22 de febrero de 2009

Entremeses literarios (XLII)

EPICA DEL SUPERMERCADO
Gabriel Jiménez Emán

Venezuela (1950)

La otra tarde entré a un supermercado y vi que una gran canti­dad de comestibles salía a mi paso, me hacían invitaciones y me conducían por un pasadizo donde a cada lado los ojos de los frascos me vigilaban, los enlatados hacían crujir los dientes de manera escalofriante, y de los paquetes plásticos salían unas ma­nos gangosas que a veces se quedaban pegadas a mis pantalones. Como yo iba a adquirir poca cosa, los carros salían de sus si­tios e intentaban acomodarse a mis manos; yo los rechazaba y entonces daban unas vueltas locas. En las esquinas había espejos para controlar a los consumidores menores que, como yo, sólo iban a meter los dedos en los encurtidos o a tocar algunas copas vírgenes. Los polizontes andaban detrás de mi barba a ver si yo metía una lata de sardinas en mi bolsillo, o si era capaz de suble­varme comprando una carísima botella de vino francés. Pero no: yo me entretenía con las piernas de las recién casadas, que iban al supermercado a desinflar los primeros sueldos de sus maridos. También a comer pasas o almendras, o a pellizcar arenques ahu­mados. Los embutidos parecían recobrar su antigua forma animal y me halaban las mangas de la camisa. Yo quería evadirlos, pero de todos modos lograban tomar desprevenido a mi estómago, haciéndolo rugir. Fui rápido a buscar lo único que necesitaba: una lechuga fres­ca, la cual pagué con la última moneda que llevaba. Miré hacia atrás, y el supermercado me miraba con una mueca de fracaso. Salí silbando con mi lechuga y un poco más adelante se la di a un perro, que necesitaba una almohada para pasar la noche.


AZUL MARINO
Claudio Biondino
Argentina (1972)

Llegó al fondo del océano y comprendió, horrorizado, que seguía vivo. Por primera vez, las malditas branquias artificiales habían funcionado. ¿No podía haberse ahogado como los demás?... Ahora los carceleros vendrían a buscarlo para continuar con los dolorosos experimentos.


LA IMAGEN MISMA
Enrique Jaramillo Levi
Panamá (1944)

El me dijo no te mires más al espejo o me voy, parece que olvidaras que estoy contigo, te juro que esta vez sí me voy y no regreso, no pretenderás que compita día y noche con tu vanidad; pero una fuerza ajena a mí me retuvo la vista al frente, y de pie, mirándome, también pude ver el gesto disgustado, los pasos decididos que comenzaban a alejarse hacia atrás, hasta que estuve sola y cerrando los ojos anti­cipé la naturalidad con que dos brazos blancos iguales a los míos se desprendían del cuerpo que me imitaba y cómo se iban exten­diendo lentamente hacia mí, buscándome, hasta que las manos se abrieron para tocarme el cuerpo estremecido y me lo despojaron de las ropas ligeras que lo cubrían, como quien dulcemente deja sin piel una fruta, las puntas primero y prosiguiendo sin el menor esfuerzo de extremo a extremo; y entonces abrí los ojos sabiendo que el deleite sentido habría de fundirse con eso que ella, desnu­da también, me estaba haciendo ahora de este lado del espejo al recorrerme toda y terminar aplastando, como una cálida esponja, su silueta contra mí para intercambiarse conmigo o llegar a ser una sóla cosa bella con mi cuerpo, la imagen misma y no su reflejo; sólo que, más sumergida en el éxtasis que yo, no se daba cuenta que éramos ya una pasión única que se realizaba al reverso de la angustia sin necesidad de espejos ni de acechantes hombres.


ESCENA EN MOVIMIENTO
Mario Capasso
Argentina (1953)

Un hombre sube a un taxi. A poco de andar el taxista lo reconoce y se lo hace saber, que lo vio anoche, le dice, que en realidad lo ve todas las noches, y que nadie lo moleste a esa hora porque lo mata, que está muy bueno el programa, que lo ve desde que empezó, al principio porque le gustaba a su mujer pero luego él también se enganchó, que su personaje es, lejos, el mejor de todos, y está seguro que de un momento a otro va a descubrir que su madre no es su madre, que se va a casar con Elena finalmente, y que ese Garrido las va pagar todas juntas, qué, cómo, ah, que Garrido es usted, no puedo creerlo, uh, qué chambón que soy, cómo pude confundirme si anoche vi el programa, en realidad lo veo todas las noches, largo el tacho y llego a casa y mientras pico algo lo miro, se lo juro, muy bueno, che, muy bueno el programa, desde que empezó que lo vengo siguiendo, y estoy seguro que Daniel va a descubrir de un momento a otro que su madre no es su madre y que al final se va a casar con Elena, y van a ser muy felices, la pareja más feliz del mundo, mal que te pese a vos, Garrido, hijo de puta.


SUFRAGIO
Felisberto Hernández
Uruguay (1902-1964)

En un gran salón habían hecho una pequeña repartición y allí se encerraba el que votaba. Era entre dos listas que había que elegir para poner en los sobres. A pesar de eso, algunos tardaban un ratito en salir. Eran los que tenían cara de más inteligentes. Después llegó un hombre muy extraño que me pareció el más inteligente de todos. Al rato de ha­ber entrado y cuando todos pensábamos que saldría, se oyeron pasos reposados, acompañados de sus vueltitas de cuando en cuando. Pasó un rato más y los pasos no cesaban, pero de pronto cesaron y se sintió caer en el piso una moneda chica, de las que tienen sol y número.


MERA SUGESTION
Fernando Sorrentino
Argentina (1942)

Mis amigos dicen que soy muy sugestionable. Creo que tienen razón. Como argumento, aducen un pequeño episodio que me ocurrió el jueves pasado. Esa mañana yo estaba leyendo una novela de terror y, aunque era pleno día, me sugestioné. La sugestión me infundió la idea de que en la cocina había un feroz asesino y este feroz asesino, esgrimiendo un enorme puñal, aguardaba que yo entrase en la cocina para abalanzarse sobre mí y clavarme el cuchillo en la espalda. De modo que, pese a que yo estaba sentado frente a la puerta de la cocina y a que nadie podría haber entrado en ella sin que yo lo hubiera visto y a que, excepto aquella puerta, la cocina carecía de otro acceso: pese a todos estos hechos, yo, sin embargo estaba enteramente convencido de que el asesino acechaba tras la puerta cerrada. De manera que yo me hallaba sugestionado y no me atrevía a entrar a la cocina.
- ¡Entre! -grité sin levantarme-. Está sin llave.
Entró el portero del edificio, con dos o tres cartas.
- Se me durmió la pierna -dije-. ¿No podría ir a la cocina y traerme un vaso de agua?
El portero dijo:
- ¡Cómo no! -abrió la puerta de la cocina y entró.
Oí un grito de dolor y el ruido de un cuerpo que, al caer, arrastraba tras de sí platos o botellas. Entonces salté de mi silla y corrí a la cocina. El portero, con medio cuerpo sobre la mesa y un enorme puñal clavado en la espalda, yacía muerto. Ahora, ya tranquilizado, pude comprobar que, desde luego, en la cocina, no había ningún asesino. Se trataba, como es lógico, de un caso de mera sugestión.


SOLO
Raúl Brasca
Argentina (1948)

Me abandoné a la placidez del sueño y, cuando regresé a la vigilia, me ví empapado y temblando de miedo. Me perdí detrás de una mujer, y cuando me di cuenta, estaba desnudo y sin un centavo. Me dejé flotar en el vaivén de las olas, y cuando volví en mí, me hacían respiración artificial. Definitivamente, no puedo dejarme solo.


EL ASESINO
Juan José Arreola
México (1918-2001)

Ya no hago más que pen­sar en mi asesino, ese joven imprudente y tímido que el otro día se me acercó al salir del hipódromo, en un momento en que los guardias lo habrían hecho pedazos antes de que alcanzara a rozar el borde de mi túnica. Lo sentí palpitar cerca de mí. Su propósito se agitaba en él co­mo una cuadriga furiosa. Lo vi llevarse la mano hacia el puñal es­condido, pero lo ayudé a contenerse desviando un poco mi cami­no. Quedó desfalleciente, apoyado en una columna. Me parece haberlo visto ya otras veces, rostro puro, inolvidable entre esta muchedumbre de bestias. Recuerdo que un día salió corriendo un cocinero de palacio, en pos del muchacho que huía robando un cuchillo. Juraría que ese joven es el asesino inexperto y que moriré bajo el arma con que se corta la carne en la cocina. El día en que una banda de soldados borrachos entró en mi casa para proclamarme emperador después de arrastrar por la ca­lle el cadáver de Rinomeros, comprendí que mi suerte estaba echada. Me sometí al destino, abandoné una vida de riqueza, de molicie y de vicio para convertirme en complaciente verdugo. Ahora ha llegado mi turno. Ese joven, que trae mi muerte en su pecho, me obsede con su leve persecución. Debo ayudarlo, decidir su cautela. Hay que apresurar nuestra cita, antes de que surja el usurpador que lo traicione, dándome una muerte ignominiosa de tirano. Esta noche pasearé solo por los jardines imperiales. Iré lavado y perfumado. Vestiré una túnica nueva y saldré al paso del asesi­no que tiembla detrás de un árbol. En el rápido viaje de su puñal, como en un relámpago, veré iluminarse mi alma sombría.


AUSENCIA
Carlos Bégue
Argentina (1935)

Seducido por aquel ilusio­nista mitad hombre, mitad pingüino -con ojos en ascuas y frac de corte chapucero- el público se regocijó al ver a su ayudante trepar por una cuerda invisible que llegaba hasta la bóveda del teatro. Escéptico ante tamaña alucinación colectiva, saqué del bolsillo mi cámara fotográfica y al promediar la escalada oprimí el dispa­rador. Recién a medianoche ofició el revelado: la cuerda no exis­tía, el sirviente tampoco.


OBJETOS PERSISTENTES
José Miguel Oviedo
Perú (1934)

El hombre recuerda que, cuando era niño y estaba en el colegio, hizo una simple opera­ción aritmética en una hoja de papel cuadriculado y que, de algu­na manera, esa hoja desapareció y no pudo encontrarla jamás, lo que debió haberle creado algún problema entonces, porque siem­pre la imagen del papel volvía en sus recuerdos. Que agregue ahora que ese hombre soy yo (quienquiera que él sea) y que, estando en otra ciudad, un día muy ventoso, en el que veía cómo se formaban alrededor de mí remolinos que levantaban polvo y hojas secas, mi pie derecho pisó un papel que resultó ser el mismo papel de cuando era niño, con el mismo grueso cuadri­culado y la misma operación matemática escrita con rala tinta azul, ya un poco corrida y con manchones de lluvia, y con las esquinas dobladas y amarillentas por el sol, pero perfectamente reconocible, inconfundible, el mismo objeto por tantos años deseado; todo esto va a resultar absolutamente increíble, desechado como físicamente imposible, aceptado sólo como una absurda invención. Eso no me sorprendería; lo que me sorprende es que pueda mirar otra vez mi letra de niño y saber que es mía, tan trabajosa­mente dibujada y como colgada de los cuadrados, con mi firma debajo (yo firmaba todo entonces, con una rúbrica imitada de mi padre), y que el resultado de la operación aritmética sea correcto y que me ayude a resolver un inesperado problema financiero que me acaba de surgir, inesperadamente, esta semana...