13 de diciembre de 2011

Entremeses literarios (CXLIII)

VENGANZA
Juan José Hernández
Argentina (1931-2007)

Todas las noches, antes de acostarse, ordena su colección de objetos preciosos: una araña pollito sumergida en formol, un talismán de hueso que tiene la virtud de curar los orzuelos, un mono de chocolate, recuerdo de su último cumpleaños, y la famosa medalla de su tío, que los chicos del barrio envidian: "Alfonso XII al Ejército de Filipinas. Valor. Disciplina. Lealtad". Su tío la llevaba de adorno, colgada del llavero, pero él insistió tanto que acabó por regalársela. Con su abuela las cosas son más complicadas. En vano le ha pedido aquella piedra que trajo de la Gruta de la Virgen del Valle, el año de su peregrinación a Catamarca. Durante un tiempo agotó sus recursos de nieto predilecto para conseguirla; se hizo cortar el pelo, aprendió las lecciones de solfeo. Su abuela persistió en la negativa. Ni siquiera pudo conmoverla cuando estuvo enfermo de sarampión y ella se quedaba junto a la cama, leyéndole. Una tarde, mientras bebía jugo de naranja, interrumpió la lectura y volvió a pedirle la piedra de la Virgen. Su abuela le dijo que no fuera cargoso, que se trataba de una piedra bendita y que con reliquias no se juega. El chico, enfurecido, derramó el jugo de naranja sobre la cama. La abuela pensó que lo había hecho sin querer. Unos días después de este incidente, el chico abandonó la cama y cruzó a la casa de enfrente, donde vive la abuela. Tiene el propósito de sentarse en la silla de hamaca, cerca de la pajarera principal, y terminar "Robinson Crusoe". Se siente débil, y el médico ha recomendado que lo hagan tomar un poco de sol por las mañanas. La casa de la abuela está llena de pájaros y plantas. En los patios hay jaulas de alambre tejido con cardenales y canarios; a lo largo de las paredes, casales de pájaros finos, seleccionados para cría; en el jardín del fondo, pajareras de mimbre con reinamoras. Tupidos helechos desbordan los macetones de barro cocido, y toda la casa es fresca, manchada y luminosa, como con luz cambiante de tormenta. Dentro de las habitaciones, la abuela, dos veces viuda, se consagra al recuerdo de sus maridos y a sus santos de siempre. San Roque y su perro, amparado por un fanal de vidrio, goza de la mayor devoción. Lamparitas de aceite arden todo el tiempo sobre la mesa que sirve de altar; flores de papel y un escapulario bordado en oro, con un corazón en llamas, completan la sencilla decoración. Allí también está la piedra de la Virgen, brillante de mica y de prestigio. Sentado en la silla de hamaca, el chico mira a su abuela, que ayudada por la criada riega las plantas, corta brotes malsanos y cambia el agua de las pajareras. Tiene entre sus manos "Robinson Crusoe", pero no lee. Piensa en la piedra que nunca será suya, en la negativa odiosa de la abuela. No ha vuelto a hablarle del asunto desde la tarde en que derramó el jugo de naranja sobre la cama. Imposible robársela. Es una piedra bendita. Y quién sabe si al intentar hacerlo no cae fulminado por un rayo como se cuenta de Uzza, en la Historia Sagrada, que tocó el Arca de Dios. El chico quiere leer y no puede. Observa la pajarera principal cuyo techo, de lata verde, imita el de una pagoda china. La abuela y la criada están distraídas regando las hortensias del jardín del fondo. Entonces se incorpora sin hacer ruido y abre una puerta de la pajarera. El primer canario vacila, desconfía, trina, y de pronto echa a volar. Los demás, siguiendo el ejemplo, huyen alborotados hacia los árboles del vecino.


EL HOMBRE DE LAS GELATINAS
Adolfo Castañón
México (1952)

Cierto vendedor de gelatinas me comentó alguna vez: "Algunas personas van al football. Al volver a casa encienden la TV para comprobar si lo que vieron fue cierto. Por la mañana compran el periódico y leen si efectivamente se escribe lo que vieron. Todo esto les impide pensar en vender gelatinas. Esa afición los elimina como mis eventuales competidores. Yo le doy gracias a Dios y no me quejo".


INERCIA
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

En lugar de acatar las leyes de la inercia y continuar con su movimiento uniforme, el satélite avanzaba a trompicones. Encendía y apagaba los sensores en un baile frenético de lucecitas de colores. Se apartaba a cada momento de su órbita, como si descarrilara, indeciso y torpe en su misión. A la NASA llegaban imágenes de una superficie terrestre psicodélica: bordes continentales desdibujados, masas de tierra con bosques color perla que se derretían sobre océanos rojos, y los áridos desiertos antes marrones de un azul prístino. Una imagen abstracta y desenfocada, una pintura casi metafísica de un mundo fluido y sensual, que sacudía el sopor de los orondos técnicos de la agencia espacial y auguraba un futuro diferente. En esos días el tímido ingeniero que lo había diseñado recibía importantes premios por su novedosa aportación a la confluencia de las artes y las ciencias. Como le ocurrió mientras diseñaba el satélite, tuvo que echar mano de las setas para poder soportar tanta presión.


CALAVERA
Javier Sinay
Argentina (1980)

Desde hace unos años me acompaña la calavera de un niño. Me la entregaron con dos mandíbulas, pero no fue difícil dar con la correcta porque era la única que encajaba. Por aquella época trabajábamos en la producción del programa "Forenses" y yo sabía que era mi mejor oportunidad para conseguir un cráneo. Hablé con médicos tanatólogos que no se convencían de ayudarme y con sepultureros que me pedían dinero y que no me aseguraban que me pudieran dar una calavera lisa y sin gusanos (y mi entusiasmo no era tan oscuro). Pero al final la conseguí gracias a un iluminador que tenía un amigo odontólogo que ya no necesitaba su "instrumento" de estudio. El iluminador me la trajo un día, envuelta en una caja forrada con papel araña. Adentro brillaba la bocha. Ese día pasé a buscar a mi novia en taxi y le mostré el cráneo. Ella abrió grande sus ojos verdes y el taxista se asustó -y pocas cosas asustan a los taxistas-. Yo, feliz, la ubiqué en la sala de mi casa, donde pasó un par de años contemplando mi vida y sonriendo sin alegría. Quieta. Sus cuencas profundas lo vieron todo. Y nunca se quejó. La calavera no me impuso ninguna maldición y creo que eso solo ya es una muestra de respeto. Por mi parte, respeté su memoria dejando de lado las bromas pesadas que el hombre vivo le hace al cráneo: no le puse un cigarrillo en la boca, ni anteojos, ni una vela derretida encima. Desde que vivo con mi novia el cráneo volvió a su caja. Ella no quiere aquí la presencia de un tercero. No se convence de que somos amigos. Pero yo me ocupo de que la testa esté a salvo. A veces me acuerdo de la impresión que me causó en mi adolescencia el inicio de "Prótesis", la novela de Andreu Martin: "No hay nada más siniestro que la sonrisa de una calavera. Es un rictus petrificado, frío, inexpresivo e inmutable. Dientes apretados en un mordisco feroz". Y entonces pienso en el cráneo que guardo en el ropero. Y me pregunto: ¿cuándo nos volveremos a ver?


CREACIÓN
Daniel Frini
Argentina (1963)

- ¡Siete días! ¡Nada más que siete días! ¿Cómo quieren que haga algo interesante en tan poco tiempo? No va a ser un mundo bueno, no señor...


EL COCIDO DE PAPÁ
Almudena Grandes
España (1960)

Era viernes y estaba solo en casa, meditando sobre cómo era posible hacerlo todo tan rematadamente mal. Ella había ido a recoger a los niños al colegio y no se los traería de vuelta hasta el domingo a mediodía. Ella, porque hasta cuando hablaba consigo mismo prefería llamarla así, como si fuera una simple conocida, lo había hecho todo muchísimo mejor. El había estudiado dos carreras, había hecho dos tesis doctorales, había acumulado becas y "cum laudes", había escrito muchos artículos, un libro a solas y otro en colaboración, coleccionaba elogios de sus maestros y besos orgullosos de sus ancianas tías, pero a la hora de la verdad había demostrado ser un perfecto panoli. Porque el caso es que, en teoría, habían decidido separarse de mutuo acuerdo. Eso lo recordaba tan bien que podía reproducir sus conversaciones palabra por palabra, aquella discusión amarga y civilizada, las razones, las lágrimas, los últimos besos cómplices. Habían decidido separarse de mutuo acuerdo, pero ella ya tenía un novio y él no se había enterado. Lo sabía su hermana, lo sabían sus amigos, lo sabía hasta su hija pequeña, que tenía seis años. ¿Mamá se ha ido para ser novia de Ernesto?, le preguntó la primera noche que durmió con sus hijos en la misma cama. ¿Ernesto?, él la trató con la condescendencia de un adulto culto, experimentado, racional, que no concede crédito alguno a la imaginación infantil, ¿y quién es Ernesto? Su hija le miró como si no se lo pudiera creer. ¿Pues quién va a ser? El novio de mamá. No es exactamente así, protestó ella, no es eso, pero, bueno, me siento muy atraída por él, y necesito tiempo, espacio para averiguar si esto puede ser o no una historia seria, por eso había pensado... Total, que le dejó a los niños. Se fue de casa y no se los llevó, porque necesitaba tiempo, espacio, sus propias coordenadas, y eso que el de ciencias era él. Estoy sufriendo mucho, le dijo, y desde entonces, todo el mundo se la encontraba en todas partes, estrenos, presentaciones, discotecas, pintada como una puerta, con una sonrisa de oreja a oreja y la mano del tal Ernesto abrillantando sin pausa la zona trasera de sus nuevas y ceñidísimas faldas. No parecía sufrir mucho, desde luego no tanto como él, que se pasaba las tardes tirado en el sofá, hablando consigo mismo. Panoli, era la esencia de aquellas conversaciones íntimas, que eres un panoli... Hasta que lo vio por casualidad. El último regalo que le había hecho su mujer, antes de irse, había consistido en desordenar la biblioteca, para separar los libros de ambos. Así había debido de aflorar desde el fondo de algún cajón aquel cuaderno de tapas rojas que le llamó la atención sobre una columna de libros apilados en el suelo, junto a una estantería. Cuando se levantó del sofá para echarle un vistazo, pensó que aquello ya era algo. Luego reconoció la letra de su madre y se emocionó tanto que tuvo que volver a sentarse. Ella había rellenado a mano las páginas de aquel cuaderno con las recetas que más le gustaban, y se lo había regalado a su mujer unos días antes de su boda. Su destinataria no había llegado a usarlo, porque las hojas estaban limpias, tiesas, y olían a nuevo todavía. Mientras las pasaba, él sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas recordando que cenaban pizza todas las noches. La autora de aquellas amorosas recetas había muerto tres años antes y su ausencia le dolía aún más desde que al dolor de la separación, del abandono, se había sumado su ineptitud para ocuparse de sus propios hijos. Pero luego sintió que aquel cuaderno hablaba, que su madre le besaba a través de la tinta azul de su pulcra caligrafía, que acudía en su socorro desde allá donde estuviera. Y que aún estaba a tiempo. ¿Por qué no?, se preguntó a sí mismo mientras se levantaba, y entraba en la cocina, y se remangaba la camisa, ¿si tú eres doctor en química orgánica? Tuvo que ir varias veces hasta el ordenador para buscar imágenes de un chino, una besuguera, un separador de claras, un molde de silicona y algunas cosas más, hasta que logró identificar los cacharros que ella no se había llevado. Tuvo que bajar a la calle para comprar un rallador, un pelador, una malla para los garbanzos y algunas otras cosas que no había encontrado. Después se puso un delantal, a Mozart, y empezó a cocinar. El domingo, cuando fue a abrir la puerta, la casa estaba impregnada de un perfume delicioso que llamó la atención de los recién llegados. ¡Uy!, su ex mujer, porque de repente ya podía llamarla así, frunció las cejas, ¡qué bien huele! Sí, contestó él. Hasta luego, dijo después. Cerró la puerta sin darle más explicaciones, pero a los niños les dijo la verdad. Que había cocido para comer, y que lo había hecho él.
- ¡Papá! -su hijo mayor, ocho años, abrió mucho los ojos al probar la sopa con los garbanzos dentro-. Pero si está buenísimo.
- ¿A que sí? -gracias mamá, el cocinero miró al techo antes de sonreír-. Más que Ernesto.
Cuando terminaron de recoger la cocina, los tres estaban muertos de risa todavía.


TRISTE RUTINA
Daniel Umpiérrez
Uruguay (1974)

Antes de apagar la luz de mi dormitorio, cuando salgo a bailar esperando conocer a alguien, destiendo las sábanas, dejo abierto el ropero, tiro un calzoncillo en el suelo. Queda la radio encendida en alguna FM y un vaso vacío sucio, porque así, cuando vuelvo acompañado, pueden pensar que soy una persona atareada, dinámica, compleja y, por lo tanto, interesante. Cuando vuelvo solo, tengo que poner todo en su lugar.


TEJIDO DE PUNTO
Jacques Sternberg
Bélgica (1923-2006)

La mujer se irguió, analizó su pasado y decidió que tenía el derecho de sonreír. Ciertamente, ya había hecho tejido de punto y en grandes cantidades: bufandas, medias, guantes, gorros, cubreteteras, carpetines, carpetotas; en fin, de todo. Pero siempre cosas útiles, y cuando la mujer lo descubrió, de pronto este hecho le pareció de sombrío significado. Meditó largo rato y decidió pasar, esa misma tarde, de la artesanía al arte puro. Así fue como inició una "obra de punto" gigantesca, sin prever exactamente qué forma tendría, pero gigantesca, eso si, no la quería menos que eso. Una obra, una verdadera síntesis de sus dones, de su pasado, de su porvenir, y en ese fervor, esa tarde y todas las tardes, puso todo su dolor y toda su alegría, toda su destreza y todo su sentido de lo abigarrado, todo su instinto de la voluta, del triple punto a la derecha y doble punto a la izquierda, todo su genio del equilibrio, del ritmo, del crescendo de las frases. La obra tomó primero la forma de un dedo de guante. Luego la de una media, después de una falda, de una cota de malla, de un piano de cola, luego de una nube ya irreal; de punto en punto, de línea en línea, de vuelta en vuelta, la obra ya no fue más que un enorme capullo muy difícil de mover o de levantar y la mujer seguía tejiendo, ahora en estado de trance, casi siempre inspirada, entusiasmada, de día como de noche, sumergida a medias en la lana, pero alegre, ansiosa. Una tarde más de creación, tres horas más de inspiración; la mujer estaba ya separada del mundo por una tempestad de lana; la obra espumaba, se arremolinaba, y a la tejedora le faltaba ya el aliento, la vida, pero no cejaba en su empresa, el ritmo no la abandonaba, y el capullo se volvió una ola, una marejada, chocó por fin contra las cuatro paredes del salón, cuya forma adoptó, tocó el cielorraso y la mujer poco a poco desapareció, ahogada, pero feliz, quebrando las agujas bajo sus brazos.


EL ESPEJO
Alfonso Gumucio Dagron
Bolivia (1950)

El dictador escrutaba cada mañana aquel rostro en el fondo del espejo. No reconocía la mandíbula suelta, los dientes amarillos retorcidos, el bigote sucio que brotaba abundantemente de las fosas nasales, los ojos de cera fría, sin chispa. Aquellas arrugas cada día más numerosas no eran suyas, pertenecían al rostro del espejo. Cada día el dictador se volvía cabizbajo. Y el rostro del espejo le sacaba la lengua divertido.


MUJERES BUENAS Y MUJERES MALAS
Eduardo Halfon
Guatemala (1971)

Nunca supimos cómo nos descubrieron. Mi hermano insistía en que Márgara las había encontrado accidentalmente con la mano al estar poniendo sábanas limpias, y nos había delatado. Yo tenía otra sospecha, varias veces había sorprendido a mi mamá revisando gavetas, o leyendo en secreto mi diario -era más bien un cuaderno de apuntes y dibujos y garabatos-, o levantando con sigilo el auricular de otro teléfono mientras yo hablaba con algún amigo.
- Quiero que me digan de dónde las sacaran.
Ambos callamos. No era exactamente una pregunta.
- Díganme.
Mi mamá estaba sentada en una de las sillas blancas del comedor, los brazos cruzados, un cigarrillo ahumando hacia arriba y la pila de revistas frente a ella, sobre la mesa. Ni siquiera nos había saludado. Aún sosteníamos cuadernos y loncheras.
- Quiero saber dónde consiguieron esta porquería.
La respuesta era simple, supongo. Una tarde, rondando en nuestras bicicletas por la colonia El Campo, mi hermano y yo habíamos encontrado una caja de cartón en un terreno baldío. Una caja grande, empapada por tanta lluvia, endeble y medio rota y llena de revistas porno que alguien había decidido botar. Volamos a casa y luego regresamos al terreno baldío con un par de mochilas y yo fui guardando todas las revistas mientras mi hermano vigilaba. Más tarde, ya encerrados con llave en nuestro baño y soplando página por página con el aire caliente de una secadora de pelo, descubrimos boquiabiertos que no eran revistas de porno de naipes -culos y tetas y a lo sumo, con suerte, un breve atisbo de vello púbico-, sino de un porno mucho más explícito -cueros y sogas y cadenas y penetraciones dobles y los pepinos de una morenaza que, imposible olvidarlo, se llamaba Mariana la Vegetariana y que tardamos un poco en comprender qué hacía allí-. Pero comprendimos muy bien las fotos a todo color, y aún mejor su carácter prohibitivo, que para nosotros quizás era lo más importante. Escondimos las revistas secas y tiesas entre somier y colchón de ambas camas -aún dormíamos en el mismo cuarto-, y prometimos no decir nada, nunca, a nadie.
- Díganme, niños.
Mi hermano dio un paso tímido hacia mí. Se agarró de mi playera.
- Quiero saber.
Noté que mi mamá, quizás por vergüenza, había cerrado las cortinas del comedor. Unas cortinas muy años setenta, de fondo blanco y grandes bolas anaranjadas y amarillas. Igual que el mantel de la mesa. Las sillas eran de fibra de vidrio: blancas, ovaladas, modernas, alternando cojines también anaranjados y amarillos. Sobre la mesa había dos ceniceros de plata, redondos y macizos, uno con borde anaranjado y el otro con borde amarillo. Mi mamá pasaba mucho tiempo en aquel comedor perfectamente combinado. Era el único espacio de la casa donde mi papá le permitía fumar.
- ¿Me van a decir o no?
- Las encontramos -murmuré.
- Ya, ¿y dónde las encontraron?
- En la calle.
- ¿En la calle?
- Ajá.
Volvió a soltar el humo con desesperación.
- Mejor vayanse a su cuarto -sentenció.
No nos movimos. Mi hermano, cabizbajo, seguía agarrándome la playera.
- Tal vez a su papá le dicen la verdad.
- Pero si ésa es la verdad... -insistí.
- Ahora mismo. ¿Oyeron? A su cuarto.
Su tono fue macheteado, final, no negociable. Dimos media vuelta, subimos las gradas y entramos en nuestro cuarto. Mi hermano, como si también nos hubieran prohibido hablar o jugar algo, rápido se acostó en su cama y se quedó dormido. Yo cerré la puerta. Jugué un rato con mis muñecos de alambres y tuercas. Puse el disco de los Beatles que me había regalado uno de mis tíos y que ya había casi rayado de tanto escuchar. Busqué mis audífonos, unos audífonos enormes, con un largo cable negro y enrulado. Me eché boca arriba en la alfombra y oí ambos lados del acetato -susurrando las canciones y también los diálogos entre ellos cuatro, entre una canción y otra, que por alguna razón me gustaban más-, antes de que el chirrido de mi papá al abrir la puerta me despabilara de inmediato y despertara a mi hermano.
- Niños... -anunció profundo, serio, con forzada hombruna, y se sentó en una de las dos pequeñas sillas de fórmica blanca, frente a una mesita de la misma fórmica blanca donde hacíamos nuestros deberes.
Yo me quedé sentado en el suelo, esperando su inquisición, preparado para saber cuál sería nuestro castigo. Pero mi papá, inmenso y torpe en aquella sillita de juguete, sólo empezó a hablarnos de actos dignos y actos indignos, de desnudez pura y desnudez impura, de mujeres buenas y mujeres malas.
- Sí me entienden, ¿verdad?
Nos volteamos a ver con mi hermano. Tenía él una expresión perpleja, como pidiéndome ayuda. Yo tampoco sabía de qué nos estaba hablando. Pero ambos le balbuceamos que sí, que por supuesto.
- Me alegro, niños.
Entró mi mamá. Llevaba en las manos un libro grande, cuadrado.
- Ahora quiero que le pongan atención a su mamá -balbuceó, hizo un esfuerzo, gruñó algo y por fin logró salirse de la silla y ponerse de pie.
Mi mamá se sentó en esa misma silla de juguete. Colocó el libro sobre la mesita y lo abrió en la primera página. Había allí una ilustración de un hombre y una mujer, ambos desnudos, fofos, rosaditos, ambos sonriendo con pudor. Y mientras mi mamá empezaba a explicamos, con la ayuda de unos horribles dibujos infantiles, exactamente cómo se hacía un bebé, mi papá sacó un par de papeles doblados del bolsillo de su camisa, los dejó caer sobre la mesita y sin decir más salió casi corriendo del cuarto. Mi mamá dijo algo de un pajarito duro y tieso y yo descubrí, sobre la mesa, un cheque firmado y una tarjeta de suscripción anual para la revista Playboy.