15 de febrero de 2009

Osvaldo Bayer: "Las novelas, aunque no busquen ser un código de moral, pueden servir para que alguna vez el amor derrote a la tragedia"

Osvaldo Bayer (1927) es un historiador, periodista y ensayista cuyo pensamiento crítico unido a una escritura vigorosa le han otorgado un espacio propio entre los intelectuales argentinos, distanciado de la cultura oficial y en más de una ocasión en la soledad. Su obra como historiador ha representado un valioso aporte al conocimiento de la vida argentina, "desnudando la banalidad de lo perverso, la pornografía de las armas y la obscenidad del privilegio", como él mismo ha dicho. Como periodista se desempeñó en los diarios "Noticias Gráficas", "Esquel", "Clarín" y actualmente colabora en "Página/12" y en diversas revistas. Bayer es titular de la cátedra de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y Doctor Honoris Causa de la Universidad del Comahue. Es autor de los ensayos "Radowitzky, mártir o asesino", "Los rebeldes de Jacinto Aráuz", "Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia", "Los anarquistas expropiadores y otros ensayos", "Rebeldía y esperanza", "La Rosales, una tragedia argentina", "En camino al paraíso", "La Patagonia rebelde" (cuatro tomos), "Exilio" (junto a Juan Gelman) y "Fútbol argentino". Es además el autor de los guiones cinematográficos de una docena de películas realizadas en Argentina, Alemania, España y Holanda, y del libro de poemas "Los cantos de la sed". En 2001, convencido de que aunque "las novelas no busquen ser un código de moral, pueden servir para que alguna vez el amor derrote a la tragedia", Bayer presentó su primera novela, "Rainer y Minou", cuyos protagonistas son una joven judía, cuya familia ha escapado del nazismo, y un alemán, hijo de uno de los verdugos más temibles de Auschwitz, a quienes el autor conoció personalmente durante su exilio en Alemania. Por ese motivo, los periodistas Raquel Angel y Alberto Guilis lo entrevistaron para el nº 4 de la revista "Locas. Cultura y Utopías" de octubre/noviembre de 2001.Se sabe, de entrada, que lo que se cuenta en "Rainer y Minou" es algo que ocurrió. Eso produce un doble efecto: por un lado, el sufrimiento de los personajes, sobre todo el de Rainer, se vuelve, en ciertos momentos, intolerable; por otro, la frontera que divide la realidad de la ficción se va adelgazando hasta casi des­aparecer. En ese punto, la novela adquiere el peso de un documento histórico. Ya no se puede separar el amor trágico entre Rainer y Minou de la tragedia mayor en que se inscribe.

Bueno, a esta no­vela yo la había defini­do como "una realidad literaria", pero el editor me sugirió que le pusiera "novela", por­que si no iba a parecer un ensayo sobre litera­tura. Yo no creo que sea una novela, sino un relato de algo vivi­do, en el que se mezclan cier­tas reglas del género histórico. De todos modos, me dejé llevar y entré en la literatura con todo. Fue como una especie de torrente. Me di cuenta de que ésa era la única manera de poder contar lo que yo había vivido con Rainer y Minou, esa amistad tan profunda que tuve con ellos, especialmente con Rainer. El era un ser excepcio­nal, de una sensibilidad incre­íble, un tipo extraordinario.

Extraño, ¿no?, porque a la vez cargaba con el estigma de ser hijo de uno de los mayores genocidas de Auschwitz.

Eso lo atormentó toda su vida, lo fue destruyendo poco a poco y lo llevó, por fin, a esa muerte terrible que eligió. Rai­ner no soportaba su origen. Quería pagar no sólo por los crímenes de su padre, sino por todos los crímenes que co­metió el nazismo con­tra el pueblo judío. An­te el horror del mundo, él se refugiaba en la música, en la literatu­ra, en los poetas ro­mánticos alemanes. Amaba a Heinrich von Kleist, recitaba a Hölderlin. ¿Quién recita a Hölderlin en estos tiem­pos donde sólo impor­tan los negocios?

Pero Rainer no pudo "per­manecer con la cabeza descu­bierta ante la tempestad de los dioses", como reclamaba Hölderlin. Terminó arrasado por esa tempestad.

Eso es lo que me da tanta pena del pueblo alemán, ¿no? Habiendo producido tantos ti­pos de una grandeza impresionante: Schumann, Schubert, Goethe, von Kleist, ¿Cómo pudo ocurrir lo que ocurrió?

Quizás eso tenga que ver no sólo con Alemania, sino con la violencia constitutiva de los Estados modernos, con el des­pliegue de la ciencia y de la técnica separadas de la ética, con la razón instrumental que, como analizaron Adorno y Horkheimer, "sirve a cualquier fin" y, fundamentalmente, con el desarrollo del capitalismo, una de cuyas estrategias de poder es, precisamente, el genocidio. Habría que pensar el Holocausto en ese contexto.

De todos modos, pienso que el pueblo alemán nunca va a poder superar lo que pasó durante el nazismo.

El tema de la culpa es algo central en tu novela. Aparece como desplazamiento en el ca­so de Rainer, que carga sobre sí los crímenes cometidos por su padre y termina suicidán­dose. Aparece en los judíos que aceptan indemnizaciones y reparaciones económicas. Y aparece, también, en la socie­dad alemana, que pide perdón y paga. ¿Qué pasa hoy con el alemán medio en relación a la culpa? ¿Siente aún el peso o es un problema que afecta sólo a las generaciones mayores?

El tema de la culpa se siente muchísimo en la parte académica y en la enseñanza. De eso se habla en la escuela primaria, en la escuela secun­daria y en la universidad. Cada fecha, por ejemplo la liberación de Büchenwald, es recordada con una clase especial, igual que la liberación de todos los campos de concentración. Las clases se dan en el lugar donde ocurrieron los hechos, es decir, en los mismos campos. El caso de Auschwitz ocupa un lugar preferente en la enseñanza. Una vez por año, cada grado de cada escuela se traslada hasta Auschwitz, que queda en Po­lonia, desde cualquier punto de Alemania, aun desde Baviera, que es la región más ca­tólica y más reacia a recordar ese pasado.

Eso parece formar parte de un proceso de construcción de la memoria. Más que con la culpa, parece relacionarse con una necesidad de cultivar la memoria.

Sí, pero es una memoria donde evidentemente está la culpa, porque si no, no se recordaría nada. Todos los días hay algo sobre el Holocausto, todos los días hay algo sobre el nazismo y el aniquilamiento de los judíos. Los intelectuales han colaborado mucho en esta reconstrucción de la memoria. El único que ha dicho: "Bueno, acabemos con este tema", fue Martin Walser, el escritor.

Y no se trata de un negacionista.

No, no; todo lo contrario. Pero quiso ponerle término a algo que, a su juicio, resultaba bastante pesado. El argumentó que no se podía estar todos los días con el tema de Auschwitz y la muerte de los judíos. Entonces se generó una discu­sión abierta, en la que partici­paron todos los órganos de difusión y todos los intelectua­les y los políticos. Fue una polémica muy brava.

¿Cuándo ocurrió esto?

El año pasado. ¿Qué le estaba diciendo Walser al pue­blo alemán? Le decía algo así: "Bueno, señores, ya pagamos, no vamos a seguir todos los días golpeándonos el pecho". En ese debate, Walser fue de­rrotado. No encontró la de­fensa de nadie. Lo que pasa es que hay como una efervescen­cia en la sociedad alemana res­pecto de los años del nazismo. Lo ves en la televisión, lo ves en los libros que se publican. El tema que lee el alemán medio es el que se refiere a esos doce años de nazismo, la mayoría de los "best-sellers" giran en torno a la época de Hitler. Hay una enorme curiosidad por saber. Cuando la tele­visión pasa un documental sobre Hitler, la gente se pre­gunta: "¿Pero cómo nuestros abuelos pudieron aceptar el mando de este tipo?". Son cosas incomprensibles. Vistos desde hoy, parecen marionetas ridículas, figuras de opereta. Como el gordo Göering, que se ponía uniformes de distintos colores, según la ocasión. Un tipo de circo. Ahora, los nietos no pueden entender. Y dicen: "Los de esa generación estaban totalmente locos".

Es un fenómeno realmente curioso, porque después de la guerra, y durante mucho tiem­po, los alemanes no querían hablar del pasado. Había un gran silencio en relación al tema.

Recién se empezó a hablar a partir de la revuelta estu­diantil del '68. Fueron los jóve­nes los que comenzaron a cuestionar todo, a preguntar, a investigar. Querían saber cómo el nazismo había sido posible. Y eso fue creciendo. Hoy no pa­sa un día sin que algún canal exhiba un film sobre esa épo­ca. Ahora todo resulta incom­prensible, absurdo: esa Alema­nia de 1933, el triunfo de Hitler, sus discursos, sus gestos de autómata, las legiones mar­chando a paso de ganso, toda esa cosa de circo romano. Pa­rece algo de locos.

¿Qué pasa con los alum­nos cuando los llevan a ver los campos de concentración? ¿Cómo los atraviesa la expe­riencia?

Ellos tienen una actitud de absoluto respeto por las víc­timas, por su sufrimiento. Pero esa juventud de colegios se­cundarios no se siente respon­sable, lo toma como cosa del pasado. La que se siente más involucrada es la generación de los cincuenta años para arriba. Existe una cosa de absoluta depresión cuando se menciona el tema entre los mayores.

Eso aparece claramente en tu novela: cómo el pueblo alemán viene procesando su culpa en relación con el ge­nocidio.

Hay una gran honestidad en eso. No es la cosa oportu­nista de decir: "Bueno, ahora nos hacemos los simpáticos". Por ejemplo, la Iglesia luterana se ha metido profundamente con el tema de la culpa colecti­va. Ellos plantean que el Ho­locausto fue un crimen terrible y que la gente se calló la boca y miró hacia otro lado. De esa culpa se hacen cargo.

Respecto de la responsabi­lidad colectiva, hay una gran diferencia entre Alemania y la Argentina. Acá, a nivel social, el tema no existe. Es algo de lo que no se habla. Nadie se sien­te responsable o, digamos, in­volucrado de algún modo en lo que ocurrió durante la dicta­dura. En la Argentina, la socie­dad se puso afuera de lo que pasó.

Exactamente. Pero la cul­pa de eso la tiene nuestra de­nominada democracia. Cuan­do los militares se caen, des­pués de la derrota en Malvinas, son los partidos políticos -radi­cales y peronistas- los que les piden que sigan en el mando. El argumento era que ellos tenían que organizarse y que para eso necesitaban tiempo. Entonces, entre la pérdida de Malvinas y las elecciones pasó un año y seis meses. En ese lapso, los militares pudieron recuperarse, se quemaron los archivos y todo lo demás.

La transición sirvió para eso.

La transición, claro. Y des­pués vino ese juego gatopardista de Alfonsín, ¿no? La teoría de los dos demonios, junto con la teoría de las víctimas inocentes. Todo escrito y firmado por el señor Ernesto Sábato. Bueno, todo eso contribuyó a que la sociedad argentina se sintiera ajena a lo que había ocurrido, es decir, no hiciera las reflexiones necesarias ni pudiera pensarse a sí misma en relación al pasa­do.

Tampoco se debatió el tema de las responsabilidades colecti­vas en el campo intelectual. Eso marca otra diferencia con lo que pasó en Alemania, donde el pro­blema fue tomado, de entrada, por los hombres de la cultura. El primero que lo planteó, ape­nas finalizada la guerra, fue Karl Jaspers. Su ensayo sobre la culpabilidad alemana produ­jo una enorme conmoción.

Y después vino la famosa querella de los historiadores, una discusión en la que intervi­nieron, además, filósofos y es­critores. Allí se abordaron, desde distintas perspectivas, las causas que habían llevado a Alemania al nazismo y al geno­cidio. Eso realmente llegó muy a fondo, fue debatido no sólo entre los intelectuales, sino en la televisión, en los colegios, en las universidades.

En tu novela, el problema de la culpa colectiva se articula con el tema de la reparación econó­mica. Uno de los personajes dice: "Los padres destruyeron, los hijos piden perdón y pagan". Más adelante se hace referencia a "esa Alemania genuflexa, que quería pagar los muertos en las cámaras de gas con dinero y prebendas". La culpa que se paga con dinero: ésa es la reflexión que surge.

Sobre el tema de las reparaciones, jamás hubo una voz en contra. No vas a encontrar ningún alemán que diga: "Eso está mal". O sea, es algo acepta­do unánimemente. Los partidos votados por el pueblo son los dos partidos que más han hecho para que se cumpla con la reparación monetaria. Por supuesto que hay un fondo po­lítico en esto. Quieren quedar bien con los Estados Unidos, que también trata de lavar su culpa y está impulsando última­mente las indemnizaciones a los trabajadores esclavizados durante el nazismo, la mayoría de los cuales son judíos.

El caso de la Ford y de la Mercedez-Benz, por nombrar sólo a dos de las empresas que usaron a los judíos como mano de obra esclava, mostró en un grado extremo la obscenidad capitalista.

Hubo una gran discusión alrededor del juicio que les hi­cieron a esas y otras empresas. Lo que causó escándalo fue lo que cobraron los abogados que llevaron adelante la causa: dos millones de dólares cada uno. Hasta los mismos judíos se indignaron: "¡No puede ser, esto es un negocio! Tendrían que haberlo hecho por amor a la jus­ticia y no para lucrar", dijeron. Hay que tener en cuenta que esos abogados ya cobraban un sueldo de la colectividad judía o de las asociaciones de trabaja­dores esclavos. Esto contribuyó a que la repulsa fuera generali­zada.

En "Rainer y Minou" vos abordás la cuestión de la repa­ración económica desde diver­sos ángulos. Uno de los más complejos remite al debate que provocó el tema en la Argentina: el conflicto que vive quien acep­ta cobrar. Varios fragmentos de la novela aluden a eso. Por ejemplo, uno de los personajes, el guionista judío, dice: "Yo soy el gran corrupto, acepté todas las indemnizaciones alemanas". Y después reflexiona: "Nosotros, el único derecho que tenemos es gritarles en la cara 'asesinos', pero no cobrar 3.400 marcos por el asesinato de mi herma­no". Es muy fuerte eso, porque nos atraviesa a nosotros tam­bién, ¿no?

Claro. Yo no trato de justifi­car nada. Yo retrato nomás. Esa cosa de la reparación económica es un drama para los judíos, es una discusión a diario, entre los viejos y los hijos. Hay viejos que realmente no han aceptado ni cinco centavos, ni siquiera las pensiones a que tienen derecho, en Alemania, por haber trabaja­do o lo que fuera. No quieren ni un centavo. Y están también los otros, principalmente los judíos que viven en Alemania y cobran pensiones y reparaciones. Es decir, hay posiciones distintas en relación al tema. A mí eso me hace acordar mucho a lo que pasó en la Argentina, la discusión que hubo entre las Madres cuando se planteó la cuestión de la reparación económica.

Acá hay una cuestión diferente respecto de Alemania. El judío fue asesinado por judío. Murió no por lo que hacía y por lo que pensaba, sino por lo que era. El desaparecido, en la Argentina, fue asesinado por lo que hacía y por lo que pensaba. Había una elección allí. A ese hombre o a esa mujer los mata­ron porque luchaban por un mundo más justo. Cobrar por la muerte de quien murió pelean­do por lo que creía genera pro­bablemente más conflicto que la reparación económica cobrada por el padre, la madre o el her­mano que fueron enviados a la cámara de gas por el sólo hecho de ser judíos.

La diferencia que ustedes marcan es real. Sin embargo, para muchos judíos ese rasgo distintivo del Holocausto no constituye una justificación que les permita cobrar sin cargos de conciencia. Para ellos, es inaceptable recibir dinero del pueblo racista. Yo creo que el tema de la reparación económi­ca es de una enorme compleji­dad. Se juegan muchas cosas ahí.

Lo más visible es la culpa, que no sólo se relaciona con el crimen sino con la falta de justi­cia. Eso está claro en la Ar­gentina, donde primero se ab­suelve a los criminales y des­pués se ofrece dinero a las vícti­mas. En tu novela, es Rainer quien desnuda esta banalidad de lo perverso. "Les pagamos a las víctimas para que ellos acep­ten y así humillarlos de nuevo", dice. Resulta sorprendente que el hijo de un genocida pueda hacer esta reflexión.

En Alemania, hay otros hi­jos de genocidas que también han tomado conciencia de los crímenes del nazismo y hoy reniegan de sus padres. El hijo de Martin Bormann, por ejem­plo. Se hizo misionero en Africa y escribió, después, un libro maravilloso, donde habla de la solidaridad y del amor entre la gente y abomina del padre, que era una bestia. El caso más patético es el del hijo de Hans Frank que, cuando le hablan de su padre, dice: "Era el más miserable de los hom­bres de esta tierra". Frank fue el gran jefe de los cam­pos de exterminio en Polonia y murió en la horca, después del juicio en Nuremberg. Y ahora el hijo, que es uno de los mejores periodistas de Alemania, escupe sobre el cadá­ver de su padre.

El de Rainer es un caso extremo. El no sólo reniega de su padre sino que termina convertido en el chivo expiatorio de las culpas ajenas. Para la comunidad judía, el hijo de un genocida lleva el pecado en la sangre. El acepta el veredicto y termina suicidándose. Esto se relaciona con otro gran tema de tu novela: la imposibilidad de reconciliación entre víctimas y verdugos. La relación de Rainer y Minou pone en foco esa imposibilidad.

En el fondo, la sociedad ale­mana de hoy tampoco le per­donó a Rainer ser el hijo de un genocida. Cuando la prensa amarilla lo atacó por los críme­nes que había cometido el padre, la gente se calló la boca. No hicieron nada para salvarlo, para rehabilitarlo. Nadie fue capaz de defenderlo. Lo dejaron que se arreglara con su propio destino.

Tu libro pone en acto la barbarie mayor del siglo XX: el Holocausto. La densidad de la tragedia cruza todo el relato y atraviesa a los personajes, es­pecialmente a ese ser agónico que es Rainer. Da la sensación, al leerlo, que hay algo ahí que vos querés rescatar. ¿Por qué escribiste esta novela, Osvaldo?

Yo la escribí por él, por Rainer, por todo lo que sufrió y no merecía, porque era un hom­bre de lo mejor. Escribí esta novela contra la injusticia, con­tra la brutalidad de la vida, con­tra la ferocidad del mundo, con­tra el prejuicio. Todos mis libros son sobre la violencia y éste también lo es. Yo quería ser co­mo siempre: un pedagogo sin éxito. Pero también quería demostrar algo: ser verdugo es fácil, pero los que pagan las cul­pas son los hijos. Esa es un poco mi enseñanza.

Hay una suerte de re­paración moral ahí.

Sí, yo sentí esa necesidad cuando Rainer murió: reparar moralmente la injusticia co­metida contra un hombre. La novela fue escrita desde ese lugar.