13 de octubre de 2008

Enrique Vila Matas: "Siempre prefiero aplicar la imaginación"

El escritor catalán Enrique Vila Matas (1948) habla en esta entrevista concedida a Pedro B. Rey de la redacción del diario "La Nación" de Buenos Aires en su edición del 14 de mayo de 2006, acerca de su pasión por los autores extravagantes y cuenta por qué en su literatura el deseo de desaparecer para siempre se iguala con un perpetuo afán de exhibicionismo. Entre sus creaciones literarias que inicia en 1973 podemos citar, "La asesina ilustrada", "Impostura", "Historia abreviada de la literatura portátil", "Una casa para siempre", "Suicidios ejemplares", "Hijos sin hijos", "Lejos de Veracruz", "Extraña forma de vida", "El viaje vertical", "Bartleby y compañía", "El mal de Montano" y "París no se acaba nunca". Entre sus artículos y ensayos literarios destacan "El viajero más lento", "El traje de los domingos" y "Para acabar con los números redondos". Sus últimas obras de ficción han sido "Doctor Pasavento", "Exploradores del abismo" y "Dietario voluble". Ha conseguido los prestigiosos premios literarios Rómulo Gallegos, Herralde, Nacional de la Crítica, del Círculo de Críticos de Chile, de la Fundación José Manuel Lara y el de la Real Academia Española. El narrador pasó por Buenos Aires, en un viaje relámpago de tres días, para participar de la Feria del Libro, oportunidad en que se produjo la charla que se reproduce a continuación.Un autor chileno, hablando sobre usted y sobre Roberto Bolaño, decía que al leerlos tenía la impresión de estar ante autores rioplatenses. Se refería a los juegos literarios, al modo en que ambos, pero sobre todo usted, utilizan como base de sus textos la propia literatura y la vida de aquellos obsesionados por ella: los escritores. ¿Es una hipótesis aventurada?

Yo diría que transnacionales, sí. Una voluntariosa crítica madrileña de "Doctor Pasavento", se empeñó en defenderme del rótulo de extranjerizante. No soy extranjerizante. Lo que quiero es seguir siendo extranjero. No extranjero de España, sino de todo. La literatura española actual me parece, por lo general, bastante banal. Un caso diferente al mío sería Antonio Muñoz Molina que, si se va a vivir a Nueva York, escribe un libro -"Ventanas sobre Manhattan"- en el que invoca a los españoles que viajaron a esa ciudad, un libro en suma que busca insertarse en una tradición absolutamente española. Por eso me interesó siempre mucho Witold Gombrowicz. Al principio Gombrowicz fue una especie de guía. Me gustaba su actitud como escritor, su orgullo, su dandismo. Es curioso, porque todavía no lo había leído. Llegué a sus novelas cuando yo ya había publicado siete libros y ahí descubrí que lo que él hacía no tenía nada que ver con lo mío. Lo que más me gusta son sus "Diarios" que, con los de Kafka, probablemente sean los más inteligentes de todo el siglo XX.

Sus novelas, sus cuentos y ensayos dan prueba de esa profesión de fe, la de ser un extranjero perpetuo. En sus libros abundan los suicidas ejemplares, los autores sin obra o que se niegan a continuarla, los individuos que aspiran a desaparecer o cuya identidad es, antes que una certeza, un enigma fluctuante. La lectura y la escritura -esa actividad en cierto modo irrazonable-esconden una salvación, pero también una condena, providencial. Son textos cribados de referencias, citas y ecos de otros escritores. Tabulaciones que construyen un permanente juego entre ficción y realidad. Su poética lleva esto al extremo de que parece negar el principio de no contradicción. Las contradicciones son algo más que una simple fascinación.

Ocurre que no tengo una personalidad fija, marcada. Cuando estoy con dos personas que discuten, si los argumentos están bien explicados, les doy la razón a las dos. A menos que se trate de un criminal, tengo facilidad para ponerme en el lugar ajeno y siempre termino por entenderlo. Un novelista, alguien que narra, tiene que huir de las certezas y ponerse en la piel de varias personas, como hacía Pessoa con sus heterónimos.

"Doctor Pasavento" narra en todo detalle la historia de un escritor, Andrés Pasavento, que un buen día decide desaparecer. Esa épica de la extinción sintetiza sus propias contradicciones. Pasavento desaparece, se refugia en un hotel napolitano o parisiense, sueña con que se traslada a vivir a la Patagonia y termina por peregrinar a Herisau, la localidad suiza donde se encuentra el manicomio en que se internó por propia voluntad el mítico Robert Walser.

La novela está basada en hechos reales y al mismo tiempo es pura imaginación. Comienza con un viaje que hice en tren a Sevilla para participar de un encuentro con el escritor vasco Bernardo Atxaga. Las primeras páginas, de hecho, son las que escribí en el tren, lo que pensé y anoté en ese trayecto de tres horas. Pero a diferencia del personaje (que ve cómo alguien toma su lugar frente al hombre que lo espera en la estación con un cartel que lleva su nombre), yo sí participé del encuentro.

Dos ejes vertebran la novela: por un lado, la figura fantasmática de Robert Walser; por otro, la proliferación de datos que comienzan a acumularse sobre una cortada de París, la Rue Vaneau. Es en un hotel de esa calle donde el protagonista se refugia y comienza a advertir un sinnúmero de coincidencias que lo hacen imaginar que el mundo es una red de azares, pero también un complot. En apariencia una calle de tantas, la Rue Vaneau comienza a develar secretos: allí vivió Gide, allí también se habrían conocido Marx y Engels, allí habría vivido Emanuel Bove, allí está la embajada de Siria y desde la ventana del hotel se ven los jardines de Matignon, sede del gobierno de Francia. En la realidad y a medida que transcurre la novela, la relación entre esos dos países comienza a acrecentarse.

Sí. Todavía hoy, ya terminada y publicada la ficción, siguen surgiendo conexiones inesperadas: acabo de descubrir que en esa calle vive Rita Gombrowicz, la viuda de Witold. De haberlo sabido, seguramente hubiera entrado en la novela. El fantasma de Walser, en cambio, es consecuencia directa de mi pasión por los escritores "extravagantes", por ese arco que va de Raymond Roussel a Maurice Blanchot. Yo empecé a escribir en una época, aún en el franquismo, en que era muy claro qué era en literatura lo bueno. Pero no me sentía cómodo con esas lecturas. Poco a poco empecé a descubrir esos autores raros, extravagantes, que me hicieron ver que se podía hacer cosas distintas, probar un camino más personal. En el caso de Walser siempre me interesó esa pasión por "borrarse". Pero quizá nunca le hubiera dedicado todo un libro si no fuera porque un crítico mexicano descubrió que yo siempre nombraba en mis libros a Walser y lo definió como mi "héroe moral".

En la novela "Doctor Pasavento" visita el manicomio en que el escritor suizo estuvo internado treinta años. ¿Hay un registro periodístico en esa sección de la novela?

Toda esa parte de la novela es verídica. Tuve que ir a Herisau, que es la localidad donde está el manicomio, porque en cierto modo era la única manera de proseguir con la narración. Si no, no habría sabido cómo continuarla. Pero de hecho me sentí un poco incómodo escribiéndola. Siempre prefiero aplicar la imaginación.

El protagonista le pregunta en un momento al director del manicomio si es posible internarse como Walser. ¿También lo hizo usted?

Sí, me entrevisté con el doctor Kägi, que es el director del centro (por cierto, cambió bastante desde que Walser estuvo en él), y le pregunté si podía ser internado. Me imaginaba que iba a decirme que no y así fue. Pero lo interesante, algo que siempre me divierte mucho, es que la propia novela intervino luego en la realidad. Cuando se publicó un fragmento en un diario suizo, la parte en que Kägi me explicaba la enfermedad de Walser, se armó un gran revuelo por lo que el doctor decía. Hay que pensar que, aunque se trate de un escritor bastante secreto, Walser es, en ese cantón bastante conservador, una especie de santo. Es bastante usual que en domingo la gente vaya de visita al sendero en que cayó y murió cuando nevaba.

"Doctor Pasavento", como usted mismo la definió, trata sobre "la imposibilidad de no ser". ¿La idea de desaparecer lo seduce?

Si hubiera querido desaparecer, supongo, no habría escrito la novela. Habría desaparecido y punto. En realidad conviven en mí el sentido de exhibicionismo, a lo Salvador Dalí, y el sentido de introspección, a lo Marcel Duchamp. Son los dos opuestos en el mundo del arte. Tanto puedo disfrutar aparecer en público, dar una entrevista o recibir aplausos como, según el día, que todo eso me disguste profundamente. Pasavento mismo desaparece porque quiere reaparecer. Y a mí me ocurre muy seguido algo parecido: por lo general me quejo en mi casa de Barcelona de que no paran de llamarme todas las mañanas y de enviarme e-mails, pero basta que un día nadie lo haga para que me queje de lo contrario.

De esa contradicción tal vez provenga cierta forma de melancolía, una melancolía que tiñe mucha de su producción narrativa. ¿De dónde viene ese aire de tristeza?

No sé exactamente... De no aprobar, de no aprobar las cosas como son. Le doy un ejemplo. La primera vez que fui a Lisboa me quedé asombrado, al punto que lloré. Me impresionaron el fado, la tristeza de la ciudad y, sobre todo, que pareciera detenida en el tiempo. Y encontré una explicación: se parecía mucho a la Barcelona de los años cincuenta, la ciudad de mi infancia. Y mi infancia, a pesar de que transcurrió en pleno franquismo, es algo tan personal que prefiero conservarla tal cual, no verla cambiada en nada.