1 de octubre de 2008

Juan José Hernández: "Ser reverente con un escritor es leerlo con actitud crítica"

Poeta, narrador, ensayista y traductor, Juan José Hernández (1931-2007) fue un excelente escritor tucumano que, pese a haberse instalado desde muy joven en Buenos Aires, recreó en su obra la vida provinciana, el universo de la niñez, el verano y sus siestas con aromas de jazmines y naranjos, la celebración de lo cotidiano. Como poeta, publicó "Negada permanencia", "La siesta y la naranja", "Claridad vencida", "Elegía, naturaleza y la garza" y "Otro verano". Es autor de los libros de cuentos "El inocente", "La favorita", "La señorita Estrella" y "Así es mamá", y de la novela "La ciudad de los sueños". En 2003 publicó su libro de ensayos "Escritos irreBerentes", en el que su mirada desprejuiciada hacia autores consagrados como Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) comenzaba por un despego deliberado de la ortografía. También son reconocidas sus traducciones de Paul Verlaine (1844-1896), Jean Cassou (1897-1986) y Tennessee Williams (1911-1983). Durante años fue colaborador de los diarios "La Prensa" y "La Nación" de Buenos Aires. En julio de 2005 recibió a la periodista Susana Gorriz de la revista "Oliverio", en cuyo nº 10 de agosto de ese año apareció publicada la entrevista.¿Cómo era el Tucumán de su infancia?

Era todavía lo que se llamaba, quizás exageradamente, el Jardín de la República: una ciudad preciosa, distinta del resto del norte argentino. La industria del azúcar primero y la llegada del ferrocarril después explican el bienestar económico. La prosperidad trajo gran cantidad de inmigrantes, franceses sobre todo, muchos de ellos músicos, que le dieron una impronta cultural diferente.

¿Significa que no tenían la mirada puesta en Buenos Aires?

Mucha gente de mi provincia iba a la capital a tomar el barco para irse a Europa, pero no les gustaba. Aunque tenía su peso por ser un centro cultural muy importante, no existía esa obsesión por Buenos Aires que en la actualidad se percibe y que lleva, incluso, a imitar la forma de hablar de los porteños como si fuera la correcta.

Usted pertenece a una generación de escritores del interior que, según Roa Bastos, "sin formar grupos ni escuelas, han coincidido en la preocupación común de superar las limitaciones del regionalismo".

Es que se había impuesto, como ideal de lo que se llamó enfáticamente "el ser nacional", a los arquetipos de la provincia de Buenos Aires, al gaucho. Eso trajo como consecuencia que a la gente del norte la asociaran al folklore incaico, como si en Tucumán tuviera que haber una cholita que celebrara el carnaval con chicha. Y esto es un error. La diferencia está en la dicción, que se manifiesta no en términos folklóricos ni locales sino en la sintaxis, en la música de la prosa. Un cuento de Moyano es distinto de uno de Borges, no porque Borges sea metafísico sino porque tiene otra entonación, debajo de su escritura está el habla de la gente del interior.

¿Esto los afectaba?

Por supuesto. El escritor del interior se encontraba con la falta de interés por una literatura que no halagaba el gusto de Buenos Aires. El primer plano de la crítica estaba en manos de Silvina Bullrich, ese era el modelo triunfalista. ¿Qué quedó de esos "best-sellers"? Nada. En cambio, a diez años de la muerte de Moyano, la Universidad de Oviedo le dedica una semana de estudios.

¿Por qué abandonó su suelo natal?

Porque la provincia, al menos para mí, era asfixiante. Sentía, aunque no me lo dijeran, que no cumplía con las expectativas de mi familia. Empecé a estudiar Letras pero abandoné porque nos hacían leer unos libros aburridísimos. Tenía razón Borges cuando decía que no se tiene que obligar a una persona a leer algo que no le gusta. De alguna manera, es como obligar a alguien a ser feliz. Por otro lado -como todos los universitarios de entonces- era antiperonista y me resultaba difícil conseguir trabajo. En ese momento, las dos carreras "prestigiosas" eran Derecho y Medicina; me decidí por esta última, fundamentalmente porque no se daba en Tucumán. Me fui a Rosario y viví un año, sin pisar la facultad, por supuesto. En ese entonces funcionaba el puerto y era una ciudad de cantinas y boliches de marineros. Al año me cortaron los víveres y tuve que volver.

¿Cuándo pudo concretar su "exilio"?

Fue gracias a un amigo, un pintor austríaco que diseñaba libros y había sido contratado por una editorial para hacer la famosa Enciclopedia Códex de los años '50. Me invitó a colaborar con él y así pude venirme a Buenos Aires.

Ya había publicado su primer libro de poemas.

Sí, "Negada permanencia" y "La siesta y la naranja" pude publicarlos gracias a Arturo Cuadrado, un exiliado español que ofreció su editorial, Botella al mar, a los poetas del interior, en un intento de romper con la tiranía de Buenos Aires. Nos dijo que, si tenían calidad, los publicarían sin que pagáramos un centavo. Yo le envíe mis originales, pasados en una Remington, y meses después los publicaron.

Instalado en Buenos Aires, ¿cómo llegó a la revista "Sur"?

Cuando publiqué "Claridad vencida" comencé a recorrer el circuito de "La Nación", "La Prensa" y "Sur" para ver si lograba que lo comentaran. Durante ese peregrinaje, conocí a José Bianco, que era jefe de redacción de "Sur", y comenzó una amistad que duró muchísimos años. Fue quien me acercó al grupo y publicó allí mi primer cuento escrito en Buenos Aires. Después, empecé a colaborar periódicamente.

¿Está de acuerdo con quieres acusan a "Sur" de elitista?

No. Era una revista cultural, independiente. La acusación de que era elitista, afrancesada, la hacen quienes no la leían. Mis cuentos, que están totalmente ambientados en provincia, aparecían en "Sur" al lado de los de Faulkner.

Después se volcó a la narrativa.

Sí, empecé a escribir cuentos, pero nunca abandoné la poesía. La gente me pregunta por qué dejé pasar tanto tiempo sin publicar versos y la respuesta es que a las editoriales no les interesa, ven al poeta casi como un subversivo.

¿Podía vivir de sus colaboraciones, sus libros?

Por supuesto que no. Trabajé un tiempo en la Aduana y después, por recomendación de Silvina Ocampo, entré a "La Prensa". Aunque el periodismo tampoco me interesaba mucho, sobre todo ese periodismo que no era independiente -son diarios que tienen una trayectoria de poder en el país y defienden sus intereses-, era muy fácil el trabajo para un escritor.

¿Cómo nació "La ciudad de los sueños"?

Gané la beca de la Fundación Guggengheim para escribir mi novela, de la que ya tenía los primeros capítulos. Para mí fue la oportunidad de viajar. Fui a Nueva York -era la época de los hippies, de la marihuana, de las túnicas hindúes- a Londres, a París. Cuando volví, la terminé. Lo que quise mostrar era mi ambiente en Tucumán. La protagonista es una muchacha del interior que tiene el complejo de ser morena, fea y, encima, pobre, porque pertenece a una familia tradicional venida a menos que conserva -típico del interior- una especie de empaque. Es algo que aparece en las novelas de Faulkner: esas solteronas que descienden de familias antiguas, sobre todo de familias francesas, que enarbolan la prosapia, la educación. Es característico del norte: "Somos pobres pero con educación, con dignidad. Vos serás rico, pero sos mersa".

¿Cuándo se operó la transformación del estudiante antiperonista en el narrador que escribió "La ciudad de los sueños", novela en la que muestra, con simpatía podría decir, un aspecto del peronismo, critica a una clase social y al periodismo de la época?

Te diría que trabajar en ese medio gráfico me hizo ver muchas cosas. Yo pensaba: caramba, éstos no son mejores. Había un odio, un resentimiento recalcitrante, un gorilismo... te daban ganas de ser peronista. Cuando se publicó, en "La Prensa" hubo un silencio espantoso y eso que el narrador nunca dice nada, no toma partido. Por otro lado, tuvo críticas muy buenas, sobre todo de la izquierda peronista. Quien hizo una muy elogiosa fue Paco Urondo: "Recrea atmósferas sutiles una novela admirable", titula la nota.

¿Siempre supo que iba a escribir?

Escribí desde muy chico, siete u ocho años. La idea me fascinaba, quizás porque tenía un tío que era escritor y se hablaba de él en la familia con mucho respeto. Cuando murió, mi padre le compró a su viuda la biblioteca y yo tuve acceso a sus libros. Leí los clásicos españoles, a Pío Baroja, Benito Pérez Galdoz, y me resultaron fascinantes. Pero el gran descubrimiento fue Marcel Proust: entré a un mundo que me dejó fascinado. Me deslumbró el cuestionamiento que hace de la realidad, el juego de las ambigüedades, la memoria no voluntaria, la dimensión de eternidad.

Usted tradujo a Paul Verlaine.

Sí, traduje sus poemas eróticos y hubo quienes se escandalizaron muchísimo. "La Nación" opinó que nadie conocía ese aspecto de Verlaine y que no valía la pena mostrarlo. Lo mismo dijeron con respecto al libro postumo de Alejandra Pizarnik. Como si hubiera que mantener una imagen, reverenciar al escritor, en vez de leerlo.

De la idea de "leerlos", como usted subraya, nacieron sus "Escritos irreBerentes", donde cuestiona algunos aspectos de escritores como Borges, Bioy Casares, Octavio Paz, Lugones.

Sí, para mí ser reverente con un escritor es leerlo con actitud crítica. A Lugones, por ejemplo, me hubiera encantado poder preguntarle qué le pasó para escribir esas arengas ridículas que hacía antes de la caída del gobierno constitucional de Yrigoyen. Por otro lado, está el Lugones de "Los poemas del traspatio" o del "Romance del Río Seco" que son muy bellos. Cuando murió, Borges escribió en una nota de "Sur": "Vivo se lo juzgaba por el último artículo que consentía su mano, muerto tiene el derecho fúnebre de que se lo juzgue por sus obras más altas". Andá a decirle a Lugones que su aspecto ideológico era una pavada...

Es la clásica polémica entre literatura pura y literatura comprometida...

Sobre todo, en la tendenciosa crítica de los '60 y '70. Por ejemplo, refiriéndose a "La ciudad de los sueños", un crítico dijo: "Una novela se hace con palabras, no con ideas". Es decir, el escritor no tiene derecho a opinar. Ese concepto de que la literatura es una construcción exclusivamente verbal sin que se fije ningún pensamiento llevaron al auge de la novela experimental, de la pirotecnia verbal, como si el escritor fuera un especie de idiota que hace fuegos de artificios con palabras.

Para finalizar ¿hay algún escritor con el que se sienta en deuda?

Con los autores que me acompañan siempre, es decir, en deuda me siento con los que me han dado con su obra felicidad, como Ricardo Molinari o Carlos Mastronardi.