de Fellini y Godard, la anarquía en los escritos de Gertrude Stein, Ezra Pound y otros... No es que yo quisiera necesariamente ser como ellos, pero para alguien que tiene veinte años, esos hombres y mujeres sugerían libertad y posibilidades abiertas. Hacían que uno no sólo viese la escritura, sino el mundo entero, de una manera distinta.

¿Su infancia entre los restaurantes de pastas y las tiendas típicas de la avenida Arthur del Bronx lo marcó a la hora de escribir?

Creo que hay un sentimiento de fatalidad en mi obra que posiblemente surja de una niñez estrictamente católica italiana. Para un católico creyente, nada es demasiado importante como para no ser discutido o pensado porque es criado con la idea de que puede morirse en cualquier momento, y que si no vive su vida de una manera determinada, su muerte será simplemente la introducción en una eternidad de dolor. Los temas importantes, eternos, se vuelven asuntos de la vida cotidiana para un creyente católico. Por otra parte, como todos los hijos de inmigrantes de esa época, siempre me sentí bicultural. Crecíamos con la mirada puesta en la otra costa del Atlántico. Con mis amigos del barrio, armábamos pelotas de fútbol de trapo, porque en los comercios sólo se conseguían las ovaladas de fútbol americano, que no nos interesaban. Y, como vivíamos en Nueva York, nos sentíamos en una ciudad que más bien parecía formar parte de Europa que del resto de los Estados Unidos.

Sin embargo, sus narraciones muchas veces son catalogadas como ejemplos de la "gran novela norteamericana".

No creo que en los Estados Unidos nadie vaya a decir hoy algo así, me parece más bien una expresión que ahora me aplican los europeos y que el resto del mundo copia. Para nosotros, "gran novela norteamericana" suena arcaico, de los días de Faulkner y Dos Passos. Además, éste sería, en todo caso, el momento de una "gran novela global". Los escritores jóvenes ya no son biculturales como podemos haber sido nosotros, sino que son auténticos ciudadanos del mundo, que terminan viviendo en cualquier lado y que reflejan en lo que escriben su nuevo hábitat, pero también sus múltiples y complicadas raíces con una entonación particular. Todo esto crea en el ámbito de las novelas, límites geográficos borrosos derivados de la globalización literaria. La "novela norteamericana" ya no existe. Ahora, respecto a mi propio trabajo, yo no sabría cómo clasificarlo. "Cosmópolis" supongo que tiene un nombre que suena global y un protagonista que dice ser un ciudadano del mundo, con un par de testículos bien de Nueva York, y "Submundo" cubre un vasto territorio, desde el Bronx hasta Kazakstán. Pero cualquier análisis, más allá de eso, lo dejo para los críticos.

En estos días sale publicado, por primera vez en castellano, otro de sus libros más conocidos, "Jugadores", donde aborda el terrorismo mucho tiempo antes de que fuera un tema de trágica actualidad, así como el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea.

Obviamente a quienes vayan a leer "Jugadores" por primera vez les va a parecer que todo lo que ocurre alude a un mundo o a una época posterior al 11 de septiembre de 2001. Las resonancias van a ser muy distintas de las del contexto original, pero el mensaje sobre la sociedad es el mismo.

¿Cuán distinta cree que resulta hoy la lectura de "Jugadores" respecto de la que se hizo en 1977?

"Jugadores" fue publicada en 1977 y, por supuesto, que trata sobre el terrorismo, pero con la curiosa sensibilidad de los años '70, una época en la que vivíamos en un estado de desinformación, confusión y ambigüedad. De eso hablo yo en un nivel. En otro nivel, la novela es puro sexo y violencia. En la década del '70, Nueva York estaba empezando a surgir de un estado de criminalidad y abandono, y empezaban a asomarse a la escena jugadores que luego se convertirían en los "yuppies" de los años '80. Mi libro anticipa un poco su arribo, con la diferencia de que uno de estos jugadores termina seducido por las actividades de los terroristas. Esto sorprendió porque en esa época el terrorismo estaba en los bordes de nuestra conciencia, no en el centro como ahora. Pero quería mostrar entonces algo que hoy es evidente: el terrorismo se convirtió en una narrativa global que, de alguna manera, reemplazó a la novela, al artista, como creador de conciencias.

¿Cómo es eso?

Los hechos terroristas pasaron a tener un esquema narrativo, con comienzo, nudo y desenlace, que invadió nuestras conciencias como nada ni nadie lo había hecho en muchos años. Los terroristas empezaron a ocupar nuestras conciencias de la manera en que los grandes escritores y el gran arte solían hacerlo. Pensábamos que autores como Kafka o Beckett creaban conciencia de alguna manera, que se aproximaban al mundo y a las mentes de las personas que ni siquiera habían leído su obra y que, eventualmente, el mundo empezaba a parecerse al que ellos describían o que nos hacían descubrir. Ahora los terroristas les han arrebatado ese papel a los escritores y artistas. Ejercen una influencia de gran magnitud sobre la gente y, por supuesto, en ciudades como Nueva York y Madrid, esta afirmación es más cierta que en ninguna otra parte. El temor se ha apoderado de las mentes de las personas como no había ocurrido desde hace varias décadas.

Usted escribió mucho sobre la Guerra Fría. ¿El temor que se vive ahora es distinto?

Sí, ya no se trata del temor a una enorme catástrofe mundial sino a cosas más personales, como el ataque al avión o al tren en que uno viaja. Es un miedo mucho más insidioso. Uno puede pensar que vivir con este temor es realmente injustificable, que el Departamento de Seguridad nacional lo inventa porque le conviene por motivos políticos y que los medios de comunicación lo fomentan porque da "rating" o les conviene congraciarse con quien sea, pero aun así, sabiendo todo esto, es muy difícil evadirlo.

Sin embargo, pase lo que pase, usted cree que el lenguaje puede cambiar la historia...

Sí, la historia muchas veces es azarosa y brutal, y, por medio del lenguaje, de la estructura y del balance de un libro, se puede hacer una contrahistoria o historia alternativa. Los escritores de ficción pueden dar sentido a aquello del mundo que nos rodea que se le escapa a la sensibilidad normal. El lenguaje que usan los creadores, a través de su estructura y belleza, se convierte en una fuerza poderosa que nos permite absorber la fuerza de la historia, asimilar algo distinto de lo que incorporamos respecto a los hechos en nuestra vida cotidiana.

¿"Escribir es una forma concentrada de pensar", como sostuvo alguna vez?

Por supuesto. Por ejemplo, si yo pudiera contestar a todas estas preguntas por escrito, lo haría de manera mucho más profunda y reflexiva. La concentración profunda es prácticamente imposible en una conversación. En cambio, cuando uno escribe y particularmente cuando escribe ficción, se puede entrar en el lenguaje y perderse en él. A través del lenguaje se puede llegar a ideas a las que, de otra manera (ni siquiera sentándonos a pensar en soledad) hubiéramos tenido acceso. Es el acto mismo de escribir el que lleva a una persona a la idea y nada lo puede reemplazar.

¿Sigue escribiendo a máquina, sin usar computadora?

Uso la misma máquina de escribir de siempre. Primero, porque es lo que me resulta más familiar. Segundo, porque tiene una cualidad táctil de inmediatez. Creo que no podría sentir algo semejante en un procesador de textos: estoy acostumbrado al placer que me produce mi mano que golpea las teclas, a ver el martillo de la máquina que golpea la hoja y las palabras que se van formando en negro sobre el blanco del papel. El hecho de que en una máquina de escribir deba presionar las teclas con más fuerza que en una computadora me hace cobrar conciencia, de un modo más preciso y más humano, de lo que estoy haciendo. Con una computadora no sentiría esta conexión íntima con las palabras y las oraciones.

¿Es el pánico a la tecnología del hombre contemporáneo, acerca del cual usted escribe a menudo?

Quizá. Es algo que se me ocurrió mientras escribía "Ruido de fondo": creo que cuanto más avanza la tecnología, más primitivo se vuelve nuestro miedo a ella, porque es difícil comprender la enorme complejidad, la microscópica complejidad de los sistemas y dispositivos que nos rodean. Esto nos hace sentir inadecuados y nos acarrea un miedo que no tiene nada que ver con otros miedos a la tecnología, como el que se siente cuando se viaja en avión. No, esto es mucho más primitivo, más angustioso.

Se lo ha llamado muchas veces "el poeta de la paranoia". ¿Siente que esa expresión lo describe?

No, es una equivocación. Es cierto que he escrito sobre la paranoia en la década del '60, particularmente la que flotaba en el ambiente después del asesinato de Kennedy, Vietnam, Watergate. Había paranoia en el aire y yo la reflejé en mi obra, pero mis libros en sí no son paranoicos ni tampoco lo soy yo. En "Libra", por ejemplo, nos enteramos hacia el final de que Lee Harvey Oswald había conseguido un trabajo en un depósito de libros escolares de Texas que lo dejaba en una posición privilegiada para disparar al auto presidencial de Kennedy el 22 de noviembre. Si hubiese sido paranoico, habría creado una teoría conspirativa que puso a Oswald en ese edificio. Pero no lo hice. Insisto en que ese asesinato fue una suma de puras coincidencias. En muchas oportunidades, sobre todo en "Libra", tuve la oportunidad de utilizar la perspectiva conspirativa propia de los paranoicos y nunca lo hice, simplemente porque yo no la tengo y punto.

¿En qué se inspira para sus novelas?

No hay respuesta a esa pregunta, nadie sabe de dónde sale la inspiración. A veces, cuando estoy trabajando en un texto, me despierto en mitad de la noche y tengo que correr a anotar algo, o estoy en un subte y tengo que conseguir desesperadamente un papel para apuntar algo que se me ocurrió. Muchas veces escribí en las bolsas de papel madera en que traía las compras del supermercado. Hay momentos en que las cosas dentro de la cabeza se mueven y eso da entusiasmo. A veces todo resulta chato como un desierto dentro de uno y entonces ojalá supiera cómo hacer para tener ideas. Ciertamente no lo sé, ni puedo predecir cuándo ocurrirá. Por las dudas, trato de no olvidarme de poner en el bolsillo algún lápiz y anotador.

Su último trabajo es una obra de teatro para la compañía Steppenwolf, de Chicago. ¿Es muy distinto el trabajo de dramaturgo del de novelista?

Sí, en una obra de teatro uno pone el punto final al texto y sólo entonces empieza el trabajo. Hasta que el director y los actores no lo vuelven tridimensional, el texto no adquiere vida. Puede ser muy estimulante trabajar con otra gente, pero al finalizar el proceso siempre estoy desesperadamente ansioso de volver a trabajar encerrado en mi cuarto, en la soledad de la próxima novela.