11 de octubre de 2008

Robert Laffont: "Cuando las editoriales caen en poder de grandes grupos desaparece el espíritu de edición"

En 1941, y con sólo veinticinco años de edad, el francés Robert Laffont (1916) fundó sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial la editorial "Editions Robert Laffont" que ya no le pertenece. En 1999 fue absorbida por un grupo controlado, a su vez, por un gigante de la industria multimedia, aunque él siguió trabajando hasta 2004. A pesar de que no existe ninguna estadística precisa, se estiman que en sesenta y cinco años de actividad editorial publicó unos 10.000 títulos, lo que equivale a un vertiginoso ritmo de dos libros nuevos por semana, sin contar las reediciones. Su catálogo incluyó algunos autores muy prestigiosos y muy dispares en sus estilos como Alexander Solyenitsyn, Henry James, John Le Carré, Norman Mailer, Anthony Burguess, Robert Ludlum, J.D. Salinger, el Dalai Lama, Raymond Aron, Graham Greene, Bruno Bettelheim, Mario Puzo, Dino Buzatti, el abate Pierre, Lanza del Vasto, Lapierre y Collins, Jean François Revel, León Uris, Bob Woodward, el general Eisenhower, Winston Churchill y el futbolista Michel Platini. A los noventa años, cuando charló con la corresponsal en Francia del diario "La Nación" de Buenos Aires, la periodista Luisa Corradini, Laffont -uno de los hombres
más destacados y polémicos del mundo editorial francés- repasó su extensa carrera y explicó por qué su oficio, tal como lo conoció, estaría por desaparecer.Cuentan que el haber rechazado el manuscrito de "Justine" de Lawrence Durrell fue la mayor frustración de su carrera de editor. Uno de sus colaboradores le devolvió el original con una escueta ficha de lectura que decía: "Soporífero. No pude pasar de la quinta página".

Lo rechacé sin mirarlo. Pero, cuando lo leí, publicado por otra editorial, tuve un enorme remordimiento. Nunca pude sobreponerme a esa culpa.

De un viaje que hizo en los años '60 a Estados Unidos regresó con dos tesoros en su valija: los derechos de "The Godfather" (El Padrino) de Mario Puzo, y el término "best seller", que era prácticamente desconocido en Francia.

En esa época, cuando uno aspiraba a integrar el círculo privilegiado de "editores de prestigio", no podía caer en ciertas "bajezas".

¿Por ejemplo?

El peor pecado era publicar libros de gran venta. Pero también fui muy criticado cuando publiqué una colección que se llamaba "Enigmas del universo", que mezclaba descubrimientos o teorías científicas que podían considerarse de ciencia ficción. Eran cosas posibles, pero no seguras, de la vida en el espacio.

¿Qué tenía de malo?

Nada. Pero fui despreciado por mis colegas, que dejaron de considerarme como un editor noble.

Los otros también hacían cosas que, según ese criterio, eran "non sanctas".

¡Claro! En esa época, Gallimard había comenzado a publicar la "Serie Negra", libros policiales de pequeño formato que se vendían, incluso, fuera del santuario de las librerías: las mejores ventas se realizaban en los quioscos de las estaciones de tren. Eso se admitía.

Su reputación empeoró a su regreso de Estados Unidos, cuando lanzó la colección "Best sellers". Lo más escandaloso fue que, a partir de ese momento, también inspirados en el modelo norteamericano, los diarios y revistas comenzaron a publicar en forma semanal las listas de los libros más vendidos.

Mi momento más difícil fue, acaso, cuando publiqué "Papillon", el libro de Henri Charriére sobre sus experiencias en la Isla del Diablo, en la Guayana francesa. "¿Cómo se le ocurre publicar las memorias de un ex condenado a trabajos forzados?", me recriminaron mis colegas. El libro terminó inspirando una película, interpretada por Steve McQueen, y fue -tal vez- el último gran best seller francés. Sí, efectivamente. Creo que después de "Papillon" no hubo ningún otro libro francés de dimensiones planetarias.

¿Por qué? ¿Por qué la literatura francesa es muy intimista?

Siempre fue intimista, aunque los relatos de aventuras tuvieron gloriosos períodos en el siglo XIX con Alejandro Dumas, Julio Verne y algunos autores policiales.

¿Por qué actualmente no hay buenos escritores?

No es cierto. Hay algunos que son muy buenos, como Michel Houellebecq, Eric Emmanuel Schmitt y Francois Weyergans. No me parece poco.

En todo caso, ¿por qué ya no hay más gigantes, como Malraux, Camus o Sartre?

No hay escritores que se impongan como en esa época. Puede ser un paréntesis...

Su amor por la literatura comenzó a los cinco años, cuando, apasionado por la lectura, en la escuela primaria maniobró para hacerse nombrar bibliotecario y, de esa forma, tener acceso ilimitado a los libros. Desde entonces, ¿puede sumergirse en las páginas de un libro aunque esté rodeado de un ámbito hostil?

Cuando leo estoy como bajo una campana de cristal y me aislo por completo del mundo exterior.

Antes de darle un rumbo definitivo a su vida, usted vaciló entre la abogacía, el cine y la edición. Terminó la carrera de derecho, pero nunca quiso ejercer porque no se sentía capaz de defender a un culpable. Finalmente, se encontró ante la opción que le planteaban el cine y la edición.

Me decidí después de escuchar el consejo de un amigo: "Son dos caminos que llevan derecho a la quiebra. El primero es el más rápido. El segundo es más refinado". Si debía fundirme, era preferible que fuera con una estética distinguida.

Usted, que editó los "thrillers" más exitosos de Francia, comenzó su carrera con "Edipo Rey" de Sófocles.

Ahora no vendería ni tres ejemplares, pero en esa época (1942) era tan grande la avidez del público que agoté una tirada de 5.000 copias.

Sus colegas solían reprocharle carecer de línea editorial, caer en la tentación de modas, confiar en su instinto y dejarse seducir por sentimentalismos. Por ejemplo, decidió publicar los cuatro tomos de "Marlborough: his life and times" (Marlborough: su vida y su tiempo) de Winston Churchill.

Simplemente fue un gesto de agradecimiento por lo que hizo por Francia durante la guerra. Mi encuentro con Churchill, a quien admiré profundamente, fue una de las experiencias más frustrantes de mi vida.

¿Cómo fue ese encuentro?

Las presentaciones se hicieron durante una recepción con motivo de un viaje de Churchill a París. Me recibió hundido en el fondo de un Chesterfield de cuero, con un vaso de whisky en la mano y los ojos semicerrados, lo que parecía indicar que se encontraba en un estado etílico relativamente avanzado. Después de las presentaciones realizadas por el embajador británico, lo único que consiguió articular Churchill fue una especie de gruñido.

Uno de sus pasatiempos favoritos era encontrarse con algún escritor, en especial si formaba parte de su catálogo.

Mis amigos más entrañables fueron Gilbert Cesbron, Graham Greene y Dino Buzatti. Estuve con Cesbron -mi amigo de la infancia- en su lecho de muerte. A Greene le publiqué treinta y cuatro libros y él estuvo a mi lado en los momentos más difíciles de mi vida. Con Buzatti estuvimos frente a frente en las trincheras de la guerra. Sin saberlo habíamos protagonizado nuestro propio "Desierto de los Tártaros". Sin conocernos, nos vimos a través de las miras de nuestros fusiles. Años después, cuando tomamos conciencia, nos convirtimos en amigos inseparables.

La independencia que mantuvo durante toda su vida -interpretada por algunos como un gesto de desdén- también irritó a sus colegas.

Elegí esta profesión precisamente para no estar obligado a recibir órdenes de alguien que estuviera encima de mí.

En su profesión, independencia es sinónimo de arrogancia.

Sin duda. Muchos premios literarios se deciden en las veladas mundanas. Poco después de la guerra, denuncié el sistema de premios literarios, que eran resultado de acuerdos y pactos. Eso no me acarreó muchos amigos.

¿Cuál es su concepción del oficio de editor?

Ayudar a transformar la mentalidad de los lectores. El oficio de editor consiste en tratar de publicar libros abiertos sobre la vida. Los éxitos me ponían feliz porque me encanta aportar alegría a seres que, bruscamente, descubren que un libro les hizo conocer algo nuevo o les dio un momento de felicidad.

¿Se puede decir que usted fue uno de los primeros editores populares?

No solamente. Fui el primer editor que no tuvo miedo a darle una apertura a su editorial. La vida es apertura al mundo y a las curiosidades que rodean nuestra existencia. Algunas editoriales se limitaban a hacer sólo libros muy prestigiosos. Yo tenía una visión más amplia. Adoro la curiosidad y la diversidad. Si con un libro consigo llegar a alguien que nunca lee, considero que se trata de un éxito fenomenal.

No es una noción demasiado comercial.

Jamás publiqué un libro pensando en el dinero.

¿Cómo? Usted publicó una enorme cantidad de "best sellers".

¡Claro! Yo era, efectivamente, un editor que buscaba al público y no me avergüenzo, pero lo hacía por las razones que le expliqué hace un momento. Además, si un libro se vendía bien, mejor, eso me permitía asumir riesgos con autores menos conocidos.

A pesar de esas declaraciones, el oficio de editar le deparó también enormes decepciones, sobre todo con los autores.

Todos los autores siempre creen que poseen un enorme talento, que tarde o temprano debe ser reconocido. El primer encuentro con un editor, cuando le anuncia que piensa publicar su libro, es maravilloso para el escritor porque equivale al primer reconocimiento oficial de sus cualidades. Es como un noviazgo. Cuando sale el libro, si tiene éxito, el autor considera que se trata de la consagración de su talento. Pero si fracasa, responsabiliza al editor de no haber sabido venderlo adecuadamente. Los más exitosos empiezan a sufrir el asedio de otros editores, que los cortejan sin cesar y les ofrecen condiciones más ventajosas. Muchas veces rompen contratos firmados. En la época en que Henri de Montherlant todavía estaba en la lista negra de la depuración por su dudosa actitud durante la ocupación nazi, le firmé un contrato por varios libros. Pero apenas se levantó la sanción, Montherlant me dejó plantado a pesar del acuerdo firmado. De Graham Greene, en cambio, guardo un recuerdo completamente diferente: siempre fue muy fiel y agradecido, cosa rara de ver en este oficio donde el reconocimiento es muy raro.

Debe ser dolorosa la imagen de "explotador" que arrastran siempre los editores. Además, en su caso particular, usted tenía fama de ser el único editor que, además de saber leer, era capaz de sumar y restar.

Sin embargo, nunca fui un buen administrador y tampoco tuve una actitud mercantilista. Un día me encontré en un restaurante con Francois Mitterrand, antes de que fuera presidente. "¿Qué tal, Laffont? ¿Siempre ganando plata a costa de los escritores?", me dijo. Esa es una imagen ridícula del editor. La edición no es comercial. Es un oficio muy peligroso en el que se arriesga mucho dinero y en el cual los márgenes de ganancia son insignificantes. Cuando uno tiene un éxito, puede ganar dinero, pero no es el objetivo. Lo importante no es acumular fortuna, sino reunir los medios necesarios para prolongar la vida editorial. En definitiva, en cada decisión hay una jugada de poker. Un éxito o un fracaso pueden ser decisivos para una editorial. Pero históricamente, el oficio está terminado. Todas las editoriales creadas después de la Segunda Guerra Mundial terminaron absorbidas por grandes grupos financieros o multimedia. Ahora, el director de una editorial dentro de un grupo no es verdaderamente responsable porque no pone en juego su fortuna ni su patrimonio, como nos ocurría a nosotros cada vez que publicábamos un libro. Ese estrés me provocó varios infartos.

A sus noventa años acaba de publicar "Une si longue quéte" (Una larga búsqueda). En las doscientas cincuenta páginas de ese libro de memorias recuerda sus sesenta y cinco años de carrera y advierte sobre los peligros que acechan hoy a la actividad editorial. Parece poco optimista sobre el futuro de la edición francesa.

La edición tradicional está a punto de desaparecer para convertirse en una industria dominada por criterios de rentabilidad. El oficio, tal como yo lo conocí, está condenado. Los editores van a perder todos los derechos anexos, que caerán progresivamente en manos de los autores a través de los agentes. Los riesgos del editor no han disminuido, a pesar de los cambios tecnológicos, mientras que poco a poco desaparecen las fuentes de beneficios. Cuando las editoriales caen en poder de grandes grupos, desaparece el espíritu de edición, pues se trata de algo incompatible con la filosofía del oficio.

La primera advertencia sobre ese fenómeno la lanzó en un ensayo que publicó hace cuatro años: "Les nouveaux dinosaures" (Los nuevos dinosaurios). En él, usted sostuvo que la edición tradicional desaparecerá como los grandes monstruos que poblaron nuestro planeta hace millones de años.

Con el tiempo, si continúa a este ritmo, también terminará por desaparecer el hombre, condenado por su ceguera, su rapacidad y su incapacidad para controlar el progreso. Si se cumple mi profecía, ese día no habrá autores para escribir el testimonio de ese Apocalipsis ni editores para publicarlo.