5 de julio de 2011

Noé Jitrik: "El estremecimiento que produce la lectura es la verificación del ser en el mundo" (3)

En su artículo "Vida de escritor" cuenta Noé Jitrik: "Durante una extensa Semana Santa, hace cerca de sesenta años, me encerré en mi cuarto munido de las obras completas de Dostoievsky, dispuesto a acabar con ellas. Creo que intuí que, si no lo leía de ese modo, la vida no me permitiría hacerlo después. Y tuve razón: no me veo ahora leyendo 'Los hermanos Karamazov', 'El idiota', 'Los endemoniados', 'La aldea de Stepanchikovo'. De esta observación, creo, se puede extraer una enseñanza: lo que no se lee a cierta edad no se lee luego nunca más. Pero esta evocación sugiere un elemento más; mientras, obstinado, obsesionado, bajaba sólo para lo indispensable, mi madre me llamaba cada dos o tres horas y me preguntaba, también ella obstinada, qué estaba haciendo. Decirle que leía no le parecía una respuesta, porque eso equivalía a decir 'nada', y eso es siempre un riesgo social muy grande: ¿qué clase de gente es la que se encierra para 'hacer nada'? Sería tal vez para explicarle, cuando ella ya había muerto, de una manera menos controversial y con algún fundamento, que leer no es 'hacer nada', que muchos años después, unos treinta calculo, escribí un libro que se titula 'La lectura como actividad'. De ello se desprende otra enseñanza más: uno se pasa la vida intentando que su madre lo comprenda y lo acepte y no le proponga modelos de vida que no son los que uno trata de construir. ¿De qué modelo se trata? Del más común, generalizado y corriente, a saber, que la vida es un hacer cosas tangibles, útiles para los demás y para uno, que puede aspirar a vivir de ello, estimables y apreciables, dotadas de un valor. Lo que no sea eso es difícil de comprender, ya sea el encerrarse para leer o escuchar música, encerrarse para pensar, encerrarse para escribir o pintar y, llevando las cosas al límite, encerrarse para contemplar(se) o para orar o para flagelarse o drogarse. De modo que, tercera enseñanza, hay que admitir que hay dos clases de personas en el mundo: los sensatos, para quienes el hacer es material e inmediato y muy justificado; y los locos, que creen que hacen cuando no hacen las cosas que hacen los otros. Sé que esta división es esquemática y sin duda refutable, o sólo perfeccionable, por qué no. O superficial porque tapa otro tema que en realidad es lo que me interesa tocar: unos y otros, sea como fuere, viven y, desde luego, hay puntos de contacto entre ambos; así, cuando digo que yo bajaba 'sólo para lo indispensable', quiero decir para comer, y la comida, parece tonto decirlo, estaba preparada por alguien y alguien, acaso yo mismo, proveía de los elementos para los cuales ganaba algún dinero no precisamente leyendo a Dostoievsky". Muchos años después, y con una brillante carrera como investigador básicamente sobre la literatura -aunque también abarca la semiótica, el análisis del discurso, el ensayo semi-filosófico y la historia de la literatura-, Jitrik se explaya sobre el fenómeno apasionante de la escritura en la tercera y última parte de las entrevistas publicadas en las revistas "Literatura. Teoría, historia, crítica" de Colombia y "Atenea" de Chile.


¿Cómo relacionar la producción literaria con las dictaduras vividas, que en Chile y en la Argentina nos afectó especialmente?

Por un lado, pasó lo que todos conocen, la dispersión: unos se fueron, otros se quedaron. Los que se fueron pudieron, bien o mal, continuar el desarrollo de lo que le dictaban sus respectivos imaginarios, con ciertas garantías de que ese imaginario no les hacía correr riesgos, o a lo sumo los enfrentaba con los riesgos propios de lo simbólico, no de lo físico, de la represión. Eso dio algunos frutos interesantes, otros no tanto, pero ahí está ese sector a determinar. Más enigmático e importante es lo que pasó en la gente que no se fue y que debió soportar estas horribles dictaduras. Ahí también hubo una diversificación: hubo quienes consideraron el ejercicio de la literatura como el de una resistencia, que no se daba en lo explícito de los textos sino en la complejidad de la propia escritura. Para esa gente fue una experiencia muy importante, y me parece que sobre todo ocurrió en la poesía. Lo que creo fundamental es que todo ese fenómeno sirvió para poder comprender el proceso y soportarlo, hasta que aclarara para los demás; porque, en muchos casos, esa gente siguió escribiendo como lo hizo en esos años oscuros. Pero hubo otro tipo de gente que más bien se plegó al lenguaje en curso, que -con mayor o menor conciencia de ello- se dejó infiltrar por ese lenguaje e intentó crearse coartadas para seguir haciendo algo pero sin ser objeto de la represión; o aludiendo a algún tipo de problemática que les hacía sentirse bien consigo mismos. Recuerdo que un día me llegó a México una revista que se hacía en Buenos Aires, en la que se empleaba la palabra "subversión" aplicada a la literatura. Y yo les dije que en el contexto reinante, ésa era una palabra de la dictadura.

También comenzó a escribir narrativa afuera...

Yo había escrito antes narraciones, cuentos o algo parecido, y libros de poemas, aunque empecé a pensar en términos de narración con mayor fuerza cuando estuve en México.

¿Y qué ocurrió en general con la literatura post-exilio, caso España después de Franco?

La dictadura de Franco abarcó dos generaciones y era muy sofocante, pero ya había desde años antes de su muerte manifestaciones destacables en el orden de la poesía y de la literatura en general. Por ejemplo, un escritor como Fernando Quiñones escribió en la época de Franco, y era un ser humano completo y un poeta muy vigoroso, que estaba al día en su lenguaje; mientras que otros, esos académicos acartonados, seguían el rumbo de la asfixia franquista. Hubo también entre nosotros obras sobre el exilio, con la palabra exilio puesta como cartel, y lo mismo sobre la dictadura. Sin embargo, me parece que éstos son procesos muy largos para que esas temáticas encarnen bien en una escritura. Por ejemplo, lo que ocurrió con relación al nazismo: los mejores libros sobre el universo concentracionario son relativamente recientes. Hay en cambio algo importante en relación con ese mundo, y probablemente la haya también en América Latina: los diarios o los testimonios que incluso todavía en muchos casos no han sido dados a conocer.

Lo de Jorge Semprún con Buchenwald, que no pudo escribir sobre eso, ¿sería un ejemplo?

El ejemplo más dramático quizás sea el de Primo Levi, quien entra al pabellón de infecciosos porque allí puede seguir escribiendo. Eso es impresionante, es casi kafkiano: la herencia kafkiana de la escritura como riesgo de muerte. Por lo demás, se necesitó -los alemanes en particular- de muchos años para entender la dimensión de lo que había ocurrido. La explicitación, por cierto, vino enseguida, y lo mismo acá; quiero decir que en los años '83, '84, hubo una explosión de explicaciones sobre lo que fue la dictadura, desde el "Nunca más" en adelante. Pero se trata de un fenómeno diferente. Hay relatos que intentan mostrar la violencia y que, sistémicamente, están en el orden de las relaciones sociales; en algún momento ese orden se potencia, por ejemplo cuando se instala una dictadura; pero, en esencia, es lo mismo: las relaciones de dominación, de inequidad, de violencia, son constantes e inherentes al sistema. Creo que ver a la gente hurgando basura en la calle es algo casi tan violento como las desapariciones. Es una desaparición de otra especie.

Antes mencionó a Benjamin, quien en su versión del "Angelus Novus" nos habla del "ángel de la historia" con el rostro vuelto hacia el pasado cuyas ruinas querría rehacer; pero un huracán lo empuja irremisiblemente hacia el futuro. Se ha referido a la historia como un relato con marchas y contramarchas. ¿El relato de un huracán?

Una cosa es la historia entendida como recuperación de acontecimientos significativos para la sociedad: ésa es una dimensión que ofrece su materia a los profesionales de la historia. En cuanto al devenir histórico propiamente dicho, en parte es asunto de los historiadores y, en parte, de los intelectuales y escritores y filósofos y de todas las actividades discursivas en general. Para entender lo que es la historia hay que recurrir a Hegel, por ejemplo: para Hegel el sentido de la historia era la marcha incesante hacia el reino del Espíritu al que se llegaría al final de los tiempos, lo cual implicaría, precisamente, el final de la historia misma, puesto que sería pura realización. Mientras que la historia vivida y sufrida es puro proceso que no concluye nunca, no hay finalidad salvo hablar de "la felicidad de los pueblos", una noción también utópica. Creo que cuando se habla de progreso histórico se confunde la idea de historia con civilización. Es evidente que la civilización progresa. Nosotros hablamos ahora ante un grabador, algo inexistente en el siglo XIX. La obra de Dostoievsky, Dickens, Zola, Balzac, fue escrita a mano; Mozart escribió toda su obra a la luz de una vela y padeciendo los fuegos del infierno. Ese es el progreso verificable. Quizás no lo haya en la historia, si pensamos en el orden del sentido: estamos siempre con las mismas perplejidades. Pero con aquella noción de la historia como relato, yo me refería a la construcción del decir de la historia, que es la posición de Michael de Certeau o de Maurice Blanchot: la historia para ellos es relato. Y en Blanchot esto es aún más radical, es relato ineludible; la escritura de lo más concreto de la praxis histórica es ya un relato, con las palabras y la sintaxis de la lengua. Yo suscribo plenamente esa idea y la llevo también al plano de la crítica. Cuando hice crítica traté de salirme de las ortodoxias del discurso crítico, vividas como condiciones en las academias, para hacer relatos acerca del objeto del que me ocupaba.

El relato literario se veía antes como unidad cerrada. Esa pretensión totalizadora luego se diluyó. ¿También ocurrió con la idea de la historia? ¿Cómo sería la relación entre ambos?

Hay una relación ineludible: la idea de modernidad no es la idea convencional, datada, de "modernidad". Una escritura moderna, podríamos decir, es o era aquella que en algún punto respondió o responde a lo que está ocurriendo en el conjunto social. Pero no como transcripción sino como vibración (y otra vez estoy usando palabras poco ortodoxas...). Pero esto ya lo sabía la filología: cuando apareció Quevedo, su poesía se hallaba en secreta consonancia con lo que estaba ocurriendo en el Imperio como disgregación, como incertidumbre; pero no en el orden del querer decir, sino en el de la sintaxis, de las palabras puestas unas junto a otras. Eso se percibe muy pronto y genera fenómenos duraderos. Un ejemplo preclaro de ello sería la escritura de Kafka. Hay gente que trata de ver "El proceso" como un anticipo de los campos de concentración. No interesa en ese sentido. La figuración de "El proceso", su orden de escritura, tiene que ver justamente con la disgregación del sentido histórico al que el racionalismo nos había acostumbrado.

¿El llamado posmodernismo aporta, a su turno, una visión reacia a cualquier ideología?

Sí, si se entiende por ideología un conjunto satanizado de ideas. Eso es el posmodernismo: estar en contra de la ideología. Para los llamados posmodernos es estar en contra de los esquemas ideológicos y con ello, creen, se acabó también la historia. Pero la ideología funciona y funcionará siempre, porque no tiene que ver con un tipo de pensamiento orientado a ciertos fines sino que es una construcción que hacen los grupos humanos, tendiente a establecer una relación inteligible con el mundo. Al resultado lo podemos designar como ideologemas. Eso no está ausente de ningún acto humano, desde gestual hasta verbal: está impregnado de ese saber social global aunque no lo represente, y sobre todo si no lo representa. Ahí podemos empezar a entender la posición de un escritor y pensador como Macedonio Fernández.

¿Y el nexo violencia-escritura? "El matadero", de Echeverría, texto fundante entre nosotros, describe la tortura a un opositor a Rosas en forma de una violación atroz...

Sí, eso es en el orden de la representación. Echeverría denuncia el rosismo, como Mármol en "Amalia". El tema de la violencia puede ser visto como representación, o bien más fenomenológicamente, ver dónde reside la violencia, qué es la violencia. En cuanto a la representación no podría esperarse otra cosa de una literatura llamada militante y de denuncia, que siguió durante el siglo XIX, se prolongó durante casi todo el siglo XX y aún hoy continúa; hay gente que escribe sólo eso. Pero hay otra idea posible de la violencia como fundante. El primer hombre comete un acto de violencia: ya no camina apoyándose en las manos, sino que se yergue; ése es un acto de violencia. Y es un acto violento dejar marcas en los muros, y la propia escritura. O la constitución misma de la sociedad: son todos actos antinaturales. Eso es lo humano; es lo que disipa o disciplina a la naturaleza. Toda cultura es violenta, sigue siendo violenta; pero, además, toda escritura lo es simplemente porque es innecesaria desde cierta perspectiva. Podría no escribirse y no pasaría nada. Incluso se da físicamente en el que escribe: se retrae del conjunto para trazar algunos signos. La violencia es constituyente. Que la literatura reproduzca situaciones de violencia, eso en cada escritor puede tener un carácter diferente.

Aunque el mundo se achicó, ¿un escritor que nazca a la escritura en Suiza llega condicionado para escribir en forma diferente a quien lo hiciera en la Argentina de Videla o el Chile de Pinochet?

Se podría poner un ejemplo más extremo: en Africa. Pero ahí también está el milagro de la escritura. De pronto las condiciones sociales en las que se produce son muy ambiguas y contradictorias. Silvio Pellico escribió un libro en la cárcel: "Mis prisiones". Dostoievsky también escribió "Memorias del subsuelo" tras una experiencia carcelaria. El resultado puede ser evaluado de maneras diferentes. Hay quien puede ver en lo de Primo Levi una atroz denuncia de los campos de concentración; otros pueden ver -yo puedo ver- algo que va más allá, un gesto extremo de resistencia y de vida. No sería muy distinto de lo que hicieron Kafka, Joyce, Borges o Macedonio. En cualquier circunstancia o cualquier cultura puede darse esa densidad. En Suiza hay un cineasta, Alain Tanner, muy bueno y a la vez muy denso, y lo mismo está ocurriendo con ciertos momentos del cine latinoamericano: no hay condiciones para hacer buen cine, y sin embargo existen películas extraordinarias. Otro ejemplo puede verse en la correspondencia entre René Char y el pintor surrealista Victor Brauner. Esa correspondencia es absolutamente trivial en ciertos aspectos. Char le pregunta si tiene comida, si le alcanza el dinero, etcétera. En otro sentido no es trivial, porque Char le comenta de un poema que está escribiendo y le pregunta sobre su pintura. Y todo eso en plena ocupación nazi. Uno podría preguntarse: pero esta gente, ¿dónde vivía? ¿En qué clase de universo cerrado vivían, que no tenían en cuenta las condiciones externas? Pero la correspondencia termina con una carta en la que Char le dice: "la próxima carta envíela a nombre del capitán tal o cual, a tal lugar, donde yo la recibiré porque yo soy ese capitán de la resistencia antinazi". O sea, una cosa es cierto orden de compromiso social o político directo, y otra el silencioso y constante trabajo de una literatura que, en el caso de René Char, es también silenciosa, es una poesía de recogimiento. Y él seguía escribiéndola durante la ocupación nazi.

¿Por qué afirma que la muerte no puede estar ausente de ningún esquema epistemológico?

Es que la muerte está ligada a la temporalidad, y en la temporalidad vivimos. Cualquiera sea la concepción del tiempo, el tiempo transcurre, y tenemos una conciencia muy viva de su transcurso. Además, cuanto hacemos es en el tiempo. Podemos conquistar el espacio, pero lo hacemos también en el tiempo. El tiempo es el tobogán por el que nos deslizamos y la cinta por la que corremos. Estamos hechos de tiempo. Pero esa temporalidad es también muerte, que es el ineluctable final de la cadena temporal. Y eso está presente también en la escritura. La escritura está hecha en un sentido de muerte, con un aditamento: que la escritura recae en el signo y aleja así la cosa significada. Esta es una idea de Blanchot que me pareció siempre muy luminosa. Al poner por escrito algo, o al usar una palabra relativa a un objeto, el objeto muere. Y lo que aparece es su representación a través del signo.

¿Se lo exorciza?

Se lo elimina. Porque el objeto no tiene un nombre inherente a su ser de objeto, sino un nombre arbitrario. La etimología puede determinar la evolución de esa denominación pero no puede cambiar la naturaleza de la misma, que es arbitraria aunque luego haya permanecido y parezca inevitable. Digo la palabra "mesa", y es una palabra arbitraria por más que tenga una historia como palabra, y venga de "mensa" y del mundo indo-europeo, y todo lo que se quiera. Cuando yo evoco el nombre, y lo inscribo, la cosa muere y desaparece. Y me manejo en ese conjunto de arbitrariedades. Dentro de tal conjunto de arbitrariedades es que puedo escribir poesía.

¿Se escribe para matar a la muerte?

Se escribe en la muerte, matando la cosa. Y como aspiramos a las cosas, en un intento de percepción vampírica de las mismas, al escribirlas estamos también matándolas. Este es el destino de las cosas, y es nuestro destino como escritores y como humanos.