29 de diciembre de 2011

Augusto Monterroso y los "pájaros" de Hispanoamérica

El escritor guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003) fue un gran narrador y ensayista que incluyó en su obra la parodia, el absurdo, la fábula, la caricatura y el humor negro. Maestro de la brevedad, con su prosa concisa, accesible, sencilla y a la vez pletórica de referencias cultas, abordó temáticas complejas sentando los cimientos de un universo inquietante. Traducida a varios idiomas, su obra incluye títulos como "El concierto y el eclipse", "Uno de cada tres", "El centenario", "Obras completas y otros cuentos", "La oveja negra y demás fábulas", "Movimiento perpetuo", "Animales y hombres", "Lo demás es silencio", "Las ilusiones perdidas", "Esa fauna", "La vaca", "La palabra mágica", "La letra e. Fragmentos de un diario" y "Literatura y vida". Uno de sus últimos libros fue "Pájaros de Hispanoamérica", un volumen en el que recogió treinta y siete textos que plasman otros tantos retratos (incluido el suyo propio) de treinta y seis escritores latinoamericanos contemporáneos. Los escritores fueron convertidos en pájaros por obra y gracia de la metáfora que Monterroso confesó haber extraído del texto precolombino Popol Vuh -el libro sagrado de los indios quichés- que dice: "Y sus hermanos mayores se admiraban de ver tantos pájaros". A propósito de la recolección de textos biográficos, el autor señaló en el prólogo: "Los pájaros que aquí aparecen fueron atrapados por mí en momentos muy diferentes de mi vida y de sus vidas, con mi pluma como único testigo. Teniéndolos enjaulados en diversos libros en los que conviven con especies de otros continentes con las que se entienden bien y a veces mal, quiero ahora ponerlos en un mismo recinto, en el cual, si no libres, estarán por lo menos con los suyos, sin saber si todavía así aceptarán vivir juntos, cosa difícil entre volátiles de diferentes géneros y aun del mismo. Lo que aquí presento no son retratos; ni siquiera bocetos o apuntes, sino tan sólo el trazo de ciertas huellas que algunos pájaros que me interesan han dejado en la tierra, en la arena y en el aire, y que yo he recogido y tratado de preservar". Los artículos periodísticos en los que Monterroso comenta la huella que diversos autores, hispanoamericanos como él, han dejado en su persona al tratarlos o en su obra al leerlos, son textos de extensión reducida cuyo contenido oscila entre la crítica, la evocación y la memoria autobiográfica, escritos con un enfoque cordial, amistoso y admirativo. Cuatro de esos textos son los que les dedicó al mexicano Juan Rulfo (1918-1986), al peruano Manuel Scorza  (1928-1983), y a los argentinos Jorge Luis Borges (1899-1986) y Julio Cortázar (1914-1984).


JUAN RULFO, FANTASMOLOGO

Comida con Juan Rulfo en casa de Vicente y Alba Rojo. Preocupaciones de Juan, problemas que lo agobian a estas alturas en que debería tener todo resuelto. Acostumbrado a tratar con fantasmas, los seres de la vida real son para él menos manejables que los que tan admirablemente ha puesto en su lugar en la ficción, y a través de la ficción en la mente de tantos lectores suyos en el mundo, que por su parte han hecho de él una fantasía, un ser inasible y lejano de un México igualmente remoto. Pero la realidad es más dura; en ella las puertas no se atraviesan a voluntad sin abrirlas y, cuando se abren, los problemas están allí, irrespetuosos, indiferentes a la fama y el prestigio literarios. ¿Cómo es Juan Rulfo?, me preguntan a veces los lectores suyos lejanos, y yo trato de describirlo como el ser humano más natural que he conocido siempre; pero ellos se empeñan en no creerlo y entonces prefiero hablar de su obra o contar alguna anécdota a fin de calmarlos, ya que no puedo convencerlos. En abril de 1980 María Esther Ibarra me hizo las siguientes preguntas para un semanario mexicano: "¿Qué revela la obra de Juan Rulfo y cómo debe ubicarse, un cuarto de siglo después de su creación? ¿Qué influencias han ejercido 'El llano en llamas' y 'Pedro Páramo' en la producción de los escritores de habla española?". Mi respuesta: "No creo que en cuanto a mí pueda hablarse de influencia de libro a libro. Es obvio que lo que Rulfo escribe es muy diferente de lo que yo hago. Pero sí puede hablarse de influencia en muchos otros órdenes o, tal vez mejor, de coincidencias con respecto a la apreciación de la literatura, del oficio. La mesura de Rulfo, que debería ser una influencia general, la falta de prisa de sus primeros años y su reacia negativa posterior a publicar libros que no considera a su propia altura, son un gesto heroico de quien, en un mundo ávido de sus obras, se respeta a sí mismo y respeta, y quizá teme, a los demás. Hasta donde pude, traté de recibir su influencia y de imitarlo en esto. Pero la carne es débil". Rulfo es un caso único. Se puede detectar una escuela o una corriente kafkiana o borgiana; pero no la rulfiana, porque no tiene imitadores buenos. Supongo que éstos no han comprendido muy bien en dónde reside el valor de su maestro. ¿Cómo imitar algo tan sutil y evasivo sin caer en la burda repetición del lenguaje o las situaciones que presentan "El llano en llamas" o "Pedro Páramo"? Los imitadores no constituyen necesariamente una escuela. Pero volviendo al propio Rulfo, una de sus grandes hazañas consiste en haber demostrado hace veinticinco años que en México aún se podía escribir sobre los campesinos. Entonces se pensaba con razón que éste era un tema demasiado exprimido y, al mismo tiempo, que el objetivo del escritor debía ser la ciudad, la gente de la ciudad y sus problemas. O Joyce o nada. O Kafka o nada. O Borges o nada. Cuando todos estábamos efectivamente a punto de olvidar que la literatura no se hace con asfalto o con terrones sino con seres humanos, Rulfo resistió la tentación del rascacielos y se puso tercamente (tercamente es la palabra, me consta) a escribir sobre fantasmas del campo. En ese tiempo se creyó equivocadamente que Rulfo era realista cuando en realidad era fantástico. En un momento dado Rulfo y Kafka se estrechaban la mano sin que nosotros, perdidos en otros laberintos, nos diéramos cuenta. Ni nosotros ni nuestra buena crítica, que creía que lo fantástico se hallaba únicamente en las vueltas de tuerca de Henry James. Pero los fantasmas de Juan Rulfo están vivos siendo fantasmas y, algo más asombroso aún, sus hombres están vivos siendo hombres. ¿Cómo puede haber escuelas rulfianas a la altura de Rulfo?

MANUEL SCORZA, NOVELISTA

El 15 de noviembre pasado me encontré con Manuel Scorza. B. y yo fuimos a verlo a su departamento, 15, rue Larrey, en París. Comenzamos a hablar, como siempre, de México, de amigos comunes, para desembocar, como siempre, en la literatura. Noté que Scorza había adquirido una nueva manía. Cada poco tiempo sacaba una especie de libretita y un lápiz y anotaba cualquier broma que le decíamos, cualquier ocurrencia, mientras declaraba: "Lo pondré en mi próxima novela", y guardaba su papelito para volver a sacarlo cinco minutos después. Entonces yo le recordé que Joyce practicaba también esa costumbre y que hubo una época en que en las reuniones ya nadie quería decir nada delante de él porque todos sabían que sus frases (generalmente de lo que se hace una conversación entre escritores, sólo que la mayoría las deja escapar, o las desperdicia sin preocuparse, o cuando mucho espera a llegar a su casa para anotarlas) irían a dar a sus novelas. Pero Manuel dijo: "A mí no me importa, y eso también lo voy a anotar". Y así seguimos un buen rato hasta que en un momento dado se levanta y dice riéndose: "¿Saben una cosa? Por fin ya aprendí a escribir, ya no me interesan los adjetivos ni las comas ni nada de ese tipo; ya descubrí el humor, ya hago lo que quiero sin preocuparme neuróticamente por la forma o la perfección o esas vanidades. ¿Les leo las primeras páginas de mi nueva novela?". Cuando le dijimos que sí, la trajo y comenzó a leer. Mientras lee yo alcanzo a ver las páginas escritas a máquina y según él ya en limpio, en las que observo tachaduras en una línea y en otra, y cambios producto quizá de la relectura preocupada de esa misma mañana, o del último insomnio. Scorza que comenzó leyendo con cierto brío y distintamente, va perdiendo poco a poco el aplomo y acaba por decir mejor hasta ahí, que nos está aburriendo, pero que más adelante la obra mejora, que en todo caso le falta todavía mucha investigación que hacer en la Bibliothèque Nationale porque hay cosas que tienen que estar bien documentadas. Qué fastidio, dice, ahora que ya aprendí a escribir. Y prefiere contarnos los problemas que tuvo para cobrar sus derechos de autor a no sé qué editorial, y cómo casi lo logró cuando hace algunos años, durante un congreso de escritores en una capital sudamericana, ante las cámaras de televisión y un auditorio nacional el Presidente de la República dijo señalándolo: "Es un honor para nosotros tener aquí al gran novelista peruano Manuel Scorza. ¿Qué mensaje nos trae, señor Scorza?". "Señor Presidente yo no traigo ningún mensaje, traigo una factura". Fue cuando saqué mi libreta, anoté su dicho, y nos reímos.

JORGE LUIS BORGES, CABALISTA

Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka encontré su prólogo a "La metamorfosis" y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de los prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Wolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández; y finalmente volver a ese ilusorio Paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial. Por otra parte, el lenguaje. Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido, tan conciso, tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que, acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado, lo ve de pronto en la calle, más vivo que nunca. Por algún arte misterioso, este idioma nuestro, tan muerto y enterrado para mi generación, adquiría de súbito una fuerza y una capacidad para las cuales lo considerábamos ya del todo negado. Ahora resultaba que era otra vez capaz de expresar cualquier cosa con claridad y precisión y belleza; que alguien nuestro podía contar nuevamente e interesarnos nuevamente en una aporía de Zenón, y que también alguien nuestro podía elevar (no sé si también nuevamente) un relato policial a categoría artística. Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos vuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español. Acostumbrados como estamos a cierto tipo de literatura, a determinadas maneras de conducir un relato, de resolver un poema, no es extraño que los modos de Borges nos sorprendan y que desde el primer momento lo aceptemos o no. Su principal recurso literario es precisamente eso: la sorpresa. A partir de la primera palabra de cualquiera de sus cuentos, todo puede suceder. Sin embrago, la lectura de conjunto nos demuestra que lo único que podía suceder era lo que Borges, dueño de un rigor lógico implacable, se propuso desde el principio. Así el relato policial en que el detective es atrapado sin piedad (víctima de su propia inteligencia, de su propia trama sutil), y muerto por el desdeñoso criminal; así en la supuesta revisión de la obra del gnóstico Nils Runeberg, en la que se concluye, con tranquila certidumbre, que Dios, para ser verdaderamente hombre, no encarnó en un ser superior entre los hombres, como Cristo, o como Alejandro o Pitágoras, sino en la más abyecta y por lo tanto más humana envoltura de Judas. Y por último, el gran problema: la tentación de imitarlo era casi irresistible; imitarlo, inútil. Cualquiera puede permitirse imitar impunemente a Conrad, a Greene, a Durrell; no a Joyce, no a Borges. Resulta demasiado fácil y demasiado evidente. El encuentro con Borges no sucede nunca sin consecuencias. He aquí algunas de las cosas que pueden ocurrir, entre benéficas y maléficas: 1. Pasar a su lado sin darse cuenta (maléfica); 2. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo durante un buen rato para ver qué hace (benéfica); 3. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo para siempre (maléfica); 4. Descubrir que uno es tonto y que hasta ese momento no se le había ocurrido una idea que más o menos valiera la pena (benéfica); 5. Descubrir que uno es inteligente, puesto que le gusta Borges (benéfica); 6. Deslumbrarse con la fábula de Aquiles y la Tortuga y creer que por ahí va la cosa (maléfica); 7. Descubrir el infinito y la eternidad (benéfica); 8. Preocuparse por el infinito y la eternidad (benéfica); 9. Creer en el infinito y la eternidad (maléfica); 10. Dejar de escribir (benéfica).

JULIO CORTAZAR, PALINDROMISTA

Recuerdo el alboroto que en los años sesenta armó su novela "Rayuela", cuando las jóvenes inquietas de ese tiempo se identificaron con el principal personaje femenino, la desconcertante Maga, y comenzaron a imitarla y a bañarse lo menos posible y a no doblar por la parte de abajo los tubos de dentífrico, como símbolo de rebeldía y liberación; y luego los cuentos de Julio, que eran espléndidos y que existían desde antes pero que gracias a "Rayuela" alcanzaron un público mucho mayor, y más tarde sus vueltas al día en ochenta mundos y, como si esto fuera poco, sus cronopios y sus famas; y uno observaba cómo, fascinados por las cosas que se veían en estos seres de una mitología que suponían al alcance de sus mentes, los políticos y hasta los economistas querían parecer cronopios y no solemnes, y lo único que lograban era parecer ridículos. De todo esto, y de sus hallazgos de estilo y del entusiasmo que despertó entre los escritores jóvenes, quienes a su vez se fueron con la finta y empezaron a escribir cuentos con mucho jazz y fiestas con mariguana y a creer que todo consistía en soltar las comas por aquí y por allá, sin advertir que detrás de la soltura y la aparente facilidad de la escritura de Cortázar había años de búsqueda y ejercicio literario, hasta llegar al hallazgo de esas apostasías julianas que provisionalmente llamaré contemporáneas mejor que modernas; y sus encuentros de algo con que creó un modo y una moda Cortázar, con su inevitable caudal de imitadores. Los años han pasado y bastante de la moda también, pero lo real cortazariano permanece como una de las grandes contribuciones a la modernidad, ahora sí, la modernidad, de nuestra literatura. La modernidad, ese espejismo de dos caras que sólo se hace realidad cuando ha quedado atrás y siendo antiguo permanece. Leo el "Cuaderno de bitácora de Rayuela" de Ana María Barrenechea, en el que se reproduce el manuscrito del plan original de "Rayuela". Es consolador y estimulante ver en la parte facsimilar del manuscrito los avances y retrocesos, las vacilaciones ante los temas, la caracterización de las personas, los adjetivos corregidos o suprimidos, los diagramas, las "rayuelas" con sus números y lo supuestos pies de un jugador imaginario dibujados por el autor, los planos de edificios que después serán descritos, todo ese proceso que hace sufrir (según vayan las cosas) o gozar (según vayan las cosas) a los cuentistas, los novelistas o los poetas. Julio Cortázar. Un autor auténticamente moderno en esta publicación de sus manuscritos en la que se puede ver algo (nunca puede verse todo) de su forma de encarar eso que algunos llaman creación y que tal vez no sea sino un simple ordenamiento, su respeto, o su irrespeto, qué diablos, por la palabra escrita; o su humildad, finalmente, ante la inmensidad de un sí o de un no que a nadie le importa pero que al artista le importa; de un párrafo que se conserva o que se suprime, las enormes minucias que diría Chesterton y que el lector, ese último beneficiario o perdedor invisible, apenas sospecha.