13 de enero de 2009

Jean Paul Sartre. Veinte mil palabras (3)

El filósofo y literato francés Jean Paul Sartre (1905-1980) alcanzó una gran popularidad en la segunda mitad del siglo XX tanto por sus libros como por su activa participación en la vida política. Precisamente esta última hizo que fuese considerado como un símbolo viviente del pensador comprometido con las causas políticas y sociales. A continuación, la tercera parte de su sentido autorretrato a través de la entrevista realizada por el periodista francés Michel Contat (1938) publicada el 6 de julio de 1975 por el diario "La Opinión" de Buenos Aires.Después de mayo de 1968 usted me dijo: "Si releyeran todos mis libros se darían cuenta de que, profunda­mente, no he cambiado y que siem­pre sigo siendo anarquista...".



Eso es muy cierto. Y lo podrán ver en los programas de televisión que yo preparo. Sin em­bargo, he cambiado en este sentido: yo era anar­quista sin saberlo cuando escribí "La náusea". No me daba cuenta de que lo que allí escribía podía te­ner un trasfondo anarquista; yo veía la relación sólo en la idea metafísica de la "náusea", en la idea metafísica de la existencia. Luego, mediante la filosofía, descubrí al ser anarquista que está en mí. Pero no lo descubrí bajo ese término por­que hoy la anarquía nada tiene que ver con la anarquía de 1890.

En efecto, usted nunca ha sido reconocido por el movimiento que se proclama anarquista.

Nunca. Por el contrario, yo estaba muy lejos de él. Pero ocurre que jamás acepté que sobre mí se ejerciera ningún poder y siempre he pensado que la anarquía, mejor dicho una sociedad sin poderes, debe ser realizada.

En suma, usted sería el pensador de una nue­va anarquía, de un socialismo libertario. ¿Por ello es que no protesta realmente cuando un amigo le afirma que usted será el Marx del siglo XXI?

Ah, usted sabe cómo son los profetas de ese género. Pero, en fin, por qué protestaría yo, dado que deseo que todavía me lean dentro de cien años -aunque no estoy realmente seguro-. Pero deseo que se trabaje retomando el trabajo que yo hice y sobrepasándolo.

No obstante, ¿reconoce que a pesar de recha­zar todo poder, usted mismo ha ejercido uno?

Yo tuve un falso poder: el de ser profesor. Pero el poder real de un profesor consiste por ejemplo, en prohibir que se fume en la clase -yo no lo hacía-, o de eliminar alumnos -yo siempre los aprobaba-. Yo transmitía un saber. De acuer­do con mi opinión, eso no es un poder, o más bien eso depende de cómo se enseñe. Pregúntele a Pierre Bost si yo pensaba ejercer un poder sobre mis alumnos y si lo tenía.

¿No piensa que la celebridad le ha otorgado poder?

No lo creo. Quizás a raíz de mi celebridad un agente de policía me pueda pedir mis documentos con mayor educación. Pero fuera de eso no veo que yo tenga poder. No creo tener otro poder que el de las verdades que yo digo.

En el fondo a usted le duele medir su propia notoriedad...

No lo sé. En estos momentos no sé muy bien si lo que digo tiene valor todavía o si las otras corrientes literarias y filosóficas que ocupan el mundo intelectual no me han enmascarado o tapado completamente.

Es posible que Deleuze o Foucault hoy sean más leídos que usted por los jóvenes intelectuales franceses. Por otra parte, son mucho menos céle­bres que usted en el extranjero y, por cierto, me­nos leídos. Cuando usted quiso visitar a Andreas Baader en su prisión alemana, le dieron autorización. ¿Por qué? Porque usted era una estrella intelectual. Una parte de la prensa alemana lo insultó. ¿Por qué? Porque temía que fuera escuchado...

Sobre esto no hubo otra repercusión que ese furor sagrado de la prensa y de las gentes que me escribieron. Dicho en otra forma, pienso que esa visita a Baader fue un fracaso. La opinión alemana no fue modificada. Más bien la volvió en contra de la causa que yo pretendía sostener. Dije muy claro, al comienzo de mi conferencia de prensa, que yo no tomaba en consideración los actos que se le reprochaban a Baader sino que sólo consideraba las condiciones de su detención; los periodistas juzgaron que yo sostenía la acción política de Baader. Por lo tanto, creo que todo fue un fracaso, lo cual no impide que si tuviera que hacerlo nuevamente, lo haría.

Lo quiera o no, Sartre no es un cual­quiera... Usted mismo ha deseado ser célebre...


No sé si lo deseo todavía. Lo de­seaba antes de la guerra de 1939; lo he deseado mucho después, durante los pocos años en que me mimaron, como usted sabe. Pero ahora...

Es lo que yo digo: usted lo es...

Lo soy, pero no lo siento; estoy aquí, con­verso con usted... Bueno, todo esto que charlamos aparecerá públicamente, pero en el fondo todo eso me importa poco...

Si usted había deseado ser célebre, fue de alguna manera para existir. Uno de mis amigos decía los otros días: "El nuevo pensamiento es: hablan de mí en los periódicos, luego soy".

Alguien que quiere ser célebre no es eso lo quiere: lo quiere todo. Quiere ser conservado en la memoria de los hombres independientemen­te de los periodicuchos que lo perpetúan. Tendrá lectores, pero porque los hombres conservan su memoria y no a la inversa. Nunca he pensado en los periódicos o en cualquier otro escrito sobre mí como algo que deba inmortalizarme y satisfacer­me. Ese era el rol que le asignaba a mi obra, aún antes de haber escrito la primera línea: ella de­bía inmortalizarme, porque ella era yo. Sólo yo podía ocuparme de mí mismo. Los otros podrían sacar provechos turbios de ella. Pero para saber quién soy verdaderamente, lo que soy y lo que valgo, sería necesario un psicoanálisis perfecto que no existe.

Usted mismo explicó en "Las palabras" que su deseo de gloria era consecuencia del temor a la muerte y también de un sentimiento contingente: el de la gratuidad injustificable de su existencia.

Exactamente. Pero una vez que se adquiere la gloria, nada cambia; siempre uno sigue sintiéndose injustificado.

¿Y no cree que en una sociedad que no legi­tima desde el comienzo a sus miembros -como era el caso en la sociedad teocrática o en la so­ciedad feudal-, el deseo de gloria personal es un poco el deseo de todos?

Un individuo es legitimado por la sociedad si él lo quiere. En realidad, no es legitimado por nada, pero la mayoría de la gente no se da cuenta. Una madre es legitimada por sus hijos, una hija por su madre, etcétera. Ellos se las arre­glan entre sí...

Sin duda. Pero, ¿quizá porque en su infancia usted no sentía ninguna clase de legitimación es que deseó con tanta fuerza ser glorioso y por eso mismo lo logró?

Eso lo pienso. Creo que uno se vuelve célebre si quiere; no por los dones o por las disposiciones innatas. ¿Pero qué conclusión saca usted de todo esto?

Pienso que a usted le cuesta darse cuenta lo que es para los otros. Creo que fue Claude Roy quien dijo: "Sartre no sabe que es Sartre".

No lo sé en absoluto. Pero pienso que usted tampoco lo sabe.

Yo sé qué es usted para mí.

Sí, pero justamente, usted es uno de mis ínti­mos que no me ven como un personaje. Pero en cuanto a las gentes que no me conocen, ¿cómo podría saber yo lo que soy para ellos? No obtengo de mí ninguna imagen apresable; apresable por mí. Hay gentes que dicen después de haberme visto: "Y bien, no es como para temerlo". Es de­cir, que esperaban que lo fuera. Hay otros que me dicen: "Me gustaron sus libros", pero todo eso no me da una estatura exterior: sólo representan relaciones conmigo y eso es todo.


Pero, al mismo tiempo, usted aparece cons­tantemente en el diario, pronto estará en la tele­visión, o en las obras que le consagran. Usted sabe muy bien que su nombre está mucho más difun­dido en el público que el de la mayoría de la gente.


Sí, de eso tengo mis dudas. Ahora no lo sé. Desde hace algunos años no lo sé.


¿Dice eso con pesar?


No, le diré que no me importa. Porque quería escribir sobre el mundo y sobre yo mismo es que lo hice. Quería ser leído y eso sucedió. Cuando uno es muy leído, hablan de celebridad. Bueno, de acuerdo, soy célebre... Con ello he soñado to­da la vida, desde que era chico, y de cierta ma­nera lo he logrado. Pero ese afán representaba otra cosa, no sé muy bien qué. Y eso no lo tuve...

Dicen que usted tiene el genio de la publici­dad.

Creo que es falso. Nunca hice nada por bus­car la publicidad.

Causó escándalos...

¡Oh! Ahora no...

La prueba: hace poco, con esa visita a Baa­der...

Los diarios dijeron que yo estaba chocho. Aun si sólo se tratara de descalificarme, hasta ahora no lo habían dicho. Es la edad. Ve usted, siempre volvemos al mismo tema.

Aunque en todo lo que acabamos de decir, la edad no estaba realmente presente, ¿a partir de cuándo se sintió envejecer?


Es complicado, porque, en cierta forma, el hecho de haber perdido el uso real de la vista, de no poder caminar sino un kilómetro, etcétera, ya es envejecer, puesto que, efectivamente son enfermedades que no son tales, con las cuales yo puedo vivir, pero que llegan porque estoy al final del camino. Por lo tanto, todo eso es ver­dadero. Pero, por otro lado, realmente no pienso en ello. Yo me veo, me siento, trabajo como cualquiera que tuviera cuarenta ó cincuenta años. No siento la vejez. Sin embargo, a los setenta años, uno es un hom­bre viejo.

¿Piensa que esto ocurre con la mayoría de los hombres de su edad?

No lo sé. No se lo puedo decir. No me gusta la gente que tiene mi edad. Toda la gente que conozco es mucho más joven que yo. Con ellos me entiendo mejor; tienen las mismas necesidades, las mismas ignorancias, la misma sabiduría que yo. La gente que más veo, casi todas las mañanas actualmente, Pierre Víctor y Philippe Gavi, ambos tienen treinta años. Y ahora con usted, con quien me siento como con alguien que tuviera la misma edad. Sé que usted es mucho más joven que yo, pero no lo siento.

Pero, ¿qué es lo que le molesta en la gente que tiene su edad?

¡Son viejos! ¡Son jodidos!

Yo a usted no lo encuentro jodido...

Sí, pero yo no soy como la gente de edad. La gente de edad vuelve sobre sus ideas, tiene ideas fijas, se siente molesta por lo que se escribe hoy... ¡Oh, son jodidos! La edad es un castigo en la mayoría de los casos. Y además pierden todo aquello que tenían de frescura. Me es bastante desa­gradable encontrar a viejos a los cuales yo conocí cuando eran jóvenes. La gente de más edad con la cual puedo conversar son los muchachos de "Les temps modernes" que tienen quince o veinte años menos que yo. Con ellos la cosa aún camina. Pero el contacto que yo tengo es con gente de treinta años.

¿Y ellos buscan dicho contacto?

En todo caso no soy yo el que lo busca.

Por otra parte, es una de las cosas que pue­den sorprender en usted. ¿Nunca toma la iniciativa en un encuentro?

Jamás. No tengo curiosidad por la gente.

Sin embargo, una vez usted escribió: "Tengo la pasión por comprender a los hombres...".

Sí. Una vez que yo tengo a un hombre frente a mí tengo la pasión por comprenderlo, pero no me movería de un lugar a otro para verlo.

Esa es una actitud de solitario.

Solitario, sí. Tenga en cuenta que estoy ro­deado de gente, pero son mujeres. Hay varias mu­jeres en mi vida. Simone de Beauvoir es la única, en cierto modo, pero en fin... hay varias.

Lo cual le debe llevar un tiempo considerable. Y sobre todo cuando en el fondo lo único que deseaba era escribir. Una ver usted me dijo: "La única cosa que verdaderamente me gusta hacer es sentarme a una mesa y escribir, filosofía preferentemente".

Si, eso es lo que siempre quise verdaderamente. Y siempre me han mantenido un tanto alejado de mi mesa: había que hacer un gran esfuerzo para volver a ella.

¿No le gusta estar solo cuando no tra­baja?


Me gusta mucho estar solo en ciertos casos. Antes de la guerra, me gustaba mucho. Algunas noches, cuando el "Cas­tor" no estaba vacío, iba a cenar solo en el "Bal­sar", por ejemplo; yo sentía mi soledad...


Esto no le ocurrió a menudo desde el final de la guerra...


Recuerdo, hace tres o cuatro años, tuve que pasar una noche totalmente solo y ello me regocijó. Estaba en casa de una amiga que no se en­contraba. Bebí. Estaba borracho perdido. Regresé a casa a pie y Puig, mi secretario, que había ve­nido a ver si todo iba bien, me seguía de lejos. Después me caí, él me recogió, me sostuvo y me llevó a casa. Eso fue lo que hice con mi soledad. También, cuando le digo a Simone de Beauvoir que me gusta estar solo pero que me lo impiden, ella siempre dice: "Usted me hace reír".

¿Como vive hoy?

Mi vida se ha vuelto muy simple dado que no puedo desplazarme mucho. Me levanto a las ocho y media de la mañana. A menudo duermo en casa de Simone de Beauvoir y vuelvo a la mía después de haber tomado el desayuno en un café que está por el camino; a menudo en aquél que más me gusta, el "Café Libertad" que verdade­ramente tiene el nombre que me conviene, en la esquina de la calle de la Gaité y del bulevar Edgard Quinet, a dos cuadras de mi casa. Me siento en mi elemento en el barrio de Montparnasse. Antes de la guerra, viví mucho tiempo en un pequeño hotel en la calle Cels, el "Mistral" -que todavía existe- entre el cementerio de Montparnasse y la avenida del Maine; luego viví también en un hotel de la calle Gaité. Cuando dejé Saint Germain des Prés, después que me pusieron una bomba en mi departamento del n° 42 de la calle Bonaparte, viví doce años en el nº 222 del bulevar Raspail. Ahora vivo cerca de la nueva torre de Montparnasse. Casi todos mis íntimos viven en Montparnasse y yo conozco un poco a la gente del barrio, los mozos de los cafés, la vendedora de diarios, algunos comer­ciantes.

¿Y sigue haciendo la vida de café?

Sí, es mi vida, siempre he vivido así. No es exactamente una vida de café: yo almuerzo tarde, cerca de las dos, y me quedo cuatro horas en el café. De tanto en tanto, pero raramente, ceno con Simone de Beauvoir en un restaurante. A veces ocurre que descubro uno que ella intenta que conozca; por mí mismo no iría, no tengo curiosidad.

Actualmente, ¿se encuentra con mucha gente?

Siempre la misma, pero muy po­ca. Sobre todo mujeres, las que están muy cerca de mí en la vida. Y además tres o cuatro hombres, regularmente: los muchachos de "Les temps modernes", una vez cada quince días, los miércoles...

¿Para qué mantiene esa regularidad en sus hábitos? Cada semana se repite como la prece­dente, cada una de las personas que usted ve en su día, en su hora, son siempre las mismas...

Pienso que eso se debe a que hacen falta hábitos regulares para escribir de una manera productiva. No he escrito tres novelas en mi vida; he escrito muchas, muchísimas páginas. No se puede escribir una obra un tanto abundante sin una disciplina de trabajo. Dicho esto debo confesar que yo escribo en todos lados. Por ejemplo, yo escribí algunas páginas de "El ser y la nada" sobre una pequeña cumbre de los Pirineos cuando viajábamos en bicicleta con Simone de Beauvoir y Michael Rost. Yo había llegado primero, me senté en el suelo bajo las rocas y comencé a escribir. Lue­go, los otros me alcanzaron, se sentaron a mi lado y yo continuaba escribiendo. Evidentemente yo escribí mucho en el café. Por ejemplo, una gran parte de "El aplazamiento". Y "El ser y la nada" fue escrito en "La coupole" y en "Les trois Mousquetaires" de la avenida del Mai­ne y luego en el "Flore". Pero a partir de 1945, 1946, cuando vivía en casa de mi madre en el nº 42 de la calle Bonaparte, y luego, después de 1962, en el boulevard Raspail, casi siempre escribí en mi escritorio. Pero también escribía cuando estaba de viaje, y yo siempre hice muchos viajes... Por lo tanto, esos hábitos de los que usted habla datan del tiempo en que yo organizaba mi vida en función de mis horas de trabajo: de nueve y me­dia o diez, a una y media y luego de cinco o seis hasta las nueve. Así fue como trabajé toda mi vi­da. En estos momentos son casi horas muertas. Pero las conservo, tengo los mismos horarios. Por ejemplo, en este momento me reúno en casa entre las diez y media y las once con mis camaradas que hacen los programas de televisión con Simone de Beauvoir y yo, y trabajamos todas las mañanas hasta la una y media o hasta las dos. Y luego voy a almorzar a una de las cervecerías del barrio y regreso a casa a eso de las cuatro y media. En general, Simone de Beauvoir está allí, con­versamos un momento y después ella me lee ya sea las obras que necesitamos para los programas de televisión, ya sea un libro cualquiera, ya sea "Le Monde" o "Liberation" u otros diarios. Eso nos to­ma hasta las ocho y media o nueve y luego, la mayoría de las veces volvemos juntos hasta su es­tudio cerca del cementerio de Montparnasse y paso la velada con ella, casi siempre escuchando mú­sica o, a veces, ella continúa su lectura y casi siem­pre me acuesto a la misma hora, a eso de las doce y media...

La música ocupa un lugar importante en su vida. Pocos lo saben...

La música siempre tuvo impor­tancia para mí, a la vez como una distracción y como un elemento principal de cul­tura. Todo el mundo hacía música en mi familia: mi abuelo tocaba el piano y el órgano, mi abuela tocaba bastante bien el piano, mi madre también lo hacía y cantaba. Mis dos tíos -sobre todo mi tío Georges, cuya mujer también era música- eran excelentes pianistas, y usted sabe que el primo Alberto tampoco era nada malo tocando el órgano... Resumiendo, en casa de los Schweitzer todo el mundo hacía música y toda mi infancia la viví rodeado de una atmósfera musical. A la edad de ocho o nueve años, me dieron cla­ses de piano. Y después no toqué más, hasta los doce anos, en La Rochelle. Allí, en la casa donde vivía con mi madre y mi padrastro, había un gran salón donde sólo se entraba en las recepciones y donde reinaba un gran piano de cola. Entonces, volví a aprender solo tocando primero partituras de operetas y luego a cuatro manos con mi madre, obras de Mendelsshon, por ejemplo. Y poco a poco, cosas más difíciles: Beethoven, Schumann, más tarde Bach, con una digitación poco correcta. Pero finalmente llegué a tocar casi en el "tempo" jus­to, sin verdadera precisión pero, en general, respetando el compás. Finalmente, llegué a tocar cosas bastante difí­ciles, como Chopin y las sonatas de Beethoven, sal­vo las últimas que son muy difíciles, de ellas sólo tocaba una parte. Y tocaba Schumann, Mozart y también arias de óperas y operetas que yo canta­ba; tenía voz de barítono, pero nunca la trabajé. Ni el piano, por otra parte; jamás hice ejercicios de velocidad. Pero, a fuerza de tocar los mismos trozos, lograba tocar de una manera casi audible. Hasta di lecciones de piano cuando tenía veintidós años, en la Escuela Normal. Finalmente, tocar el piano para mi se transformó en algo importante. Por ejemplo, durante la siesta, en el nº 42 de la calle Bonaparte, Simone de Beauvoir venía a trabajar en casa y ella comen­zaba a leer o a escribir frente a mí, y yo iba y me sentaba al piano, a menudo durante dos horas. Tocaba por placer, ya sea una nueva partitura que descifraba, ya sea por enésima vez un pre­ludio o una fuga de Bach, o una sonata de Bee­thoven.

¿Tocó alguna vez para los amigos?

No, jamás nadie me lo pidió. Más tarde to­qué con mi hija adoptiva, Arlette; ella cantaba o tocaba la flauta y yo la acompañaba. Lo hicimos durante muchos años y luego, se lo juro, en estos momentos evidentemente ya no puedo tocar. Por otra parte, me detuve un poco antes de ese acci­dente que tuve en el ojo, a causa de mis manos que habían perdido su agilidad y que me costaba coordinar. Entonces, ahora escucho mucho más música que antes. Puedo decir que tengo una bue­na cultura musical que va de la música barroca hasta el atonalismo. Casi todas las noches, en casa de Simone de Beauvoir, escuchamos discos, toda clase de obras y a veces, durante el día, por la radio escucho los programas de "France Musíque", que en su conjun­to no están tan mal.

¿Cuáles son sus compositores predilec­tos?

Yo diría Beethoven, que para mí es el músico más grande, Chopin, Schumann y, en la música moderna, los tres cé­lebres atonalistas: Schoenberg, Alban Berg y Webern, a quienes quiero mucho, sobre todo a Webern y también a Berg, el de "Concierto a la memoria de un ángel" y "Wozzeck", evidentemente. A Schoenberg lo quiero un poco menos porque es demasiado profesoral. Y hay un músico que me gusta mucho. Bela Bartok. Lo descubrí en Norteamérica, en 1945, cuando estaba en Nueva York. Antes no lo cono­cía en absoluto. Bartok fue y es todavía, una de mis grandes simpatías en música. Y, además, también me gusta mucho Pierre Boulez; no tiene genio pero sí un gran talento. Como usted ve, mis gustos son eclécticos. También me gusta mucho la música antigua: Monteverdi, Gesualdo, las óperas de la época; en general me gustan mucho las óperas. Como usted ve, la música, antes de mis acciden­tes físicos, ocupaba cuatro horas de mi jornada y ahora aún más. Evidentemente, si yo hubiera po­dido elegir entre perder el oído y perder la vista, yo habría preferido perder el oído, pero ello me habría molestado mucho, por causa de la música, precisamente.

¿Nunca compuso?

Sí, hasta llegué a componer una sonata, que está escrita. Creo que el sello Castor todavía la tiene. Se parecía un poco a Debussy, no me acuer­do muy bien. Me gusta mucho Debussy y Ravel también.

¿Y no siente animadversión por algún músico en particular?

Verdaderamente no. Si usted quiere Schubert, sobre todo por sus canciones. No hay comparación con las canciones de Schumann, por ejemplo. Las de Schubert son toscas y bajamente melódicas. ¡Tome la melodía de una canción de Schumann y compare! Habiendo dicho esto, resulta curioso que yo no haya hablado de música en mis libros. Pienso que es porque no tenía que decir gran cosa que ya no se supiera. Está ese prefacio que escribí hace un tiempo para el libro de Rene Leibowitz -uno de los pocos músicos que conozco personalmente-, pero allí hablo menos de música que del problema de la significación en música y ese no es por cierto uno de mis mejores textos.

Y también está el famoso pasaje de "La náu­sea" que podría hacer creer que usted detestaba la gran música: "Y las salas de conciertos desbor­dan en humillados y ofendidos... Creen que la belleza les es compatible. Que tontos".

Es verdad, nunca he considerado que la mú­sica realmente haya sido hecha para ser escucha­da en conciertos. A la música hay que escucharla por la radio o en los discos, o interpretada por tres o cuatro amigos. Escuchar música rodeado por un montón de gente que uno no conoce y que no escuchan de la misma manera que usted, no tiene sentido. La música está hecha para ser escuchada individualmente por cada uno. En todo caso, se puede admitir el concierto de música sinfónica -aunque también ella ha sido hecha para ser es­cuchada a solas- pero en lo que respecta a la mú­sica de cámara, a la música íntima, es absurdo.

¿Y usted prefiere la música íntima?

Pienso que nadie supo en verdad hacer sinfo­nías; es algo demasiado difícil.

¿Aún Beethoven?

Aún Beethoven. Aunque, en todo caso, la "No­vena" sea una hermosa sinfonía.


Su rechazo por el concierto, en el fondo, ¿no es un rechazo de las ceremonias y de la mundanidad?


Quizá haya algo de eso. En todo caso, ademas de mis amigos propiamente dichos -que raramen­te me invitan- nunca busco a la gente. Siempre he detestado eso, las invitaciones a comer con desconocidos; allí no se come, lo comen a uno.