4 de enero de 2009

Claude Lévi Strauss: "Estamos en un mundo al que ya no pertenezco"

Referente para varias generaciones de intelectuales, Claude Lévi Strauss (1908) nació en Bruselas pero se educó en Francia, donde estudió filosofía y derecho en la Sorbona de París. En 1934 viajó a Brasil como profesor de sociología en la Universidad de São Paulo, donde realizó durante tres años trabajos de campo sobre las comunidades indígenas del Mato Grosso y la Amazonia. En 1942 se trasladó a Estados Unidos donde ejerció como profesor en la New School for Social Research de Nueva York. A comienzos de los '50 fue nombrado director asociado del Musée de l'Homme en París y director de estudios en la Escuela Práctica de Altos Estudios de la Sorbona. Luego trabajó como catedrático de Antropología Social en el Collége de France y fue designado miembro de la Academia Francesa. Levi Strauss encontró en Jean Jaques Rousseau (1712-1778) la base de su propia obra. La transición de lo animal a lo huma­no, desde el estado de naturaleza hasta el de cultura, ha sido central en sus estudios antropológicos, tomando como eje para el estudio de las diferentes culturas de los seres humanos, sus conductas, sus esquemas lingüísticos, sus mitos y las estructuras del parentesco, revelando la existencia de patrones comunes a toda la vida humana. Desde "Les structures élémentaires de la parenté" (Estructuras elementales del parentesco) de 1949 hasta "Regarder, écouter, lire" (Mirar, escuchar, leer) de 1993, ha consegui­do situarse como figura central de lo que se conoce como antropo­logía estructural, o "estructuralismo" francés, que aún hoy influye en todas las ramas de las humanida­des, tanto en su abordaje como en su enfoque temático. Sus primeros estudios etnográficos, realizados en Brasil entre 1935 y 1939, inspiraron su obra "Tristes tropiques" (Tristes trópicos). En los cuatro volúmenes de "Les mythologiques" (Mitológicas) (1964-1973) analizó cientos de mitos indígenas e intentó revelar los sistemas subyacentes. Otras de sus obras son "La vie familiaire et sociale des indiens Nambikwara" (Vida familiar y social de los indios Nambikwara), "Race et histoire" (Raza e Historia), "Anthropologie structurale" (Antropología estructural), "La pensée sauvage" (El pensamiento salvaje), "La voie des masques" (La ruta de las máscaras), "Race et culture" (Raza y Cultura), "Le regard éloigné" (La mirada alejada) y "De prés et de loin" (Desde cerca y desde lejos). Veronique Mortaigne realizó la siguiente entrevista que apareció en el nº 75 de la revista "Ñ" del 5 de marzo de 2005.¿Es posible quedar marcado físicamente y para siempre por un país?

Sin duda. Cuando yo fui a Bra­sil, en 1935, para enseñar socio­logía en la Universidad de San Pablo, mi primer impacto fue la naturaleza, tal como todavía era posible contemplarla sobre las pendientes de la Serra do Mar, entre San Pablo y el puerto de Santos. Allí existía un desnivel de ochocientos metros tan abrupto que la ci­vilización había desdeñado el lu­gar en beneficio de la selva vir­gen. Al desembarcar en Santos se tenía un contacto breve pero inmediato con lo que el Brasil del interior, a miles de kilómetros de allí, todavía podía reservar. En el interior me encontré de nuevo con una naturaleza absolutamen­te distinta de la que había conoci­do... Pero hay otra dimensión a la que no siempre se le presta aten­ción y que para mí fue funda­mental: el fenómeno urbano. En 1935 decían que se construía una casa por hora en San Pablo. Había una compañía británica que abría los territorios al oeste del Estado y construía una línea de ferrocarril y urbanizaba una ciudad cada quince kilómetros. En esa época, uno de los grandes privilegios de Brasil era poder asistir, de manera casi experi­mental, a la formación de ese fantástico fenómeno humano que es una ciudad.

¿Toda ciudad?

En nuestro país, la ciudad es a veces sin duda el resultado de una decisión del Estado, pero so­bre todo de millones de pe­queñas iniciativas individuales tomadas a lo largo de los siglos. En el Brasil de los años '30 se podía observar cómo se producía todo el proceso en unos años. Como yo ejercía la etnografía, los indios fueron para mí esenciales, pero esa experiencia urbana ocupó un lugar muy importante, y los dos Brasil coexistían. Nove­listas como Euclides da Cunha -autor del clásico "Os sertóes"-describieron magníficamente a ese Brasil. También conocí muy bien a Mario de Andrade: mu­sicólogo, poeta, fundador de la Sociedad de Etnografía y Folklore de Brasil. Fuimos muy amigos.

De Andrade había imaginado con mucho humor, en su novela "Macunaima", a un indio de Amazonas mentiroso y haragán, convertido por su matrimonio en emperador de la selva virgen, que terminaba recalando en San Pablo para recuperar un amule­to antes de ser transformado en constelación: la Osa Mayor. Ese espíritu indígena, ese vínculo entre ciudad, selva y mito, ¿perdura? ¿Siguió su rastro?

Sigo la evolución de los indíge­nas que había estudiado a través del pensamiento, y gracias a mis colegas mucho más jóvenes, so­bre todo de la universidad de Cuiabá, en el Mato Grosso, que trabajan con los Nambikwaras. Me escriben, me envían sus trabajos. Esos pueblos han soportado pruebas terribles: han sido ca­si exterminados. Pero lo que se produce actualmente es de sumo interés. Estos pueblos se han puesto en contacto unos con otros. Saben ahora lo que duran­te mucho tiempo ignoraron: ya no están solos en el universo. En Nueva Zelanda, Australia o Melanesia existe gente que, en épocas diferentes, pasó por las mismas pruebas. Toman consciencia en­tonces de su posición común en el mundo. Naturalmente, la etno­grafía ya no será nunca lo que yo pude practicar en mi época, cuando la cuestión era encontrar testimonios de las creencias, de formaciones sociales, de institu­ciones nacidas en total aislamien­to respecto de las nuestras y que constituían por lo tanto aportes irreemplazables al patrimonio de la humanidad. Ahora, estamos, por así decirlo, en un régimen de "compenetración mutua". Va­mos hacia una civilización a esca­la mundial. En la que probable­mente aparecerán diferencias -al menos, eso esperemos- pero que ya no serán de igual naturaleza.

La rapidez de desplazamiento, la velocidad de propagación de las culturas, la comunicación, son factores determinantes...

Antes mis colegas y yo nos tomábamos barcos mixtos que después de muchas escalas tarda­ban diecinueve días en llegar a América del Sur, deteniéndose en las costas españolas, argeli­nas, africanas. De Africa, dicho sea de paso, solamente conozco las escalas que hice en los viajes a Brasil ida y vuelta.

¿Qué significa hoy Brasil para usted?

Representa la experiencia más importante de mi vida por el ale­jamiento, por el contraste, pero también porque determinó mi carrera. Tengo una deuda muy profunda con ese país. Abandoné Brasil a comienzos del año '39 y recién volví brevemente en 1985, cuando acompañé al presidente Mitterrand para una visita de Es­tado de cinco días. Aunque fue muy corto, ese viaje me produjo una verdadera revolución men­tal: Brasil se había convertido en un país totalmente distinto. En los años '30, San Pablo tenía apenas un millón de habitantes y en 1985, más de diez millones. Los vesti­gios de la época colonial habían desaparecido. San Pablo se había transformado en una ciudad bas­tante horrorosa, erizada de rasca­cielos, a tal punto que cuando quise volver a ver, no la casa don­de había vivido -seguramente ya no existía- sino la calle donde había vivido, pasé la mañana blo­queado en embotellamientos sin poder llegar. La urbanización hi­zo desaparecer su naturaleza; el río Tieté, que fue fundamental en la conquista del interior de Brasil, está moribundo...

Ese relajamiento de los víncu­los entre el hombre y la natura­leza, ¿no es característico de nuestra época?

Ya en mi tiempo, la naturaleza de San Pablo había cambiado mucho. El vínculo entre el hom­bre y la naturaleza quizá se haya roto y, al mismo tiempo, se pue­de comprender que Brasil, desarrollado tan notablemente, tenga respecto de la naturaleza la mis­ma política que Europa en la Edad Media: destruirla para ins­talar una agricultura.

¿Volvió a ver a sus amigos, los indios Caduveos, Bororos o Nambikwaras, que usted había estudiado?

En 1985, Brasilia era una de las etapas del viaje presidencial. El diario "O Estado de Sao Paulo" me propuso llevarme a ver a los Bo­roros, un viaje que me había cos­tado mucho en 1935, pero que, en avión, se podía hacer en unas horas. Subimos una mañana a una avioneta que transportaba solamente tres pasajeros: mi mu­jer, una colega brasileña y yo. El avión voló sobre los territorios Bororos, pudimos incluso divisar algunas aldeas todavía con su es­tructura circular, pero cada una tenía ahora una pista de aterriza­je. Y después de sobrevolarlas, el piloto nos dijo: "Podría aterrizar, pero las pistas son tan cortas que tal vez no pueda volver a despegar". Renunciamos y regresamos a Brasi­lia atravesando una tormenta es­pantosa. Creo que nuestra vida nunca se había visto tan expues­ta, ni siquiera en la época de mis expediciones. Llegamos apenas a tiempo para que mi mujer se pu­siera un vestido de fiesta y yo un smoking para asistir a la cena de gala ofrecida por el presidente de Brasil a Mitterrand. Todo eso mostraba hasta qué punto había cambiado el país. No volví a ver a los Bororos en carne y hueso, pe­ro sobrevolé el Bermejo, un afluente del Paraguay que me había llevado varios días remon­tar en piragua, y que ahora está bordeado por una ruta asfaltada.

La fotografía, a la que se ha dedicado con entusiasmo, ¿pue­de fijar esos mundos perdidos?

Nunca le di mucha importancia a la fotografía. Tomaba fotos por­que era necesario, pero siempre con la sensación de que repre­sentaba una pérdida de tiempo, una pérdida de atención. Sin embargo, me gustaba mucho y me dediqué a la fotografía en mi ado­lescencia. Mi padre era pintor y trabajaba mucho con la foto­grafía. Pero la fotografía era un oficio aparte, por así decirlo. Lo que yo hice es un trabajo de fotógrafo en el grado cero. Publi­qué un libro de fotos -"Saudades do Brasil", que podría traducirse "Nostalgia de Brasil", en 1994- porque a mi alrededor insistieron mucho. El editor eligió un poco menos de doscientos clisés entre mon­tones de otros. Durante mi pri­mera expedición a los Bororos había llevado una pequeña cáma­ra portátil y cada tanto oprimía el botón y tomaba algunas imáge­nes, pero en seguida me hastié porque cuando uno tiene el ojo detrás de un objetivo de cámara no se ve lo que pasa y se comprende menos todavía. Quedaron algunas migajas que en total hacen más o menos una hora de fragmentos de películas. Las en­contraron en Brasil, donde yo las había abandonado y las mostra­ron una vez en el Centro Pompidou. Además, voy a hacerle una confesión: las películas etnológi­cas me aburren enormemente.

¿Qué pasa con el Museo del Hombre, inaugurado en 1938?

El Museo del Hombre se enca­mina hacia un nuevo destino. Fue concebido siguiendo una fórmula muy ambiciosa pero que, en mi opinión, ya no res­ponde a las realidades del mo­mento. Su objeto era unir la pre­historia, la antropología física, la etnografía, que tomaron en cada caso caminos divergentes. En el caso de la etnografía, el Museo del Hombre pretendía mostrar cómo vivían aún en 1920 y 1930 los pueblos lejanos que los etnólogos iban a estudiar. Eso ya no responde al presente. Si qui­siéramos mostrar cómo vive hoy una población melanesia, desco­nocida en 1930, habría que poner en la vitrina bolsas de café y autos Toyota junto a algunos utensilios tradicionales. Y sería una imagen mentirosa. La idea general del futuro museo del Quai Branly es recoger todo lo que estas civilizaciones han pro­ducido de grande y bello, tenien­do en cuenta que son testimo­nios del pasado. Eso responde bien a la relación que esas civili­zaciones pueden y deben mante­ner con su pasado, y a la que po­demos mantener hoy con ellas.

¿Es posible que un objeto sa­cado de su contexto ritual, co­munitario, conserve su sentido?

Una máscara que tiene una función ritual es también una obra de arte. El enfoque estético no me inquieta en absoluto. El Museo del Louvre es ante todo un museo de bellas artes. Tiene, por lo tanto, un espíritu, una fun­ción estetizantes. Nunca impidió que la historia o la sociología del arte se desarrollaran, ni que los conservadores de ese museo fue­ran muy buenos estudiosos. El hecho de suscitar el interés o la emoción del público a través de objetos bellos no me preocupa para nada. La estética es una de las vías que le permitirá descu­brir las civilizaciones que los produjeron. Y así algunos se conver­tirán en historiadores, observado­res, estudiosos que se dedicarán a esas civilizaciones.

Usted coleccionó objetos y llegó a comparar los mitos, tema de sus investigaciones, con "ob­jetos muy bellos que no nos cansamos de contemplar". ¿To­davía le encantan?

Siempre he amado los objetos, desde la infancia, el baratillo. En un tiempo, los objetos que llamábamos primitivos eran ac­cesibles a los bolsillos modestos. Con André Bretón, por ejemplo, cuando estábamos en Estados Unidos, sabíamos que esos obje­tos eran tan bellos como los de otras civilizaciones, y que podíamos comprarlos por casi nada. Todos los objetos ahora tienen un precio tan alto que lo único que se puede hacer es mirarlos de lejos sin pensar en tenerlos. Si las condiciones se hubieran man­tenido, seguramente seguiría co­leccionando. En 1950, tuve problemas personales y a toda costa tenía que comprar un departa­mento. Tuve que separarme de mi colección. Hoy veo pasar obje­tos que me pertenecieron. El Quai Branly compró el extremo superior de un tocado de indio de la costa noroeste de Canadá que se encontraba, no sé cómo, en una colección en la provincia. En el Louvre hay una máscara de transformación kwaktiul. También se podrán ver objetos que reuní para el Museo del Hombre durante mis expediciones; sufrie­ron mucho durante la guerra y luego por las malas condiciones de calefacción. Los tocados de plumas se arruinaron mucho. Las plumas estaban pegadas con resina o cera y en la época que yo traía mis colecciones, pensaban que debía inundar mis cajas con un desinfectante cuyos vapores disuelven esas resinas.

Usted es melómano. Su libro "Mitológicas" arranca con una obertura y cierra con una finale. En "Le cru et le cuit" (Lo crudo y lo cocido), el pri­mero de los cuatro volúmenes de "Mitológicas", comienza reci­tando un canto Bororo: la me­lodía del buscador de pájaros. ¿Analizó su música?

No, para nada, no soy etnomusicólogo; no estudié sus cantos. En algunos casos me impresionaron, en otros me emociona­ron. Por otra parte, una de mis primeras emociones fue la de las ceremonias que se desarrollaban cuando conocí a los Bororos. Acompañaban sus cantos con sonajeros que manipulaban con tanto virtuosismo como un direc­tor de orquesta su batuta. Hace unos meses recibí la visita de dos indios Bororos que acompaña­ban a dos investigadores de la universidad de Campo Grande del Mato Grosso, donde ellos mismos enseñan. Quisieron, en mi oficina del Collége de France, por su propia iniciativa, cantar y bailar para mí. Esa es una de las paradojas en las que vivimos: esos colegas Bororos conserva­ban toda la frescura y autentici­dad de una música que yo había escuchado sesenta años antes. Fue muy emocionante. La músi­ca es el misterio más grande que enfrentamos. La música popular brasileña de mi tiempo era, además, sumamente sabrosa.

¿Qué diría del futuro?

No me pregunte nada de eso. Estamos en un mundo al que ya no pertenezco. El que conocí y amé tenía mil quinientos millones de ha­bitantes. El mundo actual tiene seis mil millones de humanos. Ya no es el mío. Y el de mañana, pobla­do por nueve mil millones de hom­bres y mujeres -aunque se trate de un pico de población, como nos dicen para consolarnos- me impide cualquier predicción...