14 de diciembre de 2008

Entremeses literarios (XXV)

ALEGORIA DEL AMOR SENIL
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

Enamorado de ella hasta los hígados, Apolo le prometió acceder a todo lo que le pidiese.
- ¿De veras? -palmoteó Deófilis, una joven bellísima recién admitida de la mano (es un decir, de la mano) del dios en la ciencia amatoria-. Entonces te pido que jamás se apague en mis venas el ruego que tú encendiste.
- Está bien. Concedido.
- ¿Puedo pedirte una cosa más?
- ¿Qué cosa?
- Vivir tantos años como granos de arena caben en mi puño.
- De acuerdo. Pero no te hagas ilusiones conmigo: pasado un tiempo, tendrás que buscar otros amantes.
- Comprendo. Por suerte, no faltan hombres. Y ahora, un último favor.
Apolo se encolerizó:
- Todas las mujeres son iguales. Cuanto más generoso se es con ellas, más pedigüeñas se ponen. Basta, se acabó. Adiós-. Y se fue volando por los aires.
Se presume que la tercera gracia que Deófilis quería pedirle era la de mantenerse siempre joven. Setecientos años después Eneas se topó con esta vieja inmunda, que vagaba por los caminos de Italia mendigando el amor de los hombres. Como todos la rechazaban, asqueados, el horrible esqueleto vomitaba injurias atroces, y enseguida vertía lágrimas de un fuego inextinguible. Varias veces se intentó matarla, pero aquel espantajo sobrevivía a las lapidaciones, a las horcas, a las hogueras, a los puñales, a los venenos, a la crucifixión, a las dentelladas de los lobos, a las temperaturas hiperbóreas, sobrevivió a un ahogo de tres días bajo el mar. Como se ignora cuántos granos de arena caben en el puño de una muchacha, tampoco se sabe cuántos años vivió Deófilis. Un rumor que corría por las tabernas y por los lupanares de Roma sostiene que Eneas, el más misericordioso de los héroes troyanos, se compadeció de ella y satisfizo, por una sola vez, sus apetitos. De esa unión habrían nacido las moscas.


LA REPUBLICA ESPAÑOLA
Ignacio Vázquez Moliní
España (1963)

Me acerco a la frontera. Voy caminando tranquilo. Veo la barrera levantada. La carretera está desierta. Anoche cruzaron los últimos compañeros. Hay un lejano rumor de motores a mi espalda. Llego hasta el elegante Hispano Suiza reclinado en la cuneta. El banderín oficial yace sobre el alerón derecho. La portezuela del chófer está abierta. Brillan al sol la pintura negra y los faros cromados. Se ha formado un charco con el lento gotear que escapa del motor. El presidente ha dejado dos libros en su asiento. Contraataque, de Sender, en una rústica edición de fortuna. La vie des abeilles, del barón de Maeterlinck, con las iniciales M.A. estampadas en oro. Se distinguen ahora los primeros camiones. Dentro de unos minutos ya estarán aquí. Tiro mi pistola sobre un montón de fusiles abandonados. Salgo de España con dos libros bajo el brazo.


EL PROFESIONAL DEL SUICIDIO
Miguel Garrido Pérez
España (1936)

El joven Ernesto, empuñando una pistola, se presentó en casa del hombre que le había arruinado: "No voy a matarle, don Braulio" dijo, "sino a suicidarme ante usted. Caiga mi sangre sobre su conciencia y lo que es peor, sobre su magnífica alfombra persa". Don Braulio le disuadió; buenos consejos y una sugerencia: "Si desea quitarse la vida, ¿por qué no lo hace en casa del odioso Cortés?", y le convenció con un cheque generoso. "Aunque no le conozca, la prensa buscará razones y arruinaremos su carrera". Pero el odioso Cortés le contrató para suicidarse en casa del pérfido Suárez, este le pagó para hacerlo en la de su enemigo Ramírez, y así sucesivamente. Ernesto se retiró veinte suicidios después. "La bondad de los hombres me ha salvado" solía decir.


CHICAS CIEGAS
Jayne Anne Phillips

Estados Unidos (1952)

Ella sabía que no eran más que niños en el campo, que venían a ver cómo se emborrachaban con su primer vino. En la pequeña cabaña, una radio vertía promesas negras de amor sensual. Jesse miraba cómo se pintaba el pelo con granadina, salpicándose los brazos de jarabe pegajoso. La fiesta era en una pequeña cabaña, al pie de la colina donde estaba su casa, junto a un campo de hierba crecida donde había serpientes negras que parecían trozos de correa blanda. Las botellas de Ripple estaban vacías y Jesse contaba historias pornográficas de adultos mientras todos se reían, sobre la señora Hicks, la profesora de economía doméstica que siempre los tocaba con aquellas manos húmedas, llenas de hoyuelos. Se hizo de noche y empezaron las historias de miedo. Finalmente, Jesse contó su favorita, una de una chica y su novio que estaban dentro del coche en un camino vecinal. Era una noche como ésta, con viento y lluvia, todo el cielo llorando jugo de papa. Por favor, vámonos, suplica la chica. Parece como si algo estuviera arañando el coche. Por el amor de Dios, refunfuña él, y arranca el coche con un chirrido de neumáticos. Cuando llegan a casa se dan cuenta de que llevan el garfio de un amputado loco enganchado a la puerta. Jesse describía su cara amarilla, pútrida, y el muñón desgarrado. Lo describía jadeando en la hierba, llorando y buscando algo. Se lo imaginaba oliendo a verdura cruda, un vaquero despechado, con pelo trigueño, y se mostró confusa. Gemidos en la oscuridad y voces de falsete. No, no, por favor, no. Risas nerviosas. Sally miró por la ventana de la cabaña. La hierba se está moviendo, dijo. Hay algo que se arrastra. No, no es nada. Sí, hay algo que se acerca, y subió de tono la voz. No son más que chicos que tratan de asustarnos. Pero Sally gimoteaba y agitaba los brazos. De rodillas se abrazó a las piernas de Jesse y murmuraba con la cara hundida en sus muslos. Está bien, voy a llevarte hasta casa. Sally estaba rígida, se clavaba las uñas en la palma de las manos. No se podía mover. Jesse le ató una bufanda alrededor de los ojos y la guió como a un caballo a través del fuego hacia lo alto de la colina, donde estaba la casa, una suave luz envenenada en la ventana. Los niños salieron del campo corriendo y chillando.


NOVELA POLICIACA
Paul M. Viejo
España (1978)

Lo que más me molestó, irritó, por lo que me juré no volver a hacerlo más, por muy motivado que estuviera, por mucha fama que estuviese esperándome, fue que, tras ordenar de una forma coherente toda la historia en mi cabeza, dar los antecedentes de lo ocurrido, explicar la importancia de la mujer rubia en todo esto, atar cuanto cabo permaneciera suelto y procurar no dejarme ningún cadáver sin mencionar, todo narrado despacito y con buena letra, hora tras hora, al final del interrogatorio al policía sólo se le ocurrió decir que quién era yo, que después de tantas preguntas como hizo ya se le había olvidado incluso de qué se me acusaba.


SIEMPRE HAY UNA DISCULPA PARA SALIR A BEBER
Jesús Alonso
España (1958)

Me compré una barra de bar porque quería dejar de salir a beber por ahí. Nada más montarla, me puse a un lado de la barra y pedí una cerveza. Fui al otro lado y pregunté:
- ¿Con alcohol o sin alcohol?
Me cambié otra vez de sitio y contesté:
- ¡Con alcohol, imbécil!
- ¡Imbécil será usted! -me respondí.
- A mí nadie me trata así -contesté-, me voy a otro bar.
Al salir di un portazo. Allí quedó el otro con su mierda de negocio.


BIG JOE Y EL FANTASMA 309
Tom Waits
Estados Unidos (1949)

Bueno, dio la casualidad de que yo andaba por la Costa Este, hace ya algunos cuantos años, tratando de conseguir algún dólar como todo el mundo. Pero los tiempos eran difíciles y no tuve suerte. Me harté de dar vueltas por ahí, así que me puse a hacer dedo para volver a mi casa. Hice bastantes kilómetros en los primeros dos días. Pensé que si la suerte seguía igual llegaría a casa en una semana, pero a la tercera noche me quedé clavado. Allí estaba yo, en un frío y solitario cruce y había empezado a llover fuerte y tenía hambre. Tenía hambre y estaba cansado, estaba helado y cada vez sentía más frío. Pero entonces aparecieron sobre la colina las luces de un semirremolque. Deberían haber visto mi sonrisa cuando oí sus frenos hidráulicos. Subí a la cabina donde sabía que estaría caliente y, al volante, estaba sentado un tipo corpulento. Debía pesar unos ciento cincuenta kilos. Cuando me dio la mano me dijo con una sonrisa: "Big Joe es mi nombre y este camión se llama el Fantasma 309". Le pregunté por qué llamaba así al camión. Entonces giró la cabeza y me dijo: "Hijo, deberías saber que este camión no tiene rival. No hay ningún conductor en este u otro trayecto que no haya visto más que las luces traseras de Big Joe y el Fantasma 309". Así que rodamos y hablamos casi toda la noche. Yo le conté mis historias y Joe me contó las suyas. Me fumé todos sus Viceroys mientras viajábamos. Le había metido las diez marchas y el camión iba a toda velocidad. Aquel vehículo estaba iluminado como los juegos de pinball de Madam La Rué. Hasta que, casi misteriosamente, aparecieron las luces de una fonda de camioneros. Joe giró y me dijo: "Lo siento, pero me temo que no puedo ir más lejos. Tengo que desviarme un poco más adelante". Pero me tiró diez centavos cuando puso la primera y me dijo: "Entra ahí y tómate una taza de café caliente; paga Big Joe". Cuando Joe y su camión se internaron en la noche, en un instante ya no había rastro de ellos. Así que entré en aquel viejo bar y pedí una taza de café. Dije: "Esto lo paga Big Joe". Había un silencio sepulcral en aquel sitio. Un silencio tan sepulcral que se podía oír un alfiler caer cuando el camarero me miró algo pálido. Le dije con una sonrisa medio burlona: "¿Qué pasa? ¿Dije algo malo?". Me respondió: "No, hijo, esto suele ocurrir de cuando en cuando. Todos los conductores de aquí conocen a Big Joe. Pero deja que te cuente lo que pasó hace diez años. Sí, fue hace diez años en ese frío y solitario cruce. Había un colectivo cargado de niños que volvían de la escuela. Estaban allí, en medio de la ruta, cuando Joe se asomó por la colina. Pudo haberlos matado, pero Joe giró el volante y el camión coleó, coleó y pegó un patinazo. La gente de aquí dice que dio su vida por salvar a aquel puñado de niños. Y ahí afuera, en el frío y solitario cruce, dicen que fue el final del trayecto de Big Joe y del Fantasma 309. Pero es extraño, ¿sabes? Porque de cuando en cuando, cuando la luna está llena, dicen que Joe se para y hace subir a alguien que haga dedo; como te hizo subir a vos. Así que, hijo, tómate otra taza de café a cuenta de la casa. Quiero que te quedes con esa moneda de diez centavos. Guárdala como recuerdo de Big Joe. De Big Joe y del Fantasma 309".


VIRGEN
Teresa Serván
España (1974)

Liberado al fin del bastón blanco, el hombre ciego se recuesta en la cama junto a la muchacha. Su barba recia contrasta con la suave melena femenina, empapa el olor que ella desprende e imagina sus curvas. Tumbada junto a él, la joven parece una niña, duda, es la primera vez que se ofrece a un hombre y el rubor de sus manos delata la timidez virginal. Entonces olvida el bastón y el perro que custodia la puerta y, pudorosamente, apaga la luz.


NOCHE DE VERANO
Angela Pradelli
Argentina (1959)

La mujer estaba en la cocina cundo llegó el hombre. Preparaba una cena liviana. "No se soporta el calor, no corre una gota de aire". Cenaron en la cocina. A pesar del calor, el hombre comió mucho. Las piezas estaban calientes, faltaba el aire. Ella lavó los platos. El se tomó un vaso de vino frío y se arrastró hasta la reposera del patio, cruzó las piernas, aflojó el cuello y miró el cielo clavando la vista en un punto. La mujer apagó la luz y salió al patio. Se sentó en otra reposera y se abrió los botones del vestido. "Tengo calor (lo dijo pasándose una mano por el pecho húmedo de transpiración), no aguanto más". El resplandor de la luna llena iluminaba los cuerpos. Se escuchó una frenada cerca y unos ladridos que parecían lejanos. El hombre se empezaba a dormir. "¿Querés ir a la cama?" le preguntó mientras su mano le recorría la pierna desde la rodilla hasta el sexo. "Sí, dijo él, mejor me acuesto". La mujer permaneció recostada en la reposera que estaba cerca de la habitación en donde el hombre ya casi dormía. Escucho el ruido que empezaban a hacer las aletas flojas del ventilador de la pieza y se cerró el vestido mientras trataba de acomodar su cuerpo en la reposera.


COSAS IMPORTANTES
Bárbara Greenberg
Estados Unidos (1951)

Durante años los niños se quejaban e insistían:
- Dale, decínoslo, dale decínoslo.
Y prometiste decírselo a los niños alguna vez, más tarde, cuando tuvieran edad. Ahora los niños son tan altos como vos y te enseñan los dientes:
- Decínoslo.
- ¿Que les diga qué? -preguntás vos, artificiosamente.
- Decinos Las Cosas Importantes.
Entonces les decís a tus hijos que hay seis continentes y cinco océanos, o al revés. Les decís a tus hijos lo poco que sabés sobre el sexo. Tus hijos te dicen que hay mejores palabras para expresar lo que preferís llamar El Abrazo Conyugal. Les decís a tus hijos que sean fieles a sí mismos. Ellos dicen que son fieles a sí mismos. Les decís que mienten, siempre te das cuenta cuando mienten. Ellos te dicen que te volviste loca. Les decís que a ver qué son esos modales. Ellos piensan que eso lo decís en broma; se ríen. Se te saltan las lágrimas. Les decís a los niños que el alba seguirá a la oscuridad, que entrará la marea, que se renovará la hierba, que a cada chancho le llega su San Martín, les contás historias de El Soldado Más Pequeño, cuyo brazo derecho, que él sacrificó luchando por una causa noble, le volvió a crecer de nuevo. Les decís que si no existiera el Mal no podríamos tener la satisfacción de elegir el Bien. Y si no hubiera dolor, decís, nunca llegaríamos a conocer el más grande de los goces, que es el alivio del dolor. Te ofrecés a hacerles una torta, una torta de chocolate escarchada también con chocolate, la que más les gusta.
- Dale, decínoslo -dicen los niños.
Les decís a los niños:
- Voy a morir.
- ¿Cuándo?
- Algún día.
- Ah.
Les decís a los niños que también ellos van a morir. Eso ya lo saben. No se te ocurre otra cosa que decirles a los niños. Les decís que lo sentís. Y es cierto que lo sentís. Pero los niños ya están hartos de tus excusas.
- Las promesas son para cumplirlas -dicen los niños.
Te darán otra oportunidad de decírselo por tu propia voluntad. Y si no se lo decís, no les quedará más remedio que recurrir a la tortura.