30 de junio de 2009

Katherine Mansfield: una chica cansada (2)

De modo que, gracias a (o a pesar de) Murry, lo cierto es que Katherine Mansfield dejó una huella imborrable en la literatura de habla inglesa, constituyéndose en uno de los pilares del modernismo y dejando tras de sí muchos y entusiastas seguidores. Uno de ellos, el uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994), escribió el artículo "Katherine y ellas" que firmó con su seudónimo Periquito el Aguador y publicó en el semanario "Marcha" de Montevideo el 18 de agosto de 1939. Allí dice: "Las publicaciones europeas muestran que también por allá la literatura femenina crece, expandiendo sus armoniosas líneas: Mme. Simone es bautizada 'la nueva George Sand'. Otras estrellas surgen con su luz sonriente. Pero algo que comenzó con Katherine Mansfield permanece detenido: una verdadera literatura de mujer. Aparte de su talento, K. Mansfield debe su triunfo a esto: por primera vez, y por última, hasta ahora -pese a la legión de 'bas-bleu' anteriores y posteriores- una voz de mujer dijo de un alma de mujer. Katherine Mansfield tuvo mucho de milagro: no fue cursi, no fue erudita, no se complicó con ningún sobrehumano misticismo de misa de once. Otro secreto: era como los hombres se imaginan a las mujeres que aman. Con esto de las doblemente bellas letras femeninas, está sucediendo algo curioso. Antes las mujeres se dedicaban casi exclusivamente a la poesía. Cantaban al amante, a Dios, a los árboles y a los recién nacidos. A unas les salía bien y a otras mal. Cada comarca tenía su poetisa oficial y todos muy contentos. Pero ahora las cosas se han complicado. En cierto sentido, podría decirse que las mujeres son las nuevas ricas de la cultura. Aunque no sólo ellas, está claro. Hay superabundancia, plétora de mujeres intelectuales. Casi todas las muchachas que leen y escriben, se abruman con la obligación de hacer versitos y publicarlos. Las que no sólo leen de corrido, las mujeres de sólida cultura que hasta dan conferencias y todo, ésas no se conforman con la estructuración de sonetos de catorce versos, describiendo la fuerza de perturbación erótica que poseen los ojos verdes del amado. Escriben sobre Cristo, Marx, el Cosmos o la técnica del autor del Bisonte de Altamira. Y todo -que si se mira comprensivamente es ya bastante- empleando el estilo más tenebroso, espeso e imaginero que pueda concebirse, a razón de dos citas por párrafo y una pareja de adjetivos para cada nombre. En esta excesiva riqueza, naufragaron las jerarquías. Ya no sabemos a ciencia cierta, como en los buenos tiempos pasados, cuál es nuestra primera poetisa, ni cuál la alta filósofa del Plata, ni qué blanca mano esgrime la vara máxima, severa y medidora de la Crítica".La novelista y crítica británica Virginia Woolf (1882-1941) no pudo ocultar la incomodidad que le producía Katherine Mansfield. Ello se desprende de las anotaciones en su Diario después de una primera visita: "En verdad, al primer golpe de vista me sentí un poco molesta por su ordinariez: esos rasgos tan duros y vulgares. Sin embargo, cuando esta impresión se atenúa, ella se muestra tan inteligente y enigmática que recompensa la amistad que se le brinda". En enero de 1923, pocos días después de la muerte de la autora de "The woman at the store" (La mujer del almacén) y "The young girl" (La chica cansada), agregó: "Cuando empecé a escribir me pareció que no tenía sentido hacerlo. Katherine no podrá leerlo. Katherine ya no es mi rival. Estaba celosa de su escritura -la única de que haya estado celosa jamás-, en esta escritura yo veía, tal vez por celos, todos los rasgos de carácter que me desagradaban en ella. Nunca consideré lo suficiente su sufrimiento físico ni cuánto contribuyó a amargarla".
En 1927, en ocasión de la aparición de "Los Diarios de Katherine Mansfield", escribió el ensayo "A terribly sensitive mind" (Una mente tremendamente sensible), dedicado a Mansfield. En él decía: "Middleton Murry dice que los más notables escritores ingleses de relatos cortos están de acuerdo en admitir que Katherine Mansfield era una narradora 'fuera de concurso'. Nadie la ha superado y ningún crítico ha sido capaz de definir cuál era su especial cualidad. De todos modos el lector de su diario no tiene porqué preocuparse por tales cuestiones. Lo que nos interesa en el diario no es la calidad de su escritura ni el grado de su fama, sino el espectáculo de una mente -una mente tremendamente sensible- que recibe, una tras otra, las azarosas impresiones de ocho años de su vida. Su diario fue una compañía mística. En el diario, Katherine Mansfield fue anotando hechos -el tiempo, un compromiso-; pergeñó escenas; analizó su propio carácter; describió una paloma, un sueño o una conversación; no podía haber nada más fragmentario, más privado. Tenemos la impresión de estar contemplando una mente que se halla a solas consigo misma; una mente que piensa tan poco en un público que de vez en cuando recurre a una especie de taquigrafía particular, o tal como acostumbra hacer el pensamiento en su soledad, se divide en dos y habla consigo mismo. Katherine Mansfield habla de Katherine Mansfield. Pero en cuanto todos esos retazos empiezan a acumularse nos encontramos dándoles una dirección, o, más probablemente, recibiéndola de la propia Katherine Mansfield".
"¿Desde qué ángulo está contemplando la vida mientras permanece ahí, sentada, tremendamente sensible, registrando una tras otra todas esas variadas impresiones?" pregunta Virginia Woolf. Y responde: "Katherine Mansfield es escritora, una escritora nata. Todo cuanto experimenta, oye o ve no es fragmentario y disperso, sino que pertenece unitariamente a la escritura. A veces encontramos un apunte destinado directamente a ser una narración. 'Cuando escriba sobre el violín debo recordar ese modo de subir levemente y de hundirse lastimeramente; el modo como busca', anota. O bien, 'Lumbago. Es algo muy extraño. Tan inesperado, tan doloroso; debo recordarlo cuando escriba sobre un viejo. El gesto de levantarse, la pausa, la expresión enfurecida, y, cómo, por la noche, en la cama, uno tiene la impresión de quedar confinado'. Otras veces es el instante fugaz el que, de repente, cobra significación, y se apresura a esbozarlo, como si quisiera preservarlo. 'Llueve, pero el aire es suave, cálido, humoso. Grandes goterones caen salpicando las lánguidas hojas, las flores del tabaco se doblan. De pronto se oyen unos crujidos en la hiedra. Wingly viene del jardín vecino; salta la cerca. Y delicadamente, levantando las patitas, irguiendo las orejas, temeroso de que la gran ola le alcance, sale chapoteando del lago de hierba verde'. El perro flacucho, tan esquelético que su cuerpo parece 'una caja sostenida por patas de palo', corre calle abajo. En cierto sentido, Katherine Mansfield siente que el perro es la calle. Y en todos estos fragmentos creemos hallarnos en medio de narraciones inacabadas; aquí vislumbramos un principio, allá un fin. Sólo necesitan un lazo de palabras para que queden listas".
Los conflictos físicos y existenciales de sus últimos años aparecen descriptos con especial intensidad en su "Diario", que revela, entre otras cosas, no solo su problemá­tica con respecto a la creación literaria sino también una lucha constante entre su creciente deterioro físico, que ya la había sumido en la invalidez, y la necesidad perentoria de dejar una obra orgánica, no fragmentaria. Uno de sus proyectos no realizados fue la escritura de una novela autobiográfica, que habría de titularse "Karori", el nombre de un pueblo cercano a Wellington donde vivió de chica con su familia. Bajo ese título pensaba reunir aquellos cuentos largos en los que aparecía la familia Burnell, esto es, "Preludio", "At the bay" (En la bahía) y "The doll's house" (La casa de muñecas). "Realmente sólo pido tiempo para escribir todo eso... tiempo para escribir mis libros. Entonces no me importará morir", consignó el 19 de mayo de 1919. Nunca llegó a concretarlo.
El interés de Katherine Mansfield por publicar una novela se remonta hasta 1906, cuando empezó a escribir una novela llamada "Juliet" que narraba la vida de una estudiante neocelandesa en Londres. Pero nunca la terminó. Siete años más tarde planeó una nueva novela, la que iba a tener treinta y dos capítulos y se iba a llamar "Maata" en homenaje a una compañera de estudios con la que tuvo una experiencia lésbica, pero sólo escribió dos capítulos y la abandonó. En diciembre de ese mismo año -1913- empezó otra, titulada "Young country" (País joven), que transcurría en Nueva Zelanda, pero también renunció al proyecto en el segundo capítulo. Finalmente, en 1916, consiguió terminar una narración extensa a la que en un primer momento consideró una novela. Se titulaba "The aloe" (El aloe) y mostraba la vida de la familia Burnell. Pero poco tiempo después dejó de gustarle y la reestructuró hasta convertirla en el relato "Preludio".
Mansfield escribió notas en su Diario desde 1909 hasta unos meses antes de su muerte, aunque con muchas interrupciones. Siendo adolescente anotó: "Otra gente no se detiene a mirar las cosas que yo quiero mirar, o, si lo hacen, se detienen para complacerme o para no irritarme o para mantener la paz. En realidad sólo disfruto de una 'diversión perfecta' cuando estoy sola". Sin embargo, en otras ocasiones la soledad la atormentaba: "¿Por qué no tengo un verdadero hogar, una verdadera vida, por qué no tengo una niñera china con pantalones verdes y dos niños que corran hacia mí y me abracen las rodillas?".
Aún estando muy enferma, Mansfield le destinaba más energía y tiempo a la literatura que a cualquier otra cosa. Leía a William Shakespeare (1564-1616), a Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) -de quien escribió: "Era lo suficientemente grande como para ser lo suficientemente simple y decir lo que todos sentimos y no decimos"- y a Marcel Proust (1871-1922) -al que calificó como "¡El mejor novelista que haya existido nunca!"-, entre otros autores. Mientras tanto cuestionaba su propia obra. En una de sus últimas anotaciones apuntó: "No he escrito una palabra desde octubre y no tengo intención de hacerlo hasta la primavera. Quiero tener mucho material, estoy cansada de mis cuentitos pequeños como pájaros enjaulados".
En otro pasaje dice: "Hay tanto que hacer y hago tan poco. Aquí la vida casi sería perfecta si siempre que pretendo trabajar lo hiciese de verdad. Fíjate en los cuentos y cuentos que sólo esperan un toque... Mañana. Pero fíjate en esta mañana, por ejemplo. No tengo ganas de escribir nada. Hace un día gris, plomizo, triste. Los cuentos parecen algo irreal, algo que no vale la pena escribir. No quiero escribir; quiero vivir. ¿Y qué quieres decir con eso? No resulta fácil explicarlo. ¡Ves, ya volvemos a estar en lo mismo!".
Virginia Woolf, en el ensayo citado, observó: "Efectivamente, ¿qué quiere decir con eso? Nadie ha sentido con mayor seriedad que ella la importancia de escribir. En todas las páginas del diario, a pesar de ser instintivas, rápidas, su actitud hacia su obra es admirable, sana, cáustica y austera. No hay chismorreos literarios, ni vanidad, ni celos. Aunque durante los últimos años de su vida debió tener conciencia de su éxito, no hay la menor alusión al respecto. Sus propios comentarios a su obra siempre son penetrantes y despreciativos. Sus narraciones necesitaban riqueza y profundidad; y sólo estaba 'rozando la superficie, nada más'. Pero escribir, la simple expresión adecuada y sensible de las cosas, no basta. La escritura se basa en algo inexpresado y ese algo debe ser sólido y entero. Bajo la presión desesperada de su acuciante enfermedad, Katherine Mansfield emprendió una búsqueda curiosa y ardua, de la cual sólo tenemos algunos destellos, y éstos difíciles de interpretar, en pos de la cristalina nitidez que se precisa para escribir auténticamente".
En su corta vida, Katherine Mansfield logró convertirse en una aguda observadora de las conductas humanas y de la naturaleza, con la habilidad suficiente como para captar los pequeños detalles que vuelven significativas las historias más triviales. Las descripciones de sus cuentos alcanzaron una precisión y una plasticidad admirables, emparentándola con el autor de "Dubliners" (Dublineses), el irlandés James Joyce (1882-1941), quien junto a nuestra autora, conformó el duo de escritores en lengua inglesa que mejor captó las recomendaciones de Chejov en el sentido de reflejar el colorido y la expresividad de las descripciones de la naturaleza por medio de la sencillez de las frases simples.
Según D.H. Lawrence (1885-1930), el pariente literario más cercano a Mansfield era Charles Dickens (1812-1870), por el modo en el que ambos captaban los detalles pero, fundamentalmente, por el tipo de humor que desplegaron en sus textos. Para el antes mencionado C.K. Stead, la prosa de Mansfield se destacó por "una indefinible y abarcadora frescura, como si cada oración hubiera sido creada al salir el sol de un hermoso día". Y opinaba que lo que constituía una de las cualidades más admirables de su prosa era "un sentido artístico indiferenciable del sentido crítico, algo que es simplemente el sentido crítico en acción".
"Tras cinco años de lucha -culmina Virginia Woolf en su artículo- abandonó la búsqueda de la salud física sin desesperación, pensando que su enfermedad era espiritual y que no encontraría remedio en ningún tratamiento físico, sino en alguna 'fraternidad espiritual', como la de Fontainebleau, en donde pasó los últimos meses de su vida. Pero antes de abandonar escribió un resumen de su posición, el resumen que pone punto final al diario. Escribió que quería tener salud; pero, ¿qué quería decir con esa palabra? 'Por salud -escribió- entiendo el poder llevar una vida plena, adulta, vivaz, el poder respirar en estrecho contacto con lo que amo: la tierra y sus encantos, el mar, el sol... Y también quiero trabajar. ¿En qué? Quiero vivir de un modo que pueda trabajar con las manos, el sentimiento y la cabeza. Quiero un jardín, una casita, la hierba, animales, libros, cuadros, música. Y que de todo eso, como expresión de todo ello, surja mi escritura (aunque tal vez esté escribiendo sobre cocheros, eso no importa)'. El diario concluye con las palabras 'Todo va bien'. Y, puesto que Katherine Mansfield murió al cabo de tres meses, resulta tentador pensar que esas palabras venían a ser una conclusión lograda, a causa de su enfermedad y de la intensidad de su propia naturaleza, a una edad en que la mayoría de nosotros revoloteamos fácilmente entre esas apariencias e impresiones, esas diversiones y sensaciones, que nadie ha armado tanto como ella".Las aseveraciones de la crítica especializada son, en gran medida, acerta­das. La narrativa de Katherine Mansfield, esa sabia combinación de percepciones descriptivas de todo tipo, constituyó una verdadera ruptura y posterior irrupción de nuevas formas en la literatura en lengua inglesa. Su autonomía narrativa fue casi total. Nadie antes había apelado de tal manera al valor de los detalles, de los objetos, a la precisión física de las escenas, a ese detenerse en las emociones cotidianas, en los matices psicológicos mínimos que destilan ese clima tan elocuente y peculiar que sólo se encuentra en sus narraciones, y con los que logró extraer de situaciones aparentemente inmóviles, por lo general superficiales, una poderosa, profunda y sagaz visión de la naturaleza humana y de la vida.