25 de abril de 2011

G.K. Chesterton. Charles Dickens y las emociones humanas (2)

"Al pueblo no le gusta la mala literatura. Le gusta, sí, la literatura de cierto género, y le gusta, aún cuando sea mala, con preferencia a la de otro género, aún cuando ésta sea buena. No veo en ello nada de absurdo; la línea divisoria entre diferentes tipos de literatura es tan real como la que separa el llanto de la risa, y decirle a las personas que no pueden obtener más que comedias malas que uno pone a su disposición una tragedia de primer orden, es como ir a ofrecerle a una persona que tirita bebiendo café caliente un helado de clase indudablemente superior". De este modo defendía Chesterton las preferencias de mucha gente por la literatura llamada "popular", categoría en la que incluía a Dickens porque él "simpatizaba con los pobres, sufría mentalmente con ellos; las cosas que le irritaban eran las mismas que les irritaban a ellos. No compadecía al pueblo, ni se hacía su vocero o adalid; no era siquiera que defendiese al pueblo, sino que él mismo, en esas circunstancias, era el pueblo". Y agregaba: "Dickens permanecerá como señal imperecedera de lo que ocurre cuando un gran genio de las letras tiene un gusto literario coincidente con el del común de los hombres. No escribió nunca lo que debía querer el pueblo, sino que quiso lo que el pueblo quería. Jamás le habló al pueblo de arriba hacia abajo. Le habló siempre de abajo hacia arriba".
En sus grandes novelas -"The old curiosity shop" (La tienda de antigüedades), "Bleak house" (Casa desolada), "Hard times" (Tiempos difíciles), "Great expectations" (Grandes esperanzas)-, más importante que la historia en sí misma es la atmósfera del relato, algo
distintivo en toda la obra de Dickens. Es que ésta -al decir de Chesterton- "no se deja medir ni dividir por novelas; puede evaluarse siempre por personajes, a veces por grupos, más a menudo por episodios; pero nunca por novelas". Para el autor de "The Napoleon of Notting Hill" (El Napoleón de Notting Hill), "lo mejor de las obras de Dickens puede estar en la peor de sus obras", y ejemplificó: "Sherlock Holmes es la única figura popular en las novelas de Conan Doyle. Pocos serán capaces de recordar cómo se llamaba el dueño del caballo de carreras más famoso de Inglaterra que desaparece en 'Silver blaze' (Estrella de plata), o si la señora Watson era rubia o morena. En cambio, si Dickens hubiese escrito las novelas de Sherlock Holmes, todos los personajes sin excepción habrían sido igualmente atrayentes e inolvidables. Cuando Dickens introduce en un libro un personaje simplemente para que lleve una carta, aún tiene tiempo de dar dos pinceladas y hacer de él un gigante. Dickens no sólo conquistó el mundo: lo conquistó con personajes secundarios". A continuación la segunda y última parte de "Sobre el porvenir de Dickens", capítulo XII del ensayo "Charles Dickens. Un estudio crítico" que Chesterton escribió en 1906.



Un ejemplo entre muchos es adecuado para comprender mi pensamiento. El personaje del buen viejo judío en "Our mutual friend" (Nuestro común amigo), personaje inútil y poco convincente, fue introducido en la obra por la única razón de que cierto corresponsal israelita se quejaba de que se podía deducir de la maldad del viejo judío de "Oliver Twist" la de todos los judíos en general. La tesis es tan absurda que cuesta trabajo concebir que un hombre de letras cualquiera pudiera suscribirla por un momento. ¿Un autor ha creado un comisario de policía malo? Debería crear enseguida un buen comisario. ¿Había creado un filántropo egoísta? Debería crear al instante, aun a costa de todas las angustias y todo el trabajo que esto representaría, un filántropo generoso. Estas exigencias son insensatas; y sin embargo Dickens, que hacía pedazos a la gente por críticas bien fundadas, sintió satisfacción por el reclamo de su corresponsal judío. Se sentía encantado por haber sido sorprendido en un error por un árbitro público; encantado de que se le rogara que mostrase la doble faz de Israel. Todo esto procede de una vanidad tan poco literaria que más bien prueba dificultad que costumbre de aislar ese elemento de su genio serio; y yo entiendo por su genio serio -¿habrá que decirlo?- su genio cómico. Se puede cerrar los ojos ante ambiciones tan descabelladas, como se los cierra ante los sonetos de los grandes hombres de Estado. Pareciera que semejantes cosas son disculpables. Los ensayos desafortunados de hombres que se ilustran en otras disciplinas son las teorías políticas del profesor Tyndall o la filosofía del profesor Haeckel. Por lo tanto, a juicio mío, la posteridad no se preocupará de las páginas mediocres que Dickens haya escrito, sino que sabrá que ha escrito algunas muy bellas.
Por otra parte, el segundo de los reproches dirigidos a Dickens es el haber exagerado sus personajes, haciendo inverosímiles sus actos. Esto equivale a decir simplemente que la exageración y la inverosimilitud surgen de la comparación de la sociedad moderna con las obras de ciertos escritores, como Thackeray o Trollope, que trazaban con mucha exactitud las costumbres de esa sociedad. Cosa extraña, algunos personajes han sostenido que Dickens se ha resentido o se resentirá a causa del cambio de las costumbres sociales. Nada más ilógico. No son los creadores de lo imposible los que han de sufrir las injurias del tiempo. Mr. Bunsby -el personaje de "Dombey and son" (Dombey e hijo)- no será nunca más inverosímil que cuando lo inventó Dickens. Los escritores contra cuya gloria atentará indudablemente el tiempo son los realistas concienzudos; los que han observado en detalle las costumbres de este mundo efímero. Es evidente que nada es más frágil que un hecho; una realidad se desvanece más pronto que un sueño. Un sueño puede durar tres mil años. Por ejemplo, todos nosotros hemos soñado un hombre perfectamente intrépido, un héroe; y el Aquiles de Homero persiste todavía. Pero del mismo ignoramos todavía una cosa precisa: hasta qué punto es admisible su existencia. Los narradores realistas de su época, gracias a Dios, han sido olvidados todos; no podemos saber si Homero ha exagerado ligeramente, si ha exagerado locamente o si no ha exagerado las proezas personales del capitán miceniano en la batalla. La fantasía ha sobrevivido a la realidad. Así pues, la fantasía de donde ha salido Podsnap -el personaje de "Nuestro común amigo"- podría sobrevivir muy bien a las realidades del comercio inglés, y entonces nadie sabrá ya si Podsnap ha sido posible alguna vez. Sabrá que, como Aquiles, le hacía falta a la literatura.


El argumento positivo que yo invocaría para demostrar ahora la inmortalidad de Dickens nos conduce a que su potencia creadora sólo puede comprobarse, no discutirse. Ha hecho cosas que ningún otro hubiera sido capaz de hacer. Ha inventado a Dick Swiveller -personaje de "La tienda de antigüedades"- mediante un procedimiento muy distinto al que Thackeray utilizó para inventar al coronel Newcome. La creación de Thackeray era toda de observación; la de Dickens, toda poesía, lo cual vale para que sea eterna.
Se puede agregar otra prueba en apoyo de nuestra tesis. Tal como lo concibo, el escritor inmortal es por lo común el que realiza algo universal bajo una forma particular. Quiero decir que presenta lo que puede interesar a todos los hombres bajo una forma propia a un solo hombre o a un solo país. Otros ciudadanos de ese país, que se contentan con hacer lo que hacen de un modo parecido a otros escritores, tienden a adquirir una gran reputación de su vida para descender de inmediato a una tercera o cuarta categoría. La guerra nos suministrará un acercamiento que sirva para aclarar mi pensamiento. Nadie, a mi entender, puede discutir que a pesar de la igualdad mantenida siempre por la admiración nacional por Wellington y Nelson, la gloria de Nelson irá creciendo mientras la otra disminuye. El renombre de Wellington proviene de que fue un buen soldado al servicio de Inglaterra, tal como veinte hombres parecidos fueron entonces buenos soldados al servicio de Austria, de Prusia o de Francia. Nelson, por el contrario, sigue siendo el representante de una forma especial de la ofensiva que es a la vez universal y sin embargo muy inglesa, la guerra naval. Ahora bien, Dickens es a la vez tan universal como el mar y tan inglés como Nelson. Thackeray, George Eliot y los demás escritores de esta gran Inglaterra son comparables a Wellington en el género del trabajo a que se dedicaban -observación realista, estudio agudo de los fenómenos intelectuales-: muchos autores triunfaban con iguales afanes en Francia, en Alemania, en Italia. Pero Dickens realizaba algo verdaderamente universal, de lo cual sólo un inglés podía ser artista.
Tenemos como prueba el hecho de que Byron y él son dos hombres que, parecidos a torres, atraen la vista de los extranjeros. Sería muy largo examinar la razón; sin embargo, puede indicarse brevemente. Sólo un inglés podía llenar sus libros de furiosa ironía y de una no menos vivaz benevolencia al mismo tiempo. En los países que un sistema centralizador ha llenado de crueles recuerdos, de variaciones políticas, la burla es siempre feroz. Sólo un inglés, por lo demás, podía pintar una democracia compuesta de hombres libres y no obstante ridículos. En los demás países donde el régimen democrático ha sido establecido a partir de las luchas más reñidas parece que, a menos de apoyarse en la dignidad del hombre, se le presenta como un esclavo. La única grandeza definitiva para un ser humano es, pues, haber hecho para el mundo entero lo que el mundo entero es incapaz de hacer por sí mismo. Dickens, estoy seguro, lo ha conseguido.


Ha pasado la hora del ajenjo. Los pequeños artistas que encontraban al gran novelista demasiado sano de espíritu para sus dolores, demasiado honesto para sus placeres, no nos importunarán mucho tiempo. Pero nosotros tendremos que hacer una larga peregrinación antes de comprender nuevamente a Dickens. Será necesario seguir una caprichosa ruta inglesa, una ruta tortuosa como aquella por la que caminó Mr. Pickwick. De cualquier modo, una parte de lo que él ha querido decir se resume en esto: la buena camaradería y la alegría no son los puntos intermedios de nuestro viajero sino más bien nuestros viajes son intermedios de camaradería y de alegría a los cuales, con la ayuda de Dios, no se les pondrá nunca fin. No es la posada la que indica el camino: es el camino el que conduce a la posada. Ahora bien, todos los caminos conducen finalmente a la última posada donde volveremos a encontrar a Dickens con todos sus personajes; y cuando volvamos a llenar nuestros vasos, será de los amplios frascos de la taberna del fin del mundo.