4 de noviembre de 2011

Entremeses literarios (CXL)

HEMISFERIOS
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Aquella fatídica noche la yaya Juanita perdió a la mitad de su marido. Desde entonces él puede cantar pero no hablar, copiar pero no escribir. Juega al parchís pero no a los bolos. Ha aprendido a pintar mandalas con la mano izquierda. Sonríe dibujando una asimétrica media luna. Vive en un puro presente sin saber del pasado ni del futuro. Se le ve feliz y sosegado. La yaya sabe que él solo la ve si se acerca por la izquierda. Desde ese lado le habla, en una conversación en la que ella inventa y pone voz a la otra mitad. Ya no discuten, solo se miran y se interpretan. Ella se empeña en compensar esta extraña partición: ahora le quiere y le cuida el doble que antes. También está el doble de cansada. Nunca imaginó que se pudiera morir a plazos. Ya está empezando a habituarse a este nuevo marido manso y silencioso, a esa línea imaginaria que divide su cuerpo en dos, dejando una garra a un lado y una mano al otro, a ese movimiento infinito de ida y vuelta de la cama al comedor en la silla de ruedas. Mira los radios de las enormes ruedas girando como una ruleta a lo largo del pasillo. No entiende, pero acepta. Como cada vez que la vida le dio una noticia inesperada.


CACERIA
Ednodio Quintero
Venezuela (1947)

Permanece estirado, boca arriba, sobre la estrecha cama de madera. Con los ojos apenas entreabiertos busca en las extrañas líneas del techo el comienzo de un camino que lo aleje de su perseguidor. Durante noches enteras ha soportado el acoso, atravesando praderas de hierbas venenosas, vadeando ríos de vidrio molido, cruzando puentes frágiles como galletas. Cuando el perseguidor está a punto de alcanzarlo, cuando lo siente tan cerca que su aliento le quema la nuca, se revuelca en la cama como un gallo que recibe un espuelazo en pleno corazón. Entonces el perseguidor se detiene y descansa recostado a un árbol, aguarda con paciencia que la víctima cierre los ojos para reanudar la cacería.


NAUMAQUIAS Y PANTOMIMAS
Ana María Shua
Argentina (1951)

Al principio los hombres nos imitaban. Los antiguos romanos, sobre todo, llegaron a obtener cierto grado de perfección. En las pantomimas circenses los actores eran por lo general criminales condenados a muerte. Salían a la arena con túnicas bordadas en oro y mantos de púrpura. De pronto, los vestidos se incendiaban y los delincuentes morían quemados. El populacho llamaba a estas prendas, la túnica molesta. También se los embadurnaba de resina y de pez: al arder se convertían en antorchas humanas que iluminaban la noche. A veces las pantomimas recreaban con autenticidad hechos históricos, o mitos más o menos trágicos, como la castración de Atis. Pero los combates de tropas y sobre todo las naumaquias, simulacros de batallas navales, eran mucho más sangrientos, por la cantidad de participantes. La más importante de las naumaquias fue, sin duda, la que organizó el emperador Claudio en el año 52. En un enorme lago artificial donde se enfrentaron la falsa flota de Sicilia contra la de Rodas, diecinueve mil hombres combatieron a muerte. Entre nosotros, no hubo un espectáculo popular tan exitoso como el de la Segunda Guerra Mundial, por su duración y por la cantidad de personas involucradas. Sin embargo, cuando terminó, se alzaron algunas voces de condena. Habían muerto cincuenta y cinco millones de seres humanos, que no se reproducen con facilidad. Desde entonces, y sobre todo a partir del desarrollo de las armas nucleares (¡tienen una maravillosa inventiva!) se prefieren enfrentamientos limitados, como Vietnam, las guerras tribales del Africa, el terrorismo, los Balcanes, en fin, situaciones acotadas que nos permitan disfrutar del espectáculo y promover las apuestas sin poner en verdadero riesgo a esta entretenida y belicosa especie.


LA VACA
Augusto Monterroso
Guatemala (1921-2003)

Cuando iba el otro día en el tren me erguí de pronto feliz sobre mis dos patas y empecé a manotear de alegría y a invitar a todos a ver el paisaje y a contemplar el crepúsculo que estaba de lo más bien. Las mujeres y los niños y unos señores que detuvieren su conversación me miraban sorprendidos y se reían de mí pero cuando me senté otra vez silencioso no podían imaginar que yo acababa de ver alejarse lentamente a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha.


EXTRAÑA CIUDAD
Robert Walser
Suiza (1878-1956)

Erase una vez una ciudad. Sus habitantes eran simples muñecos. Pero hablaban y caminaban, tenían sensibilidad y movimiento y eran muy corteses. No se limitaban a decir "buenos días" o "buenas noches" sino que también lo deseaban, y de todo corazón. Tenía corazón aquella gente. Y eso que era gente de ciudad por los cuatro costados. Suavemente -y a regañadientes, como quien dice- se habían desprendido de su componente rústico y grosero. Su corte de ropa y su comportamiento eran lo más refinado que un hombre de mundo o un sastre profesional hayan podido imaginar jamás. Nadie llevaba ropa vieja o raída ni excesivamente holgada. El buen gusto había impregnado a cada uno de los habitantes, no existía eso que llaman plebe, todos eran perfectamente iguales en cuanto a modales y educación, sin ser, no obstante, parecidos, lo que sin duda hubiera sido aburrido. En la calle sólo se veía, pues, gente bella y elegante, de noble y desenvuelto porte. La libertad era algo que sabían manipular, dirigir, frenar y conservar con sumo refinamiento. De ahí que nunca se produjeran transgresiones relacionadas con la moral pública. Y menos aún ofensas a las buenas costumbres. Las mujeres, sobre todo, eran estupendas. Su vestimenta era tan fascinante como práctica, tan hermosa como seductora, tan decorosa como atractiva. ¡La moralidad seducía! Por la noche, los jóvenes salían de paseo detrás de esa seducción, lentamente, como soñando, sin caer en movimientos presurosos ni ávidos. Las mujeres iban vestidas con una especie de pantalones, unos pantalones de encaje por lo general blancos o celestes que, por arriba, terminaban en un talle muy ceñido. Los zapatos eran altos y de color, del cuero más fino. ¡Era una delicia ver cómo los botines se ajustaban a los pies y luego a la pierna, y cómo ésta sentía que algo precioso la ceñía y los hombres sentían que la pierna lo sentía! Llevar pantalones ofrecía la ventaja de que las mujeres ponían su espíritu y lenguaje en su forma de andar, que, oculta bajo la falda, se siente menos juzgada y observada. Todo era, en general, un sentir único. Los negocios iban de maravilla, porque la gente era despierta, activa y honesta. Era honesta por educación y buen tipo. Complicarse unos a otros esa hermosa y fácil existencia no les hacía ninguna gracia. Dinero había suficiente y para todos, pues todos eran tan juiciosos que pensaban antes que nada en lo necesario, y todos facilitaban a todos el acceso al buen dinero. Domingos no había, como tampoco una religión por cuyos dogmas pudieran disputarse. Los lugares de esparcimiento eran las iglesias, en las que se reunían para meditar. El placer era para aquella gente una cosa sagrada, profunda. Que permanecían puros en el placer era algo evidente, pues todos tenían la necesidad de hacerlo. Poetas no había. Los poetas no hubieran podido decir nada nuevo ni edificante a gente así. También brillaban por su ausencia los artistas profesionales, pues la habilidad para cualquier tipo de arte se hallaba ampliamente difundida. Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas para ser gente artísticamente despierta y talentosa. Y aquellos lo eran, porque habían aprendido a proteger y utilizar sus sentidos como algo precioso. No necesitaban buscar giros lingüísticos en los diccionarios porque ellos mismos poseían una sensibilidad fina, fluida, alerta y vibrante. Hablaban bien dondequiera que tuviesen la oportunidad de hacerlo; dominaban el idioma sin saber cómo habían llegado a hacerlo. Los hombres eran bellos. Su comportamiento se correspondía con su educación. Muchas eran las cosas que se deleitaban y ocupaban, pero todo guardaba relación con el amor por las mujeres guapas. Todo quedaba enmarcado en una relación delicada y ensoñadora. Se hablaba y pensaba con gran sensibilidad sobre cualquier cosa. Los asuntos financieros eran abordados con mayor tacto, nobleza y sencillez que hoy en día. No existían las denominadas cosas sublimes. Imaginarse alguna hubiera sido intolerable para aquella gente, sensible a la belleza del mundo existente. Todo cuanto ocurría ocurría con intensidad. ¿Sí? ¿De veras? ¡Qué tonto soy! No, no hay nada cierto de aquella ciudad y aquella gente. No existen. Son pura y simple invención. ¡Muévete, muchacho! Y el muchacho salió a pasear y se sentó en el banco de un parque. Era mediodía. El sol brillaba a través de los árboles y salpicaba manchas en el camino, en las caras de los paseantes, en los sombreros de las damas, sobre el césped; era un sol muy travieso. Los gorriones retozaban saltarines, y las niñeras empujaban sus cochecitos. Era como un sueño, como un simple juego, como un cuadro. El muchacho apoyó la cabeza en el codo y se integró en el cuadro. Poco después se levantó y se fue. Claro que esto es asunto suyo. Luego vino la lluvia y difuminó la imagen.


EL MILAGRO
William Somerset Maugham
Gran Bretaña (1874-1965)

Un yogui quería atravesar un río, y no tenía el penique para pagar la balsa y cruzó el río caminando sobre las aguas. Otro yogui, a quien le contaron el caso, dijo que el milagro no valía más que el penique de la balsa.


EL NOVIO DE LA CHINA MAYOR
María del Carmen Colombo
Argentina (1950)

El novio de la china mayor, un italiano que la chica conoció en el conventillo, es un exhibicionista. A pulso, despliega frente a ella el tapiz de sus sentimientos, llenos de dragones y heroicos samurais. Dice que quiere ser director de cine y ensaya con la novia, que se disfraza de público para aplaudir las escenas más dramáticas del tapiz. La chica, en cambio, quiere ser decoradora de interiores y ensaya con el muchacho. Pone caricias y besos artificiales adentro de los sentimientos del italiano. A veces su actitud enfurece a los dragones. Otras, los valientes samurais sacan sus espadas y le ofrecen casamiento.


TANTOS PROBLEMAS Y ESTE CANTA
Charles Reznikoff
Estados Unidos (1894-1976)

Pasada su enfermedad, él seguía en cama. Veía por la ventana, cuando no había escarcha, nubes y la rama de un árbol. Los pájaros cruzaban el cielo, o un gorrión saltaba entre ramitas. El observaba, quieto como la rama; le parecía que su sangre estaba fresca como savia. Cuando movía las manos o el cuerpo, se movía despacio, como la rama en el crepúsculo. Sus padres pensaban simplemente que todavía estaba débil. En marzo estuvo bien. A menudo cuando entraba a su cuarto, iba hasta la ventana unos minutos y se quedaba mirando el árbol. Y lo miró brotar, y las hojitas y las hojas ya crecidas y las hojas colorearse y caer. Los padres habían perdido su dinero. Vendieron la casa y tenían que mudarse. Subió a su cuarto por última vez. El tronco del árbol, ramas y ramitas estaban quietos. Pensó: "El árbol es simétrico... y todo lo que crece... en forma... Y en cambio a través de los años... Así es mi vida... y todas las vidas". Bajó las escaleras cantando alegremente. Su padre dijo: "Tantos problemas y éste canta".


LOMBRICES
Guillermo Samperio
México (1948)

A medida que la gente se va haciendo vieja, se olvida de las lombrices. Las lombrices siempre están esperando a los niños; ellos las cortan en trocitos como cuando las mamás preparan salchichas con huevo, o las levantan hacia el cielo para leer sus contorsiones sensuales, o se la meten en la oreja a otro niño, o las aplastan cuando se aburren. Por esto las lombrices más experimentadas opinan que es bueno que la gente que se hace vieja se olvide de ellas. Sólo el poeta mete su cuchara en la tierra para las macetas.


LA NIÑA
Juan Ramón Jiménez
España (1881-1958)

La niña llegó en el barco de carga. Tenía la naricilla gorda, hinchada, y los ojos de otro color que los suyos. En el pecho le habían puesto una tarjeta que decía: "Sabe hablar algunas palabras en español. Quizá alguien español la quiera". La quiso un español y se la llevó a su casa. Tenía mujer y seis hijos, tres nenas y tres niños.
- ¿Y qué sabes decir en español, vamos a ver?
La niña miraba al suelo.
- ¿Ser "nice"? -Y todos se reían-. Me "custa el socolate". -Y todos se burlaban.
La niña cayó enferma. "No tiene nada", decía el médico. Pero se estaba muriendo. Una madrugada, cuando todos estaban dormidos y algunos roncando, la niña se sintió morir. Y dijo:
- Me muero. ¿Está bien dicho?
Pero nadie la oyó decir eso. Ni ninguna cosa más. Porque al amanecer la encontraron muda, muerta en español.