18 de enero de 2009

Siri Hustvedt: "El sentimiento de pérdida es parte de la vida y ciertamente, parte de la literatura"

La escritora norteamericana Siri Hustvedt (1955) habló en su casa de Nueva York con la corresponsal argentina Juana Libedinsky (1973), en ocasión de la publicación en castellano de "What I loved" (Todo cuanto amé), la novela que el "The New York Times Book Review" calificó con una sola palabra: "Magnífica". Según el escritor británico de origen indio Salman Rushdie, "Hustvedt es una artista singular, de profunda sensualidad y una cualidad difícilmente definible para la cual sólo se me ocurre una palabra: sabiduría", y la revista literaria francesa "Lire" afirmó: "si ella persiste en esta línea, pronto se va a poder presentar a Paul Auster como el marido de Siri Hustvedt". "Todo cuanto amé", ambientada en la Nueva York los años '70, representó un giro fundamental respecto a sus obras anteriores, ya que la escribió en primera persona como Leo Hetzberg, un historiador de arte, de edad avanzada y problemas de visión, judío y que perdió parte de su familia en Auschwitz. El anciano personaje recuerda su tempestuoso matrimonio con Erica, una profesora de gran belleza, los primeros años de su hijo Mark y su amistad con el artista plástico Bill Weschler y su mujer Violet, una intelectual voluptuosa que escribe tratados sobre la histeria. Escrita con la habilidad narrativa habitual en Hustvedt, la novela tiene -a raiz de un par de muertes brutales e inesperadas- un final entre triste y melancólico, del que se desprende un enorme sentimiento de vacío. La entrevista fue publicada el 15 de agosto de 2004 por el diario "La Nación" de Buenos Aires.


¿Por qué este cambio de narrador tan brusco respecto a sus novelas anteriores?

Bueno, ahora que está tan de moda hablar de la "edad interior" de cada persona, con mi marido solemos bromear que la suya nunca superó los treinta años y que yo ¡siempre tuve más o menos ochenta! No, en serio, fue una dificultad técnica consciente. Ya había escrito dos veces como una mujer y, en cuanto decidí que el narrador fuese un hombre, lo hice viejo, porque yo siempre me he sentido muy mayor, desde chica. Lo hice judío porque la historia transcurre en un momento particular de la cultura norteamericana y yo quería que él fuese hasta cierto punto un extraño, por ser judío y por haber nacido en Europa en 1930. Es decir, buscaba como narrador un personaje que no se sorprendiese demasiado de que las cosas más terribles puedan pasar en este mundo. Leo toma, a lo largo del libro, el punto de vista del observador, un observador que además es un exiliado. Además, mi madre vivió durante la ocupación nazi de Noruega y siempre me he sentido relativamente cerca de la sensibilidad europea a raíz de eso.

¿Y por qué un libro tan triste?

Porque quería mostrar que es imposible conocer de verdad a otra persona. Yo siento ese misterio todo el tiempo, pero a mí no me resulta triste. Una vez que uno lo acepta, el camino como pareja se vuelve tanto más excitante. Hay algo oculto en Bill, oculto incluso para él mismo, pero su matrimonio es un matrimonio de amor genuino. Parte del erotismo para Violet consiste, justamente, en que ella nunca logra comprenderlo del todo. Las relaciones que fallan muchas veces tienen que ver con un sentimiento falso de intimidad en personas que creen que pueden conocer o predecir todo respecto al ser que aman. Y eso nunca pasa.

Usted confesó que el matrimonio de Bill y Violet estaba basado en el suyo propio. ¿Paul Auster es Bill Weschler y usted es Violet?

Yo tengo muy poco en común con Violet. Ella es más bien una mezcla de mujeres que amé y admiré. Pero Bill y Violet tienen un matrimonio de muchos años, muy íntimo, y yo ya hace veintidós años que estoy casada, de manera que sé lo que se siente al estar comprometido en todos los planos, incluso el laboral, con otra persona. Paul es un artista maravilloso pero al pensar en Bill no pensaba en mi marido. Bill es un artista plástico, físicamente más grande y aunque es elocuente, ¡ni se acerca a lo elocuente que es Paul cuando se pone a hablar o escribir! De una manera muy sutil, algunas de las obras de arte que inventé para Bill comparten características con la escritura de Paul. Hay un homenaje a "City of glass"
(Ciudad de cristal) y reconozco que el tema del hambre en el arte de Bill recuerda a "Moon palace" (El palacio de la luna). Pero esto no es un guiño al lector atento para hacerme la interesante. Cuando uno vive más de veinte años con otra persona, inevitablemente lo cotidiano o lo conversado pasa a formar parte de las propias creaciones.

En la novela Leo se la pasa reorganizando su cajón de recuerdos. ¿Es una metáfora?

Hay muchas maneras distintas de contar una misma historia. Cuando Leo juega a reorganizar los objetos en su cajón, es como si estuviese creando relatos alternativos a través de la asociación. La memoria es como la narrativa misma y no siempre es una narrativa verdadera. Finalmente editamos la memoria a través del lenguaje.

¿Qué nos quería decir a los lectores respecto al sentimiento de pérdida?

Yo creo que el sentimiento de pérdida es parte de la vida y ciertamente, parte de la literatura. Claro que hay distintas maneras de encararlo. Para mí era importante que el lector, al terminar el libro, no se deprimiese, porque insisto en que no creo que sea un libro depresivo. Leo, el narrador, mantiene intacta su capacidad de amar a pesar de las cosas que le pasan. En una reseña que apareció en un diario norteamericano, alguien escribió que al final del libro la tristeza se siente como un triunfo, en el sentido de que resulta liberadora. Eso era exactamente lo que yo quería.

Usted considera a éste su libro más maduro, ¿en qué sentido lo es?

En los anteriores trataba temas específicos, como la ambigüedad del sentimiento, las relaciones de poder y la experiencia de ser mujer y vulnerable. Pero los misterios de la familia o el amor, la pérdida, la tristeza son temas que no había explorado hasta ahora. Hay escritores que se desarrollan antes, pero para mí fue imposible abordar este material antes de llegar a los cuarenta años.

¿Es muy difícil ser escritora y la mujer de Paul Auster?

Paul y yo nos conocimos hace más de veinte años, cuando ambos éramos completos desconocidos. El estaba escribiendo entonces "The invention of solitude" (La invención de la soledad) y yo escribía poemas y trabajaba en mi tesis doctoral. Si bien él había escrito poemas y ensayos antes, toda su carrera como narrador corresponde a nuestro matrimonio. Así que yo sufrí los diecisiete rechazos que sufrió -por parte de los editores neoyorquinos- "Ciudad de cristal", una obra que, para mandarme la parte un poquito con mi marido, hoy está traducida a más de cuarenta idiomas. Creo que como hemos compartido los momentos buenos y los malos -pésimos- de nuestras carreras literarias, para ambos, esos avatares son tan naturales como respirar.

¿Se leen y corrigen uno al otro?

Sí, pero de maneras muy distintas. Paul me lee lo que escribe más o menos cada quince días en voz alta. Cuando termina una sección o capítulo, me pregunta mi opinión. Reconozco que la mayor parte de las veces me encanta lo que escribió. Pero cada vez que le hice algún comentario o recomendación, lo tomó en cuenta. Conmigo es más difícil. Me toma muchísimo tiempo hacer un borrador, y para esta última novela, él habrá leído cuatro borradores distintos a lo largo de seis años.

¿Fue Auster quien la impulsó a ser novelista?

Yo sabía que quería ser escritora mucho antes de conocer a Paul, desde los catorce años diría. Crecí en un pueblo chico de Minnesota. Una vez me hicieron una nota en el periódico local, como "la adolescente de la semana", donde anunciaba muy pretenciosamente que iba a ser una "autora". A lo largo de todo el secundario escribí poemas y si bien no me publicaron nada hasta que comencé mi doctorado, entonces arranqué con suerte: el primer lugar donde envié un poema fue "Paris Review" y salió inmediatamente. La prosa vino después. Lo que ocurrió fue que yo leía mucha poesía de los grandes autores. Me parecían tan geniales. Y, de pronto, cada línea que yo escribía me empezó a parecer insoportablemente mediocre en comparación. Así que me taré y no pude seguir. Un profesor y amigo de la Universidad de Columbia me recomendó que hiciera escritura automática, como los surrealistas, que me sentara y escribiera sin parar, sin importar qué saliese. La misma noche que me lo dijo escribí treinta páginas. Pero nunca más fueron de poesía.

Usted es también crítica de arte. ¿Qué diferencia hay entre escribir un ensayo y escribir una novela sobre arte y artistas?

A lo largo de seis años trabajé en esta novela que tiene, como un elemento central, arte ficticio creado por un artista que es un personaje de ficción. Desde su publicación he hablado con diversos lectores que me han dicho que, al leerla, ellos podían ver las obras de Bill Weschler y las recordaban claramente. Yo las veía también, claro. El desafío era hablar sobre ellas como cuando escribo sobre obras que existen en la realidad, salvo por el hecho de que no podía contar con reproducciones que me ahorraran parte del trabajo. Aunque el texto da suficiente información para construir una imagen mental de cada obra, el lector debe contribuir con lo que falta. Cada persona ve algo ligeramente distinto, y así se vuelve un participante activo en la creación del arte del libro. Es un sentimiento de unión maravilloso que sólo puede darse en la ficción.

¿Las obras del libro son las que a usted le hubiese gustado crear?

Aunque me hubiese encantado poder materializar algunas de las obras que se me ocurrieron al escribir la novela, yo era consciente de que en el mundo del libro éstas pertenecían a otra persona, no a mí, y que provenían de las regiones más recónditas de su vida interior. También sabía que Leo, mi narrador, al hablar sobre ellas enfocaría los aspectos de su interés particular, que la suya nunca sería mi descripción. Nadie puede verlo todo en el arte y toda visión es tan parcial como cualquier oración descriptiva, porque todos somos un poquito ciegos y, cuando contamos una historia, dejamos partes afuera. Por eso, yo no creo en eso de que una imagen vale más que mil palabras. Si el lenguaje orienta la visión y las palabras crean imágenes, entonces el viejo cliché no puede sino caerse a pedazos. Sólo he conocido una persona que insistía en que al recordar a Proust lo que veía eran páginas llenas de palabras. ¿Y sabe qué? Sentí algo de pena por él.