4 de julio de 2011

Noé Jitrik: "El estremecimiento que produce la lectura es la verificación del ser en el mundo" (2)

Autor de numerosos ensayos sobre literatura e historia, crítica literaria, teoría, narraciones, cuentos y novelas, Jitrik valora especialmente el tema de la lectura. En "Comunicación, discursos, semiótica", libro publicado por la Universidad Nacional de Rosario en 1992 que reune ensayos de varios autores, hay un texto de su autoría -"Leer mucho y leer bien"- en el que, ante la pregunta ¿qué es leer bien?, explica: "En los últimos años ha sido muy común presentar el tema de la lectura como esencialmente cultural lo cual, en un principio, no tendría que ser puesto en tela de juicio; sólo que la mayor parte de las presentaciones tiene un carácter cuantitativo: más cultura, más lectura. Viendo las cosas desde este lado, resulta que una comunidad considera que la lectura más corriente que se lleva a cabo en su seno es pobre, ya sea porque se lee mal o porque se lee lo que no corresponde. Es así que de la relación entre la verificación y la necesidad surge la idea o la intención de corregir tal deficiencia con la finalidad de contribuir a un mejoramiento generalizado de la cultura en cuestión. Si bien se trata de leer textos imprescindibles se debe hacerlo de manera apropiada y adecuadamente. Los intentos de corregir la lectura deficiente giran en torno a estos aspectos pero, por cierto, sin definición de uno ni del otro; la relación con ellos descansa sobre supuestos ideológicos. En la enseñanza o promoción de la lectura los textos que se leen es lo menos importante y aún su lectura puede ser culturalmente nociva si no se realiza desde cierta posición que extraiga de ellos su máximo provecho. Por cierto que hay que saber leer o, lo que es lo mismo, poseer una competencia. La lectura es una actualización operativa de la competencia, es una realización y, como tal, una construcción que se erige entre un individuo y un texto pero también desde una cultura que opera en el individuo y en el texto y que recoge los resultados de la realización. De este modo, podría afirmarse que no es un objeto neutro o puramente instrumental, su alcance es siempre mayor y va más allá de tal instrumentalidad; si, por un lado promueve una distribución de valores, por el otro es un objeto de escapatoria constante porque puede, en la forma que adopta, exceder lo previsible de una intención o un designio". Más adelante agrega: "El primer valor que la lectura instaura reside en la diferencia que establece entre quienes están en condiciones de ejecutarla o quienes son ajenos a ella o carecen del saber que permitiría ejecutarla. Ahora bien, ya se señaló que la lectura es un 'objeto de conocimiento'; puesto que es una actividad, no podría entenderse su identidad de objeto como una inmanencia; la identidad que pueda tener surge de una posición: la lectura está entre un sujeto que posee cierto saber, un objeto sobre el que se realiza y que la suscita, y el conocimiento que procura". Sobre la lectura, precisamente, habla Jitrik en este segundo tramo de las entrevistas publicadas en las revistas "Literatura. Teoría, historia, crítica" de Colombia y "Atenea" de Chile.


En los trabajos suyos se siente una voz muy vinculada a lo poético. Hoy se suele decir que el poema se engendra a sí mismo y es recreado en cada lectura. ¿Cual es su idea de la lectura? ¿Es una decodificacion más o menos creativa?

Es otra cosa. Porque eso implicaría que un texto es una codificación y que la lectura lo podría decodificar. Pero yo creo que la lectura es una actividad que le confiere una forma y que se realiza, desde luego, a partir de un texto, pero tendiendo a entenderlo junto con el acto de entender, en simultáneo, la misma actividad. Dicho de otro modo: cuando escribimos comunicamos, pero también tenemos conciencia de que podemos escribir. Cuando leemos, nos informamos pero también actúa un principio de conciencia acerca de la capacidad de leer. Y esa capacidad -como la de escribir- va más allá del hecho material mismo y de los objetivos que se le atribuyen tradicionalmente a una y otra actividad, y que tienen una intención comunicativa; la lectura también tiene que ver con las potencialidades de la lengua y con el lugar que ésta ocupa en la cultura humana.

¿Ayuda a ubicar esto el borgeano "Pierre Menard, autor del Quijote"?

Sí, pero ése es un primer nivel del problema. Es verdad -y lo de "Pierre Menard..." está bien invocado- que la lectura modifica el texto, y se acumula sobre el texto. Lo que leemos en Cervantes es lo que escribió Cervantes más todas las lecturas posteriores. Pero ése no me parece que sea el tema. Yo creo que hablar de diferentes lecturas está en el orden de la interpretación, y ésta siempre gira en torno de lo que el texto "quiere decir". En el caso de la poesía, ese querer decir es más filosófico, o más abstracto; también más ambiguo, pero al aplicarle una lectura "interpretativa" reducimos esa ambigüedad. O sea, reinventar el texto es una de las opciones. Cuando alguien interpreta un texto y cree encontrar ese querer decir desde su propio bagaje, está reescribiéndolo, y eso es lo que dice el "Pierre Menard...". Pero yo quiero ir más allá, llegar a comprender el sentido de lo que se está haciendo en ese acto: no sólo lo que el texto podría decirnos sino la comprensión de lo que se está haciendo cuando uno se acerca al texto, cuando uno lo lee. La lectura tendría así una doble vertiente: la primera, una necesidad de conocimiento de lo que el texto transmite, y también sujeta a la propia interpretación. Pero hay una segunda etapa, en la que uno entiende qué le sucede cuando está leyendo. Por lo demás, en lo que hace a la comprensión, creo que hay, por lo menos, dos clases: la inmediata y la diferida. Esta última se produce por misteriosos caminos y procedimientos, implica operaciones no racionales, de acumulación, resulta de una alquimia cuyos resultados no se pueden prever pero que se manifiestan en forma de una modificación, después de que "no se ha comprendido nada".

¿O sea que el acto de la lectura implica al cuerpo y a la subjetividad en su sentido más amplio?

Exacto. Roland Barthes habló del placer del texto; en realidad de la lectura. Pero yo añadiría el estremecimiento que produce: ese estremecimiento es la verificación del ser en el mundo, para usar términos un poco más heideggerianos. Es la comprensión de la extensión y de la finitud, todo junto. Esa es una experiencia muy fuerte y es la razón por la cual algunos leen y otros no leen. Quienes leen están buscando ese estremecimiento; los que no, están huyendo de él.

Suele afirmar que el lector no existe.

Ese es un punto fundamental. Y descifra un equívoco. Siempre se habla de lector, y creo que se cae en la sociología y hay un alejamiento de la filosofía en relación al lugar que ocupa la lectura en el conjunto de las relaciones humanas. Se la pone en un terreno inverificable. Y fatalmente se llega a la conclusión de que todos los lectores son diferentes, ya que todos interpretan de modo diferente aquello que leen. Eso me parece pobre. Pienso, por desafiar esa visión, que el lector no existe; existe el texto, que crea al lector. En el momento en que alguien se encuentra con un texto, empieza a funcionar como lector. O no: evita funcionar como lector.

¿A qué escritores argentinos le gustaría dedicarles un trabajo monográfico?

La idea en la que trabajo en este momento, y que tiene el carácter de travesía, es la idea de malestar. Es una actualización del concepto freudiano. Me pregunto si es posible que eso sea una constante en las culturas. Freud le dio una respuesta a la pregunta sobre el malestar, pero no es la misma que podemos dar nosotros ahora que ingresamos en este milenio. Suponiendo que pueda responderla, me parece que es algo muy complejo, pues hay que tener en cuenta muchos factores. Por ejemplo, el índice de desempleo característico de casi todos los países de América Latina y del mundo, es una fuente de malestar social. La demografía es otra. Pero todo eso es como un telón de fondo. La cuestión es el malestar en la literatura. Sería como la pérdida de certeza sobre la forma de enunciación y la posibilidad de experimentar, pero con una actitud no aventurera sino, más bien, de lanzarse al vacío. Mi propósito ulterior sería recoger textos en los que yo veo ese malestar en la literatura argentina y latinoamericana. Por ejemplo, hay una escritora chilena que se llama Diamela Eltit que cae como anillo al dedo para ejemplificar este malestar. Sus textos son crispados, irritantes, irritados. En ellos, las formas se deshacen, las imágenes se agreden a sí mismas y están en plena producción. En la literatura argentina también hay textos a los que yo puedo incorporar esta idea de malestar y que serían los que me importan para trabajar monográficamente. Puedo decir, por ejemplo, que ciertos textos de Juan José Saer tendrían esta cualidad: una prosa serena y contenida que le debe mucho al modo objetivista de narración pero, ahí mismo, hay como una especie de volcán. Yo debería proponerme aclarar esto y determinarlo. Lo que pasó después de la dictadura en Argentina generó una actitud de revisión del proceso en el campo tanto referencial como formal, en el sentido de la puesta al día de instrumentos que habían sido muy sacudidos en su capacidad expresiva, en sus convicciones, durante la dictadura. Hablo de "literatura en aflicción", como haciendo un duelo. No es fácil decirlo porque podríamos pensar que una literatura que hace duelo es aquella en la que hay muertes lamentadas. Pero no. La noción de duelo estaría ligada, más bien, a una pátina de pérdida o bien a la persecución de una falta. Hay quien ya ha escrito sobre el duelo en la literatura argentina a partir de la dictadura: Idelber Avelar. Pero el duelo nunca es satisfactorio. Tiene una finalidad ritual, un objetivo, y mientras se realiza también manifiesta malestar. Tendría yo que proponerme esta perspectiva que dirige mi atención a determinados textos, a determinadas propuestas que otro dejaría de lado. Entiendo, por ejemplo, que un libro como "Los Soria" de Alberto Laiseca, un libro de mil páginas, dificil de abordar, sería un texto de malestar que ante todo supone un malestar en la lectura. El proyecto mismo, en su dimensión, tendría que ver con este concepto de malestar. En momentos más tranquilos, en los que los escritores estarían más integrados al sistema literario o que operarían más de acuerdo con normas de género, nadie habría encarado un proyecto tan delirante como ese libro. De modo similar, Martín Caparrós escribió un libro que es una desmesura, inclusive desde su dimensión cuantitativa. Pero cuando uno va a una editorial y presenta un manuscrito de más de ciento cincuenta cuartillas, le dicen que no hay posibilidades de publicarlo, porque el público no lee.

¿Hay lectores para estos libros? ¿Son los mismos lectores de Borges y de Cortázar?

Habría que encontrar lectores dispuestos. Yo mismo no he podido, porque estoy atrapado por una cantidad de cosas. Pero esos libros forman parte de una perspectiva significante de la literatura argentina en este momento. Yo diría, retrospectivamente, que los textos de Roberto Arlt, especialmente "Los siete locos" y "Los lanzallamas", son también textos de malestar, sólo que de otro malestar: el riesgo de la pertenencia a una clase que parecía destinada a un gran futuro. La frustración forma el relato de Arlt. Lo que nosotros podemos manifestar en este momento no es frustración exactamente, más bien sería impotencia, parálisis intelectual, una problematización que se nos escapa, fractura de paradigmas, fractura de instrumentos, no saber exactamente qué respuestas dar y cómo eso puede dar vuelta y tornarse en acción.

La dificultad de pensar por el agobio de la realidad.

¿Qué es pensar, qué destino tiene pensar? Nosotros, cuando pensamos y expresamos nuestros pensamientos a otros que también piensan, no sentimos malestar, más bien bienestar, aunque se esté hablando de malestar. Hay un efecto paradójico que es el que nos alimenta y nos estimula para seguir.

Precisamente, en "Los grados de la escritura" habla de ésta como incesancia.

Lo que funciona en un texto no concluye nunca: las significaciones andan revoloteando permanentemente; eso es lo que anima a un texto. Y la lectura, para completarse como tal, debería percibir esa incesancia. Lo cual no necesariamente termina en un juicio, no es la crítica literaria. Es, simplemente, la lectura. Es decir, hay un refinamiento posible de quien se convierta en lector. Y es el de que perciba este movimiento; esto, incesante, que no concluye jamás. Puesto en otros términos: uno puede imaginar que los textos apilados en una biblioteca están hirviendo. Están en permanente movimiento, unos más que otros; el movimiento se agota en algunos casos, renace en otros. Pero hay ese hervor en los textos que, cuando existe, no concluye nunca.

En su exposición al recibir el Doctorado Honoris Causa en Puebla, en 2001, mencionó una posible corrupción de la escritura, que además de ser una vía al conocimiento, establece un dominio; y el difícil equilibrio entre la tendencia subjetiva al desorden y la del control por la escritura...

Es un tema importante que requeriría ciertas explicaciones. A grandes rasgos: escribir es un saber de y un saber de qué. Ese "saber de" es, ante todo, la conciencia de lo que se está haciendo cuando se escribe, y que es como una reelaboración del acto más arcaico de la hominización; el "saber de qué", en cambio, es la relación con el exterior que en algunos casos impulsa a la escritura y en otros es producido por la escritura. Las escrituras más logradas son aquellas que armonizan las dos dimensiones. Eso, por un lado. En otro plano, la comunicabilidad creada por la sociedad descansa en la norma, y la norma, a su vez, está muy metida en quienes viven en una sociedad. Pero no es cuestión de obedecer la norma ciegamente sino de entender su sentido y hasta dónde el impulso individual puede convivir con ella e incluso modificarla y así modificarse. A eso me refiero cuando hablo de armonizar esos términos. Por ejemplo, el dadaísmo se planteó como la pura individualidad sin norma; el academicismo se presentó como pura norma sin individualidad. Claudel es la pura afirmación de la norma, Tzara es la pura ruptura. En cambio, Apollinaire sería la armonía; es mucho más que esas dos posturas opuestas.

¿Usted se siente un escritor en la academia o un profesor que escribe?

Yo no me lo pregunto. Me instalo y hago lo que puedo, esto es, ir dando saltos en la medida en que me lo exige mi propia libido: la enseñanza, la crítica, la novela, el poema, etcétera. Lo hago básicamente en la academia y me supone un cierto desafío. La academia padece de las mismas incertidumbres. Subsisten estas divisiones tan tajantes y sería interesante ver cuál es su fundamento, en qué se apoyan. La necesidad de garantías de seguridad, por ejemplo, es uno de esos fundamentos. El que dice: yo soy poeta y nada más, y quiero que me acepten así, pues está actuando bajo una especie de garantía, de certeza de esta posición. Lo mismo los académicos puros que defienden su discurso como si fuera invariable, no sacudido o trabajado por otro tipo de discurso de experiencia. Así que no puedo generalizar. Yo he tenido suerte porque con esta actitud he estado en instituciones -y también me han echado de algunas- aunque no creo que por esto. Más bien por razones de poder, de control político. En el año '66, en Argentina, hubo un golpe militar y yo creo que cerca de mil seiscientos profesores salieron de la universidad; muchos fueron expulsados, otros renunciaron. Luego, a partir del '74, hubo otra tanda de expulsiones muy ligadas a denuncias de tipo político desde la perspectiva militar. Salvo esos lapsos, siempre estuve en la academia. En este momento, en la Universidad de Buenos Aires, estoy en la comisión de doctorado, dirijo un instituto y no vivo esas separaciones radicales. Pero soy capaz, creo, de apreciar lo que resulta de las especializaciones si son serias. No me asustan los trabajos que se puedan considerar estrictamente académicos si son hechos con fuerza, claridad, rigor, disciplina y pasión. Pero también aprecio a aquellos que hacen del trabajo académico una narración. No veo necesidad de tomas de partido. En algunos departamentos de literatura de las universidades norteamericanas entran, de pronto, en una onda y no dejan entrar a nadie que no esté en esa onda. Los estudios culturales, por ejemplo, son cotos cerrados; el que no está en esa perspectiva no logra entrar. Aquí, en América Latina, no ocurre así por suerte. Ya se ha aceptado que la búsqueda obsesiva de garantías conduce más bien a la paranoia que a la ciencia. Por eso podemos estar más al día de la literatura mundial, más aún que los propios europeos.