9 de junio de 2009

Entremeses literarios (LX)

MI METAMORFOSIS
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)

Es lógico que me haya despertado de mal humor, despertarse es siempre una condena. Por eso digo es lógico, y es lógico que me haya des­pertado y sobre todo de mal humor. Pésimo. Ni siquiera yo, que me soy tan condescendiente, me soporto. He decidido por eso ba­jar las calles hasta el río, patear las paredes, intensificar mi ira hasta que estalle y dejarme de hablar. Antes de salir quiero arreglarme, me miro al espejo y hasta me reconozco: es la misma nariz que he visto en unas fotos, la misma mirada taciturna. Me reconozco sin reconocimiento, sin darle gracias a nadie aunque tan mal no estoy después de todo y si apren­diera a sonreír hasta podría hacer el bien. Es que muchas veces recupero mi forma original, bastante humana: unas curvas cargadas de silencio, caderas con presa­gios. Son milagros que ocurren cuando algún desconocido me besa largamente, cuando alguna boca recorre con unción mi cuerpo y me dibuja. Es la única manera que tengo de rehacer­me: separando las piernas, dejándome aplastar y volviendo con horror a ser yo misma. Los resultados, eso sí, son poco duraderos. Hay un efecto de re­bote que me convierte de nuevo en un murciélago, en algo oscuro deslizándose en el silencio de las noches. Pero mientras el acto del amor me vuelve humana casi puede decirse que soy sabia y comulgo con el cosmos. Los gritos de placer que se me escapan se originan en el principio de las cosas y me siento primordial y pura como el agua. Esto pasa cada vez más raramente, cuando algún extraño -un viajero que no ha oído hablar de mi persona- se detiene un instante y me acaricia. Al principio soy aterciopelada y dócil como un gato de los buenos -no un gato de la muerte-. Poco a poco me voy recalentando y entro a aullar como un lobo de ti­nieblas. Si me besa más vale ni pensarlo, en seguida me pierdo en las delicias. Y después, con el tiempo, con cada movimiento de mi cuerpo, empieza lentamente mi gran metamorfosis. Es decir que me vuelvo una persona y provoco la huida del hom­bre a mi costado. Huye por las calles sin siquiera mirarme, sin saber que la culpa es sólo suya por usar pases mágicos mal lla­mados caricias. Un beso no se da impunemente: sin quererlo ha hecho una mujer y no lo aguanta. Tiene razón, qué cuernos. No hay por qué volverse épico cuan­do sólo se quiere pasar un buen momento. Un coito en un baldío, entre latas resecas, no es excusa ninguna para ahondar en las al­mas.


DE LAS LIEBRES
Thomas Browne

Inglaterra (1605-1682)

El dictamen más común consiste en decir que las liebres son (a la vez) machos y hembras por conjunción de ambos sexos, y ejemplos tales se encuentran entre los humanos, poéticamente llamados hermafroditas, que se supone que se han formado de la igualdad, o no-victoria de ambas simientes, llevando consigo las partes de la mujer y del hombre, bien que con gran variedad en su per­fección, sitio y habilidad; no sólo, como concibe Aristóteles, con una constante impotencia en uno, sino, como posteriores observadores afirman, a veces con facultad de ambos deleites.


DEDOS DE ACERO
Sergio Gaut vel Hartman
Argentina (1947)

Estaban en el lecho, desnudos, disfrutando la blanda pausa que sigue al amor clandestino. El Líder Carismático deslizó el dedo por la curva del seno de la Baronesa Candente y se detuvo en el pezón. Una corriente eléctrica circuló de piel a piel, recorrió el brazo y bajó por el pecho, pero se detuvo en el ombligo… y emprendió el camino inverso. El Líder abrió desmesuradamente los ojos cuando advirtió que sucedía algo anormal. Y se aterró cuando la corriente se resolvió en su cabeza con un estallido de hielo y fuego. La mano abandonó la divina región y aleteó como un halcón desesperado para aferrarse a la densa mata de cabello rojo.
- ¡No! -chilló la Baronesa.
Siguió chillando cuando supo que él estaba muerto, chilló con mayor intensidad cuando advirtió que no podía desenredar aquellos dedos de acero de su pelo y siguió chillando cuando recordó que la puerta estaba cerrada con llave.
- ¡Auxilio! ¡Venga alguien! ¡Está muerto, oh, Dios! ¡Está muerto!
- ¡Abra la puerta! -gritó desde el pasillo el Fiel Senescal.
- ¡No tengo la llave! -clamó desolada la Baronesa-. ¡Tiren la puerta abajo!
Hubo una pausa, seguramente destinada a orientar los hombros, y luego uno, dos, tres, cuatro, cinco empellones bien aplicados que hicieron saltar la puerta de sus goznes. Tres caballeros, precedidos por el Senescal, irrumpieron a los tumbos en la habitación. La Baronesa sonrió, sin tratar de cubrir su gloriosa desnudez. El Senescal tasó la situación y concluyó que lo mejor sería que el final de la historia fuera otro.
- No me suelta -dijo la Baronesa con inocencia.
- Eso veo -dijo el Senescal.
Dio tres pasos, se situó junto a la cama e intentó desengarfiar los dedos que mantenían sujeto el cabello de la mujer; no lo logró, por supuesto.
- ¡Por favor! -suplicó la Baronesa.
- Me estoy ocupando -dijo el Senescal con severidad.
Buscó la mejor solución y cuando la halló estiró el brazo hacia atrás. Un objeto se posó en su mano, pero él la movió de un modo ostentoso y sin dejar de mirar con fijeza el punto de contacto, la mantuvo abierta hasta que el asistente puso en ella la pistola. Luego de disparar, casi sin apuntar, dijo:
- Ahora sí, dame la tijera.


FILM
Ricardo Bernal
México (1962)

Los tres negros, lentes oscuros y dientes de oro, entran al restaurante chino cantando gospel. Cuando todos los comensales los miran, muestran sus revólveres y dicen las palabras mágicas: "Esto es un asalto, que nadie se mueva". Entonces, cuatro mafiosos rusos que comían tranquilamente sus sopas de cebolla, sacan las metralletas de sus estuches y encañonan a los negros. En la cocina, el chef busca la granada que tiene escondida en una de las alacenas. Afuera se oyen gritos, órdenes bruscas, el ejército alemán hace sus últimas maniobras: los toscos tanques entran como orugas por las principales arterias provocando el caos y el horror en las multitudes. De las tumbas de los cementerios cercanos y lejanos, comienzan a brotar zombis enloquecidos; huelen mal y no descansarán hasta comerse la última partícula de carne de la última vértebra del último esqueleto humano. De pronto los cielos se oscurecen: decenas de miles de platillos voladores han llegado a la Tierra; sus tripulantes, pegajosos y azules, mueven sus tentáculos y preparan sus sofisticadas armas de rayos láser para la guerra de conquista. En su hipogeo secreto, el lóbrego sacerdote lee en voz alta un libro de conjuros: Yog-Sothoth y Cthulhu despiertan de su letargo de eones y se filtran lentamente desde otro plano dimensional... Arriba, en su sala de controles, Dios se pone un guante blanco, abre una puertita transparente y se dispone a apretar, de una vez por todas, el botón rojo que destruirá para siempre este mundo tan aburrido.


KAMMAPA, EL MONSTRUO TRAGADOR
Ana María Shua

Argentina (1951)

Una leyenda bantú describe (o tal vez no des­cribe) a un monstruo amorfo llamado Khodumodumo (pero algunos lo llaman Kammapa). Este ser comienza por comerse a una persona que se atreve a entrar en sus dominios, devora después a los guerreros que van a rescatar a la primera vícti­ma y avanza sobre la aldea, tragándolo todo a su paso. Kammapa hace desaparecer en su vientre sin límites a los árboles, cabras, gallinas, casas, sem­brados, personas y también al sol y la luna. La tie­rra queda informe y vacía. Un niñito -en algunas versiones es la mujer embarazada que lo dará a luz- se salva ocultán­dose en la ceniza. Mágicamente adulto en un ins­tante, el niño abre con su espada el vientre de Kammapa y un alarido le responde: sin querer le ha cortado la pierna a uno de los hombres que es­taban en su interior. Así salva a su pueblo y restau­ra la forma del universo, pero se gana un enemigo mutilado que ha jurado venganza para siempre. Esta historia no es imposible: yo misma tengo una pequeña cicatriz en la cara provocada por el bisturí que tajeó el útero de mi madre.


LA URNA
Brahim Darghouthi
Túnez (1966)

Aquel día, largas colas de gente que se rechazaban con codos y espaldas, se formaron desde temprano delante de la puerta. Todos gritaban como si estuvieran al borde del Juicio Final. Luego, uno tras otro, penetraron en una espaciosa sala donde se hallaban numerosas personalidades. Eligieron entre las boletas rojas, amarillas, blancas, verdes, azules, naranja, violeta y rosa, luego pasaron frente a la urna cristalina, depositando su elección en ella. Tras contemplar largo rato la cadena dorada que aseguraba la boca de la urna al arco iris, atravesaron la puerta y salieron de la vasta sala. Al anochecer, la urna fue llevada en andas, como una recién casada, y para poder hacer el recuento se retiró la cadena. Lo verdaderamente extraño fue que la tarea de los importantes personajes encargados de clasificar las boletas no resultó para nada agotadora. La realizaron fácil y precipitadamente, porque el arco iris se había vuelto de un solo matiz: un gris lúgubre…


LA PLEGARIA DEL BUZO
Giovanni Papini
Italia (1881-1956)

El mismo día que cumplí dieciocho años, mi padre me llamó y me dijo, con la debida gravedad:
- Nuestro Señor quiere que todos los hombres realicen en la tierra su trabajo. No ama a los que miran, sentados en el lindero de los campos, cómo trabajan los sembradores y los que aran. Es preciso, pues, que tú elijas libremente un trabajo que dé un fin y un sentido a tu vida. Cualquiera que sea el que elijas, te prometo que no he de ponerte obstáculos. Por lo tanto, decide y habla.
Y yo, que reverencio profundamente a Nuestro Señor y obedezco siempre a mi padre, respondí:
- Mi elección ya está hecha. Me haré buzo.
Mi padre se puso un poco pálido, pero contestó en seguida:
- Hágase tu voluntad.
De este modo, desde aquel día, fui buzo. Durante muchos años he vivido solo y en silencio en las aguas profundas. He habitado todos los mares, he explorado todos los oceános, he descendido a todos los abismos. He encontrado cascos de galeras con las viejas áncoras despuntadas, llenas de monedas de oro cuyas efigies se hallaban corroídas por el agua; grandes monstruos luminosos, con enormes ojos blancuzcos, me han iluminado con su resplandor irreal; largos cuerpos verdosos, semejantes a los de las sirenas me han acariciado; he penetrado en las bocas oscuras de volcanes sumergidos; he pisado el suelo de las Atlántidas desaparecidas; he encontrado en las hendiduras cadáveres de naúfragos; me he debatido entre los tentáculos de pulpos colosales, y he llevado a la luz montones de maravillosas perlas, de extrañas conchas, de árboles fosforescentes y los puñales que tiran al mar, por la noche, los tremebundos homicidas; las sortijas de los Dux y la aúrea copa del rey de Thule... Llegó, pues, un día en que ya conocía todas las profundidades marinas, todos los valles de los oceános, todos los abismos más tenebrosos y los tesoros más ocultos. Llegó un día en que ya estuve impregnado de todos los perfumes salinos, y supe todos los ritmos de las olas y todas las sinfonías de las tempestades. Y entonces pensé que Nuestro Señor podía estar satisfecho de mi obra y decidí volver a mi ciudad, entre los seres terrestres que había dejado hacía muchísimos años.



AMOR CIBERNAUTA
Diego Muñoz Valenzuela
Chile (1956)

Se conocieron por la red. El era tartamudo y tenía un rostro de neanderthal: cabeza enorme, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella estaba inválida del cuello hacia abajo y dictaba los mensajes al computador con una voz hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual, similar aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. El le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa. El le narraba con gracia su agitada vida social, burlándose agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones pormenorizadas de sus giras por el mundo con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.


EL CIERVO ESPECTRAL
William Burroughs
Estados Unidos (1914-1997)

Después, justo frente a él, vis­lumbró un animal que a primera vista le pareció un ciervo pequeño. El animal se acercó a su mano extendida, y entonces observó que carecía de cuernos. Tenía el hocico largo y él pu­do entrever unos dientes afilados con forma de pequeñas ci­mitarras. Las patas largas y flacas terminaban en dedos como cables. Las orejas eran grandes, echadas hacia delante; en los ojos, de un ámbar límpido, flotaba la pupila como una jo­ya reluciente que cambiaba de color con cada fluctuación de luz: obsidiana, esmeralda, rubí, ópalo, amatista, diamante. Lentamente, el animal levantó una pata y tocó su rostro, agitando los recuerdos de la antigua tradición. Mientras las lá­grimas le anegaban la cara, acariciaba la cabeza del animal. Sabía que tenía que regresar a la colonia antes de que oscurecie­ra. Siempre hay algo que un hombre debe hacer a tiempo. Pa­ra el ciervo espectral, el tiempo no existía.


PAQUIDERMO
David Lagmanovich
Argentina (1927)

Han comenzado a llegar los paquidermos, esos raros animales de grandes orejas y larga trompa, a los que miro con curiosidad mientras ellos a su vez me devuelven una mirada asombrada, sin tener ni demostrar miedo. Hay uno que se dedica a observarme, como si yo representara un vestigio de épocas pasadas. Sé que tienen la piel muy dura y resistente, pero, dado su tamaño, no creo que puedan subsistir en estas duras condiciones climáticas. Son demasiado pequeños comparados con nosotros. O conmigo, pues tal vez yo sea el último de mi tribu y hasta de mi especie, y esté condenado a desaparecer. Si eso sucede, dejaré el territorio a merced de estos seres patéticos, mientras yo me hundo en el fango y muero. Nadie sabrá jamás -ni siquiera esa bestia diminuta, el elefante- que he sido el último dinosaurio vivo sobre la superficie de la tierra.