31 de octubre de 2010

Entremeses literarios (CXVIII)

EXTRANJEROS
Ernest Hemingway
Estados Unidos (1899-1961)

A las dos de la mañana, dos húngaros saquearon una cigarrería en la calle Quince y Gran Avenida. Drevitts y Boyle acudieron en un Ford desde el puesto policial de la calle Quince. Los húngaros estaban retrocediendo con el camión por la callejuela. Boyle hizo fuego contra el que iba en el asiento delantero y después le tiró al que estaba atrás. Drevitts se asustó mucho al ver que los dos estaban muertos.
- ¡Diablos! -exclamó-. No deberías haber hecho esto, Jimmy. Nos exponemos a un lío del demonio.
- Son ladrones, ¿no? -dijo Boyle-. Son extranjeros, ¿no? Entonces, ¿quién diablos va a hacer lío?
- Esta vez quizás no ocurra nada, pero, ¿cómo sabías que eran extranjeros cuando les tiraste?
- ¡Bah! -contestó Boyle-. Soy capaz de reconocerlos.


SECUESTRO
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Diez años después de su muerte, el rabino Samuel Krakelnik decidió darse un paseo por algunas de las ciudades a las que había deseado viajar en vida. Eligió las diez primeras de una lista que confeccionó cuando, en sus últimos años, ya inválido de cuerpo pero con la mente alerta, se dedicaba a escribir listas de objetos y de deseos. Las primeras nueve ciudades las disfrutó como si aún poseyera todos sus sentidos. La décima ciudad era Venecia. El olor a humedad y a salitre, la bruma que el Adriático exudaba en las madrugadas y el óxido verde que cubría los embarcaderos, le disuadieron de prolongar su estancia allí por mucho tiempo. Ya se sabe que el agua, en todas sus manifestaciones, es un elemento muy corrosivo para la materia coagulada de la que están hechos los espíritus. Cuando, tras dos días de visita, el rabino Krakelnik se disponía a regresar al cementerio del ghetto de Praga, decidió darse un último vuelo a la misma altura que las gaviotas para retener la visión del laberinto más complejo que había contemplado en su larga vida de estudioso de la cábala. Eran las doce del mediodía de un domingo cuando Samuel Krakelnik se elevó sobre el Gran Canal. Las campanas de Venecia empezaron a repicar todas a la vez, componiendo una figura geométrica de sonidos equidistantes. El dibujo obsesivo formado por los ecos de esa música enredó los hilos del cuerpo indeciso y húmedo del rabino, que se quedó oscilando entre las cúpulas de campanarios cristianos mientras la pequeña sinagoga de Venecia contemplaba impotente semejante secuestro.


SOPA DE AGUA
Hugo Forno Naranjo
Chile (1970)

El idiota tiene hambre. Corre hacia la cocina. Tropieza contra la pared. Un golpe. Dos golpes. Tres golpes. Todos secos. Todos golpes de idiota. La casa está vacía. Sus padres están en misa. El idiota tiene prohibida la entrada a la Iglesia. Culpa de un domingo. De un domingo de ramos. Bajarse los pantalones entre los salmos no fue apropiado. Mear a la virgen, menos. Los feligreses gritaron de espanto. Su madre de pena. El padre de vergüenza. El cura le dijo idiota. El idiota lo llamó mamón. Cura mamón. A esta hora, la cocina quieta. Una taza de té sobre la mesita y la olla que hierve a fuego lento. Mientras, la misa sigue. Fieles contra infieles. Perdones contra pecados. Justos contra injustos. A la madre le llora el corazón. Al padre el bolsillo. Al cura la culpa. Ahora el idiota quiere comerse la sopa. Ahora la madre se acuerda de la olla. Sopa. Sopa. Sopa. Comerse la sopa. Sin cuchara. Sin la fría cuchara de todos los días. Y como no hay tiempo que perder. Y como el hambre lo perturba. Manos a la obra. Y levanta la tapa de la olla. Y mira hacia a un lado. Y mira hacia el otro. Y el vapor le moja la cara. Y el estómago se retuerce. Y la boca exige lo suyo. Y el idiota esboza una sonrisa. Su ingenua sonrisa idiota. Y cierra los ojos. Y los puños. Y el alma. Y splash. Sumerge su rostro en la olla. Su rostro idiota envuelto en un grito de idiota. Silencio. Silencio en la iglesia. Por mi culpa. Por mi culpa. Por mi gran puta culpa.


EL CONEJO Y EL LEON
Augusto Monterroso
Guatemala (1921-2003)

Un célebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la Selva, semiperdido. Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente subirse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no sólo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos. Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León. En un principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después ambos animales sintieron sus respectivas presencias y cuando toparon el uno con el otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo desde que el hombre era hombre. El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo. De regreso a la ciudad, el celebre Psicoanalista publicó "Cum laude" su famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada.


MIEDO
Miguel Zapata Carreño
España (1974)

Poco temía yo a la ceremonia, al boato y la pompa sacra, a mi ineludible compromiso ante el altar con Martita, poco. Ningún atisbo de duda, nada que objetar al magret de pato, la impagable lista de bodas o los diez días de desenfreno en Tijuana. Hombre de principios y finales yo, hombre enamorado. Pero aquí estoy, temblando cual nene perdido, la mirada de mi mujer clavándose en mí con un indisimulado asco, con una aversión que debo considerar comprensible. Pero aquí sigo, contemplando este mi retrato de boda, reflejo de mis temores, inmortalizado para siempre el momento feliz de recibir la tormenta de arroz sobre pelo y chaqué y. Pero en la plantación ya es enero, las lluvias dejadas por el monzón han traído una excelente cosecha y la familia camboyana sigue afanándose ahí dentro en las labores de recolección, sacando a veces aquí fuera sus tenaces cabezas de gorros cónicos, asomando al abismo bajo mi pabellón auditivo sus oblicuas miradas para desaparecer de nuevo allende mi tímpano cavernoso y volver sin demora a las tareas propias de este arrozal profundo que siento ya como algo mío, un humildísimo modo de vida colonizando mis entrañas, colmando mis horas y mis orejas y mi cabeza todísima con ese infernal sonido de azada y chapoteo, cánticos jemeres e insistente chirimiri. Porque donde un solo grano de arroz pueda alojarse (un terruño bien regado, un macetero bajo la lluvia, el húmedo interior de un tímpano desprevenido) y crecer hasta lo inaudito, allí y sólo allí reside el verdadero miedo, la tortura definitiva, el fracaso irreversible de cualquier matrimonio.


EL CENTAVO
Manuel del Cabral
Rep. Dominicana (1907-1999)

Sequía, el avaro, no perdió dos minutos en dirigirse a su casa para guardar el último centavo que le cobró sin escrúpulos a uno de sus pobres inquilinos. El usurero era frío. Su silencio era cruel. Su casa sólo tenía un ruido: el oro de Sequía. Y una muda biografía: aquel centavo... Pero Sequía inquietóse... Iba a ver el centavo diariamente. Y una mañana se despertó sorprendido: encontró que la moneda tenía el doble de su tamaño. Poco tiempo después, el centavo ya no cabía en las manos, ni en la caja de hierro de su dueño. Pero, ¿a quién comunicarle un hecho tan útil, tan valioso? Su dueño pensaba que aquello podría ser su gran mina de hierro. Sin embargo, fue inútil el silencio de Sequía. El centavo, en un rápido y extraño crecimiento, cubría ya la habitación de su amo, amenazando rajar y derrumbar las paredes de la casa. Desesperado, Sequía hace astillas su silencio y, como un agua sin cauce, sale su grito en busca de caminos... La calle hecha ojos, rodea al avaro; rodea su casa. En tanto, el centavo, en una desenfrenada hinchazón, derriba el caserón y, de súbito, invade el pueblo. Mas los picapedreros, las dinamitas... todo ha resultado inútil; pues donde al centavo se le quita un pedazo, crece inmediatamente renovando lo perdido. La gente huye hacia el campo. Se vuelven de metal calles y plazas. No queda hondonada, ni agujero, ni llanura. El centavo por minutos crece más y más. Ahora, su gran masa de cobre se desplaza hacia los fugitivos; por momentos, da la sensación de que aquella fuerza sin límites es un instinto, un impulso premeditado y dirigido, porque el centavo es un huracán de hierro, sin piedad... Hombres y bestias huyen a las montañas. Y el mundo comienza a morir bajo aquella extraña mole. Vegetación y agua han desaparecido. De pronto, la poca humanidad que quedaba en tierra alta ve a Sequía andando sobre la gran moneda. Y con las lágrimas que caían de la gente que estaba en las montañas, Sequía, el avaro, se quitaba la sed...


TIEMPO
Eugenia Toledo Keyser
Chile (1945)

El tiempo será eterno, infinito en ningún momento.


LA MUERTE DE SENECA
Heiner Müller
Alemania (1929-1995)

¿Qué pensó Séneca y no dijo cuando el capitán de la guardia personal de Nerón, en silencio, sacó el veredicto de muerte de la coraza torácica lacrado por el alumno para el profesor? A escribir y a lacrar había aprendido y a despreciar todas las muertes salvo la propia. Reglas de oro de todo arte de Estado. ¿Qué pensó Séneca y no dijo, cuando les prohibió el llanto a las visitas y a los esclavos que habían compartido su última comida con él? Los esclavos sentados al final de la mesa. Las lágrimas no son filosóficas. Lo fatal debe ser aceptado. Y en cuanto a ese Nerón que había asesinado a su madre y a sus hermanos, ¿porqué debía hacer una excepción con su maestro? ¿Porqué desistir de la sangre del filósofo que no le había enseñado a derramar sangre? Y cuando hizo que le cortaran las venas primero en los brazos, y a su esposa, que no quiso sobrevivir a su muerte, y probablemente fue un esclavo quien lo hizo, también la espada que Bruto hizo caer sobre sí mismo al final de su esperanza republicana tuvo que ser sostenida por un esclavo. ¿Qué pensó Séneca y no dijo, cuando la sangre fue dejando su cuerpo demasiado viejo de manera demasiado lenta y el esclavo obediente le abrió también a golpes las venas de las piernas y los huecos poplíteos? Murmullos con cuerdas vocales resecas. Mis dolores son mi propiedad. Lleven a mi mujer a la pieza contigua. Que mi secretario venga a verme. La mano ya no pudo sostener la pizarra para escribir, pero el cerebro seguía trabajando. La máquina fabricaba palabras y frases, anotaba los dolores. ¿Qué pensó Séneca y no dijo, entre las letras de su último dictado, recostado en el sofá del filósofo? ¿Y cuando vació la copa con el veneno de Atenas porque la muerte se hizo esperar aún y, por el veneno que había ayudado a muchos antes que él, solamente logró escribir una nota al pie en su cuerpo casi desprovisto de sangre, no un texto claro? ¿Qué pensó Séneca sin habla finalmente cuando marchó hacia la muerte en el baño de vapor, mientras el aire danzaba delante de sus ojos en la terraza oscurecida por el confuso aleteo probablemente no de ángeles? Tampoco la muerte es un ángel, en el resplandor de las columnas, al reencontrarse con la primera hierva que había visto en una pradera cerca de Córdoba, más alta que cualquier árbol.


HORA DEL TE
Marié Rojas Tamayo
Cuba (1963)

Ha llegado la hora del té. Cuando me dispongo a disfrutar del primer sorbo, como siempre, suena el teléfono. Sé que es tía Emelina. Me saluda, me pregunta si está llegando tarde. Le respondo que no, que siempre hay tiempo para disfrutar de su compañía, que aún así se apresure. "Allá voy, hijita, espérame", me susurra antes de colgar. Es la fuerza de la costumbre. La pobre tía lleva dos años llamándome para avisar que llegará tarde a la cita. ¿Cuándo se acostumbrará a la idea de que está muerta?


CAIDA LIBRE
Guillermo Silva Grucci
Uruguay (1947)

"Está bien, está bien -explotó el hombre-. ¿Quieres que te diga que te engaño? Te engaño. ¿Detalles? Quieres detalles. Lo hicimos una vez en el ascensor, dos en la antesala y tres veces en la escalera mecánica del segundo piso". La mujer abre la ventana y se lanza al vacío desde el piso 90. A medida que las ventanas pasan más rápidamente por su campo visual, una sonrisa se va dibujando en su rostro. Frente al piso 25 ya ríe a carcajadas. "Cree que soy tonta -grita- pero yo sé bien que no hay escalera mecánica en el segundo piso". El viento se lleva la risa hacia las altas cumbres.