28 de julio de 2009

Entremeses literarios (LXVII)

COMO OCURRIO
Isaac Asimov

Rusia (1920-1992)

Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.
- En el principio -dijo-, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo...
Pero yo había dejado de escribir.
- ¿Hace quince mil doscientos millones de años? -pregunté, incrédulo.
- Exactamente -dijo-. Estoy inspirado.
- No pongo en duda tu inspiración -aseguré. Era mejor que no lo hiciera. El es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.- Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un periodo de más de quince mil millones de años?
- Tengo que hacerlo. Ese es el tiempo que llevo. Lo tengo todo aquí dentro -dijo, palmeándose la frente-, y procede de la más alta autoridad.
Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa.
- ¿Sabes cuál es el precio del papiro? -dije.
- ¿Qué?
Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.
- Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarán cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro y tu tengas la voz y la fuerza suficientes, ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?
Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:
- ¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?
- Mucho -puntualicé-, si esperas llegar al gran público.
- ¿Qué te parecen cien años?
- ¿Qué te parecen seis días?
- No puedes comprimir la Creación en sólo seis días -dijo, horrorizado.
- Ese es todo el papiro de que dispongo -le aseguré-. Bien, ¿qué dices?
- Oh, está bien -concedió, y empezó a dictar de nuevo-. En el principio... ¿De veras han de ser solo seis días, Aaron?
- Seis días, Moisés -dije firmemente.


EN LA NOCHE
Alejandra Pizarnik
Argentina (1936-1972)

Los ausentes soplan grismente y la noche es densa. La noche tiene el color de los párpados del muerto. Huyo toda la noche, encauzo la persecución y la fuga, canto un canto para mis males, pájaros negros sobre mortajas negras. Grito mentalmente, me confino, me alejo de la mano crispada, no quiero saber otra cosa que este clamor, este resolar en la noche, esta errancia, este no hallarse. Toda la noche hago la noche. Toda la noche me abandonas lentamente como el agua cae lentamente. Toda la noche escribo para buscar a quien me busca. Palabra por palabra yo escribo la noche.


LOS DEBERES DE PEDRO
Alejandro Dolina
Argentina (1944)

Pedro se sienta en los últimos bancos del aula, como corresponde a un chico que desdeña la educación y la vecindad de los poderosos. Las conspiraciones y los batifondos nunca lo hallan ajeno. Busca el riesgo de las transgresiones y la compañía de los más beligerantes. A veces lo tientan el estudio y la inteligencia. Entonces, como quien acepta un desafío, como una compadrada, resuelve arduos problemas de regla de tres y cumple los dictados sin tropiezos. Un día, la maestra le acaricia el pelo tiernamente. El piensa: "Ay, señorita... Si supiera cómo me gustaría regalarle una flor y darle un beso". Pero Pedro sabe quién es y conoce su deber y su destino. Con una gambeta se aleja del afecto inoportuno y va a buscar la gloria allá en el fondo, donde los malandras se empeñan revoleando los tinteros para que se cumpla mejor el divino propósito del Universo.


EL CRIMEN INVISIBLE
Catherine Crowe

Inglaterra (1803-1876)

En 1842 en el barrio de Marylebone, se derribó una casa a la que ya no acudía ningún huésped desde hacía ya muchos años, y cuyos propietarios no estaban dispuestos a gastar más dinero en reparaciones. Sus últimos habitantes fueron el mayor W, su esposa, sus tres hijos y su sirviente. El mayor W, que desempeñaba un digno cargo en la Intendencia, había insistido innumerables veces a sus superiores para que le permitieran cambiar de vivienda (el alquiler del inmueble estaba a cargo de la Intendencia). Como esta autorización demoraba, alegó para justificar su repetida insistencia que la casa estaba embrujada "del modo más desagradable". Todas las noches, la puerta del salón se abría violentamente, se oía un ruido de pasos precipitados, una respiración ronca y luego dos o tres gritos horribles y la pesada caída de un cuerpo contra el piso. A menudo encontraban los muebles volcados, sobre todo cuando estaban situados en el ángulo norte de la sala. Luego se restablecía el silencio, pero alrededor de un cuarto de hora más tarde, se oía algo semejante a un pataleo, un sollozo y al fin un espantoso estertor. El mayor W acabó por prohibir a sus familiares la entrada a este salón. Incluso clausuró la puerta. Pero antes hizo constatar estos hechos por varios de sus compañeros de ejército. En efecto, el informe que presentó estaba firmado por el lugarteniente de Intendencia E, el capitán S y el comisario de víveres E. Se procedió a un relevamiento de datos y muy pronto descubrieron una trágica historia. En el año 1825, la casa estaba habitada por el corredor de joyas C y su esposa. Esta última, mucho más joven que su marido, llevaba una vida desordenada y malgastaba enormes sumas de dinero. Aunque el desgraciado C le perdonó muchas veces sus caprichos, no parecía querer enmendarse; al contrario, su vida era progresivamente escandalosa. C, empujado por la amargura y los celos, se dio a la bebida. Una noche volvió ebrio, decidido a acabar con sus desgracias. Armado de un trinchete de zapatero, se abalanzó sobre su mujer, que huyó hacia el salón, pero C la alcanzó y con un solo golpe de su arma, la decapitó. Permaneció largo rato mudo de horror ante su crimen, luego se colgó de la araña del techo. Desde entonces ese horrible asesinato se reproducía cada noche, de una forma audible, pero jamás los espantados testigos vieron la más mínima aparición; sólo los ruidos fantasmales que se repetían con una perfecta exactitud. La petición del mayor W tuvo resultados favorables y desde entonces, la casa permaneció desocupada hasta el día en que cayó bajo el pico de los demoledores.


ULTIMA CARTA DE AMBROSE BIERCE
Gabriel Jiménez Emán
Venezuela (1950)

Esta es la última carta que te escribo. No porque quiera, sino porque materialmente no puedo hacerte otra. La tinta está cara, lo sé, y tampoco ahora fabrican los lápices que me gustan. Ya no hay cuadernos como los de antes, muy anchos y de páginas blancas y suaves. Las estampillas han subido mucho, pero de cualquier modo ahora no las necesito, ni siquiera un sobre para meter la carta cuando esté terminada, porque en verdad ahora lo urgente es el tiempo, se acaba el tiempo y todavía no he empezado a escribir todas las cosas que debo decirte, aunque me exijo un enorme esfuerzo para mover las manos y sacar el lápiz y el papel que llevo en los bolsillos. Me cuesta solamente intentarlo, pero todo estará recompensado sabiendo que leerás mi carta como si fuese la primera misiva de amor que te envié desde aquella ciudad remota cuyo nombre olvidé; además en este instante todo se me borra en la memoria debido a la escasez del aire y a cierta incomodidad que no debiera representar un problema en un momento tan importante para nosotros como éste. También me apena molestarte porque debes ser tú la que debes venir a buscar la carta, pues a mí me da vergüenza presentarme con esta corbata y este traje negro que no me pertenecen. Perdóname, desde el comienzo no he hecho nada más que lamentarme y hay tantas otras cosas en las cuales no es justo culparte de nada, pero has debido fijarte bien, cuando me viste en la cama no estaba muerto sino dormido, y delante de ti me taparon y metieron en este ataúd donde me cuesta mucho escribirte porque no hay luz y es bastante incómodo gritar en esta posición y sin el aire suficiente para rogarte que me saques de aquí.


BRINDIS
Ana María Shua
Argentina (1951)

Inyectada por vía endovenosa, la substancia provoca un leve burbujeo del nitrógeno en el torrente sanguíneo, en nada comparable a los letales globos de aire que afectan a los buzos. Al contrario, los sujetos describen un efecto champán que se expande agradablemente por el organismo en forma de destellos focalizados, como si una bandada de luciérnagas viajara sin prisa por el sistema vascular. A continuación cada invitado alza a la persona de la que piensa beber y se brinda haciendo chocar suavemente sus cabezas.


EL HURACAN
Edward Plunkett
Dunsany

Inglaterra (1853-1899)

Me encontraba una noche solo en la gran colina contemplando una lúgubre y tétrica ciudad. Durante todo el día había perturbado el cielo sagrado con su humareda y ahora estaba bramando a distancia y me miraba colérica con sus hornos y con las ventanas iluminadas de sus fábricas. De pronto cobré conciencia de que no era el único enemigo de la ciudad, porque percibí la forma colosal del Huracán que venia hacia mí jugando ocioso con las flores al pasar. Cuando estuvo cerca, se detuvo y le dirigió la palabra al Terremoto que como un topo, aunque inmenso, se había asomado por una grieta abierta en la tierra.
- Viejo amigo -dijo el Huracán-, ¿recuerdas cuando asolábamos las naciones y conducíamos los rebaños del mar a otros pastizales?
- Sí -repuso el Terremoto adormilado-. Sí, sí.
- Viejo amigo -dijo el Huracán-, hay ciudades por todas partes. Sobre tu cabeza, mientras dormías, no han dejado de construirlas por un instante. Mis cuatro hijos, los Vientos, se sofocan con sus humaredas, los valles están vacíos de flores y, desde que viajamos juntos por última vez, han talado los hermosos bosques.
El Terremoto se quedó allí echado con el hocico apuntando hacia la ciudad, pestañeando a la luz, mientras el Huracán estaba en pie a su lado mostrándosela con cólera.
- Ven -dijo el Huracán-, volvamos a ponernos en camino y destruyámoslas para que los hermosos bosques puedan volver y también sus furtivas criaturas. Tú abrumarás a estas ciudades sin descanso y pondrás a la gente en fuga y yo las heriré en el descampado y barreré su profanación del mar. ¿Vendrás conmigo y lo harás para gloria de la hazaña? ¿Desolarás el mundo nuevamente como lo hicimos, tú y yo, antes de que llegara el Hombre?
- Sí -dijo el Terremoto-. Sí.

Y nuevamente se metió en su grieta de cabeza contoneándose como un pato hasta el fondo de los abismos. Cuando el Huracán se alejó a las zancadas, me puse en pie tranquilamente y partí, pero a esa hora a la noche siguiente volví cauteloso al mismo lugar. Allí encontré tan sólo la enorme forma gris del Huracán, con la cabeza entre las manos, llorando; porque el Terremoto duerme larga y pesadamente en los abismos y no despierta.


ENGAÑO
Alejandro Morales Mariaca

México (1981)

El hombre llegó quince minutos antes de lo acordado. Las grandes puertas de madera del motel se abren ante él, un imperceptible olor a viejo y humedad llegan a través de ellas. Aquel viejo edificio se levanta como una impertinente herejía ante los modernos edificios vecinos. Un cartel pintado a mano rezaba la sugerente oferta $100 la hora, razón más que suficiente para elegirlo como puerto de sus pasiones. Mira su reloj que señala las nueve con quince y piensa que esta será la última vez, no podrían seguir así por mucho más tiempo. Mira una vez más su muñeca y maldice la impuntualidad de su compañera. Con mano temblorosa busca algo en su bolsillo, finalmente consigue sacar un cigarro y lo enciende con el encendedor que su esposa le había regalado en su primer aniversario, diez largos años atrás. Le molesta estar en ese lugar, pero no pudo resistirse, ama a la mujer con la que se verá esta tarde, o al menos eso es lo que cree. Un sutil aroma a perfume barato le avisa de su llegada. Se saludan besándose la mejilla, ella le toma la mano y con una sonrisa que más que sensual resulta burlona entran en el edificio, no sin antes mirar a los lados. Un anciano recepcionista los recibe con cortesía. Acostumbrado a las parejas y sus motivos, sólo se limita a recibir el dinero y entregar la llave, aunque no puede evitar mirar el sugerente escote de la mujer. El hombre al notarlo se molesta, no con el encargado, sino consigo mismo al no saber si lo incomodan los celos o el juicio moral de aquel viejo. El cuarto no albergaba más que una desvencijada cama y una mesita en la que descansa un teléfono de disco, el baño -si es que a eso se le podría llamar baño- no funcionaba y se encontraba completamente a oscuras. El hombre se sienta sobre la cama, la cual rechina cediendo bajo su peso. Con movimientos torpes se quita los zapatos y calcetines. Se recuesta, la mujer yace tendida junto a él con la blusa desabrochada, no llevaba sostén. Sus pechos suben y bajan con cada respiración. El hombre juguetea un rato con ellos pero pronto se aburre y enciende otro cigarro. La mujer se termina de quitar la ropa. Ya no es joven, bien lo sabe, sin embargo aún se siente capaz de seducir a cualquier hombre, sobre todo aquel con quien comparte ese espacio. Desnuda a su compañero, besa su cuello y manipula su miembro. Poco a poco él se va despabilando y entra en el jugueteo. Ruedan sobre la cama lamiendo aquí, mordiendo allá, chupando acullá. Ella monta, él monta. Se escuchan algunos gemidos, la pelvis del hombre chocando contra los muslos de la mujer, los incesantes chirridos de la cama, luego, silencio. El ritual se repite una vez más. Sonidos semejantes se escuchan en los cuartos contiguos. La cama deja escapar un profundo quejido y se desploma, los amantes no cejan en sus movimientos a pesar del golpe; lentamente estos se detienen. Sudorosos buscan la ropa regada en el suelo y abandonan rápidamente aquel lugar que ya tiene una historia más que contar. Antes de salir del motel el hombre voltea hacia el recibidor desde donde el anciano le sonríe maliciosamente. Llegan a la calle y el sol los deslumbra. Ella alegre por el placer que acaba de recibir, él con el ceño fruncido por la imagen desdentada del recepcionista. El hombre mira su reloj, da la espalda a la mujer y no puede dejar de sentir algo de vergüenza cuando le dice:
- Llego a la casa como a las cuatro.
- Está bien -le responde ella-. No se te olvide pasar por los niños a la escuela. ¿Qué quieres de cenar?



BOXEADOR
Carlos Meneses

Perú (1930)

Sonó el gong y Kid salió al centro del ring con los brazos extendidos para saludar al adversario. Tenía que ganar, y si por knock out mejor. Lanzó frenético su demoledor jab de izquierda, eludió un cross del contrario. Entró en un rudo cuerpo a cuerpo. Se sentía muy fuerte, capaz de poder combatir no diez sino hasta veinte asaltos. Lanzó un poderoso gancho de derecha. Volvió a golpear con ambas manos el rostro del rival. Lo vio sangrar copiosamente. Caer a la lona. El árbitro inició la cuenta. El saltaba de felicidad. Levantaba los brazos. Aullaba de contento. Lo sujetaron dos enfermeros. Se lo llevaron a rastras.


LA FABULA DE LOS CIEGOS
Hermann Hesse
Alemania (1877-1962)

Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dió el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esa manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos. Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal. Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante el cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Este los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos. Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores. Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.