7 de marzo de 2009

El Verne postrero y la idea del "eterno retorno"

En 1850, después de terminar los estudios de Derecho impuestos por su padre, Julio Verne (1828-1905) tomó la decisión de dedicarse profesionalmente a las letras. Pasó largas horas en la Biblioteca Nacional de París leyendo vorazmente las obras de Henri de Saint-Simon (1760-1825) y Charles Fourier (1772-1837) además de saciarse con los artículos científicos y geográficos que aparecían en "Le tour du monde" y en "Bibliothéque des merveilles", las publicaciones que dirigía el prestigioso editor Edouard Charton (1897-1890). Es por esta época cuando, encandilado por las increíbles alturas que alcanzaban por entonces la ciencia y la técnica, concibió el proyecto de crear "La novela de la ciencia", vertiendo todos los conocimientos adquiridos en relatos épicos, ensalzando el genio y la fortaleza del hombre en su lucha por dominar y transformar la naturaleza.
Después de algo más de una década dedicada a escribir comedias ligeras y a trabajar como docente y agente de bolsa, en 1863 apareció el primero de sus sesentidós "Voyages extraordinaires" (Viajes extraordinarios): "Cinq semaines en ballon" (Cinco semanas en globo), con el que también inició sus especulaciones filosóficas sobre los derechos del hombre, el triunfo ineluctable de la justicia y el sometimiento a los ideales mediante la construcción de arquetipos universales. Sin embargo, con el correr de los años su inicial optimismo sobre el devenir de la ciencia se fue atemperando hasta dar paso a concepciones radicalmente opuestas a las sugeridas en sus primeras páginas.
Antes de que se viese convertido en un inválido (por la agresión de su sobrino en 1886), antes de la muerte de sus seres queridos (su editor en 1886, su madre en 1887, su hermano en 1897), antes de comenzar a perder la vista y el oído, el mundo de Julio Verne había empezado a derrumbarse. Aquel sueño del burgués progresista, que veía en la revolución tecnológica el principio de una era de felicidad, la utopía saintsimoniana de que el hombre dejaría de explotar al hombre para explotar el planeta, se fueron desvaneciendo para dar paso a un mundo en el que los adelantos científicos no eran utilizados para liberar al individuo de sus ataduras, sino para ponerle otras nuevas y más fuertes.
Entonces se hizo notorio su desengaño. Mientras sólo vio en el progreso su aspecto positivo, esto es, los avances de la ciencia y de la técnica, sus obras respiraban un aire triunfalista revestido de optimismo: el hombre estaba conquistando el cosmos. Pero, cuando se asomó a la realidad social y tomó conciencia de la innata proclividad del hombre a servirse de las conquistas de la ciencia como arma para imponer sus apetencias individuales, afloró en sus obras el pesimismo. Se enfrentó entonces con el eterno problema del bien y del mal, planteado ahora en base a la manipulación del individuo por quienes no sentían escrúpulos en desviar el progreso hacia unas metas que no coincidían con las que los hombres de ciencia habían previsto. Así, el opti¬mismo exultante de sus primeras obras se fue apagando, dando comienzo a la etapa pesimista que, como la anterior, la optimista, no fue más que el reflejo de su tiempo. Es interesante señalar que el libro que marcó el giro en la obra verneana -"Les cinq cents millions de la Bégum" (Los quinientos millones de la Begum)- fue concebido por Pascal Grousset (1846-1909), un periodista de ideas comunistas que había sido desterrado luego de los sucesos de la Comuna de París, quien vendió el argumento original por 1.500 francos.
 

Fue a comienzos de 1905, tres meses antes de morir, que escribió la novela breve "L'éternel Adam" (El eterno Adán), un relato que se mantuvo inédito hasta 1910 y que se convirtió en una suerte de testamento intelectual de JulioVerne. La historia es sobrecogedora: un sabio de una civilización hiperdesarrollada del futuro, que domina el mundo y ha eliminado las guerras, sostiene la teoría de que la evolución del hombre, como la de las plantas y animales, ha sido siempre ascendente, hacia niveles superiores. Pero, examinando hallazgos paleontológicos descubre un manuscrito antiquísimo que explica cómo, en el siglo XIX de la Era Cristiana, un cataclismo hundió a los continentes en los mares, y cómo los supervivientes de la civilización industrial, en vez de mantener sus niveles de desarrollo, sufrieron un proceso regresivo, retrocediendo hacia el salvajismo. Así, el sabio del futuro ve cómo su idea optimista del mundo se le derrumba, de la misma forma que se le había derrumbado al propio Verne.
En el breve ensayo escrito por el novelista y periodista argentino Tomás Eloy Martínez (1934-2010), que sirve de prólogo a la edición publicada en Buenos Aires en 1975, puede leerse: "Para Verne, el planeta donde habita el hombre es ya sólo una cara del infierno, y su inevitable destino es el apocalipsis. En los parajes donde Dios no existe, la sociedad se organiza en amos y esclavos, en opresores y en víctimas, y la única redención posible son los cataclismos. 'El eterno Adán' refiere los pormenores de esa hecatombe. En las apacibles páginas iniciales de un diario descubierto a la vuelta de cuatrocientos siglos, se han esfumado ya las amenazas de la Ciencia, las contaminaciones de la atmósfera y los agravios de un pueblo contra otro. De pronto sobreviene el fin del mundo, veinte hombres se salvan, y la humanidad empieza a retroceder. En este páramo ocupado por el mar, por el silencio y por la voracidad de los vientres, Dios ha muerto al mismo tiempo que la escritura, la palabra y la condición humana".


La novela es, dice el autor de "El vuelo de la reina" y "El cantor de tango", "la más misteriosa de todas y, si uno se abre a sus infinitas posibilidades de lectura, advierte que cualquier realidad cabe en el laberinto de sus metáforas". Agrega luego: "El apetito del hombre no se satisface, piensa el zartog Sofr (protagonista de la historia), y su hambre perpetuo (hambre de poder, de progreso científico, de bienes de consumo) es lo que acabará por condenarlo a recomenzar eternamente en forma de vegetal, de reptil o de simio". La influencia nietzscheana, en efecto, es bastante evidente en "El eterno Adán": el principal personaje es un filósofo que, tras descifrar los documentos hallados en una excavación, cavila sobre la idea de un "eterno retorno". "Desgraciadamente -dice Verne-, está claro que la humanidad, de la que somos sus únicos representantes, va en camino a una veloz regresión y tiende a aproximarse a lo animal".
Durante la noche del 26 de agosto de 1883, Krakatoa -una pequeña isla situada en el suroeste de Indonesia- fue sacudida por una erupción volcánica que la destruyó casi en su totalidad. Junto con la erupción se produjeron maremotos que levantaron olas de hasta 35 mts. de altura y recorrieron distancias de hasta 13.000 km., causando la muerte de unas 36.000 personas en las costas de Java y Sumatra, y destruyendo una cantidad incalculable de propiedades. El estruendo de las explosiones se oyó a 4.800 km. de distancia. Sobre este episodio se basó Verne para su breve novela, contando las peripecias vividas por un pequeño grupo de personas que sobrevive a un gigantesco maremoto que ha borrado los continentes. A través del diario de una de ellas, encontrado muchísimos años después por el zartog Sofr-Air-Sr, el lector se entera que "después de la catástrofe el hombre se vio obligado a retomar su ascensión, hacia la luz, desde el pie de la montaña…". Algunos críticos contemporáneos han creído ver en el nombre del zartog Sofr-Ai-Sr un anagrama imperfecto de Zaratustra, el inmortal personaje de Friedrich Nietzsche (1844-1900), lo cual resulta verosímil al saber que, en sus últimos años, Verne leía con fruición al filósofo nihilista alemán.


En el final de la narración, Verne afirma: "Y, tal vez, después de todo, tampoco habían inventado nada los contemporáneos del redactor del relato. Tal vez, no habían hecho más que volver a hacer el camino recorrido por otras humanidades anteriores. El documento, ¿no mencionaba acaso un pueblo llamado Atlantes? A estos atlantes pertenecían, sin duda, los vestigios casi impalpables que las investigaciones de Sofr habían descubierto debajo del limo marino. ¿A qué conocimiento de la verdad habría llegado esa antigua nación cuando la invasión del océano la barrió de la tierra? Sea cual fuere su obra, nada subsistió de ella tras la catástrofe y el hombre había debido recomenzar desde abajo el ascenso hacia la luz... Pero, ¿llegaría jamás el día en que el insaciable deseo del hombre fuera satisfecho? ¿Llegaría jamás el día en que, habiendo terminado de escalar la montaña, pudiera descansar sobre la cumbre por fin conquistada?... Esto pensaba el zartog Sofr, inclinado sobre el manuscrito venerable. Por este relato de ultratumba, imaginaba el drama terrible que se desarrolla perpetuamente en el universo y su corazón estaba lleno de piedad. Desangrándose por los innumerables males que otros padecieran antes que él, agobiado por el peso de tantos esfuerzos vanos acumulados en el infinito de los tiempos, el zartog Sofr-Ai-Sr adquiría, lentamente, dolorosamente, la íntima convicción del eterno recomenzar de las cosas".