6 de enero de 2012

Quehaceres de un escritor (12). Felisberto Hernández

Elogiado, admirado y reconocido por la crítica como uno de los fundadores de la ficción latinoamericana moderna, Felisberto Hernández (1902-1964) nació y murió en Montevideo. Fue pianista, escritor y compositor. Considerado uno de los mejores escritores rioplatenses, sus relatos -asombrosos e inquietantes- combinan datos autobiográficos, memorias, preocupaciones filosóficas, tramas fantásticas, hechos misteriosos e inusitados. Tras una primera época surrealista, escribió narraciones fantásticas en las que presentó un mundo habitado por criaturas extrañas: personas, animales o cosas que rompen los principios de la lógica del sujeto. Estas proyecciones -temores y deseos que adquieren una inquietante autonomía-, seducen al lector a través de un narrador que se debate entre la realidad y los sueños. También músico notable (la música condicionó buena parte de su vida; en su obra hay huellas de sus giras como pianista itinerante que colorean fuertemente algunos de sus relatos), vivió de sus conciertos de piano en Uruguay y Argentina mientras publicaba sus primeros y breves relatos: "Fulano de tal" (1925), "Libro sin tapas" (1929), "La cara de Ana" (1930) y "La envenenada" (1931). Su dedicación a la literatura se acentuó tras la publicación de la novela "Por los tiempos de Clemente Colling" (1942), donde evocó su adolescencia y al pianista ciego que fue su maestro de armonía y composición. Ya en plena madurez escribió dos relatos largos más, dedicados también a la recuperación del pasado y al análisis de los mecanismos de la memoria: "El caballo perdido" (1943) y "Tierras de la memoria", que apareció póstumo en 1965. En su última etapa, cuando el trabajo en una oficina le permitía una dedicación plena a la literatura, prefirió el relato breve y fantástico: sus colecciones "Nadie encendía las lámparas" (1947) y "La casa inundada (1960)", así como su novela corta "Las hortensias" (1949), lo consagraron como un verdadero maestro del género, que renovó con la irrupción de los misterios del inconsciente en la vida cotidiana. En el prefacio que apareció en la segunda edición de "El caballo perdido", redactado por Reina Reyes, se puede leer: "Felisberto Hernández ha realizado a través de su literatura, una obra de auténtico valor para la cultura de nuestro país. Sus libros, que han suscitado juicios críticos por la 'generosa originalidad' de su creación, han llegado a los medios más importantes del extranjero. Estos juicios, así como las traducciones que se han hecho de diversas obras de nuestro escritor y su publicación en las más calificadas revistas literarias, han significado un singular aporte para el conocimiento de nuestra cultura en centros de Europa y América, a los que pocas veces llega lo nuestro". Y en el prólogo a "La casa inundada y otros cuentos" Cortázar escribió: "Basta iniciar la lectura de cualquiera de sus textos para que Felisberto esté allí, un hombre triste y pobre que vive de conciertos de piano en círculos de provincia, tal como él vivió siempre, tal como nos lo cuenta desde el primer párrafo. Pero apenas lo reconocemos una vez más, en ese reconocimiento que solo ha tomado unos pocos párrafos, se instala ya lo otro, el salto fulgurante a lo único que vale para él: el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo inmediato, es decir con todo eso que continuamente ignoramos o distanciamos en nombre de lo que se llama vivir. Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace pasar un relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando la otredad vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores dispuestos a renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde suceden cosas insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son insólitos, en la medida en que su infaltable protagonista es también infaltablemente fiel a su propia visión y no hace el menor esfuerzo por explicarla, por tender puentes de palabras que ayuden a compartirla".

Las palabras solas y la costumbre de decirlas me producen efecto sin que yo intervenga. Porque yo tengo un proceso de amistad con las palabras: primero me hago amigo directo de ellas y después quedo muy contento cuando se me aparecen juntas, dos que nunca habían estado juntas, que habían simpatizado o se habían atraído en algún lugar de mi alma no vigilado por mí. Y se da una sorpresa encantada al verlas aparecer juntas y sabiendo que se habían hecho amigas.
He decidido leer un cuento mío, no sólo para saber si soy un buen intérprete de mis propios cuentos, sino para saber también otra cosa: si he acertado en la materia que elegí para hacerlos: yo los he sentido siempre como cuentos para ser dichos por mí, esa era su condición de materia, la condición que creí haber asimilado naturalmente, casi sin querer; por eso quiero saber si eso es una parte íntima o necesaria de ellos mismos, o por lo menos si es la manera preferible de su existencia.
No sé por qué no se hacen recitales de cuentos, pero he estado arriesgando suposiciones: debe haber pocos cuentos escritos para ser contados en voz alta, escritos expresamente con esa condición, o cuya materia de expresión sea la palabra viva; cuentos en que el artista haya asimilado esa materia, haya soñado con ella muchos años, con la efectividad misteriosa en que se encuentran y se funden, un espíritu y la materia que lo expresa. Cuando eso se ha logrado, nos encontramos con que si esa obra artística se transporta a otra materia, generalmente pierde mucho y parece falsificada.
Aun sabiendo que tenemos tendencia a ser fieles a la primera manera con que nos encantó una cosa por primera vez y la queremos seguir sintiendo sin la menor modificación (como nos decía Goethe en el instante que Werther no decía a los niños un cuento exactamente como lo había hecho la primera vez); aun sabiendo que se puede producir una rara excepción en que un cambio de materia haga una obra más extraordinaria (como muchos opinan con respecto a la Chacona de Bach transcrita por Busoni); aun en el caso de haber visto una obra en el cine que a pesar de aparecer diferente al original literario también es interesante; aun sabiendo muchas cosas más, nos encontramos con que la mayor parte de las veces hay que respetar o preferir una obra en su materia original.
Y antes que la obra sea conocida, no me parece excesivo pedir que se conozca una obra en la materia en que fue sentida por el autor, en la materia en que nació. Eso es lo que yo quisiera pedir con respecto a mis cuentos. Ellos, sin yo saberlo al principio, ya fueron imaginados para ser leídos por mí. Y no sólo soy yo el que ha encontrado que cuando un cuento mío ha sido transportado a un español literario y castizo por los correctores, haya perdido mucho. Hasta puede haber ocurrido que en mi mal castellano del principio (tal vez menos ahora) yo haya profundizado mis sentimientos en esa mala materia, y al transportarla a la buena, pierdan esa profundidad. Lo mismo ocurre cuando los lee otra persona.
Y lo diré de una vez: mis cuentos fueron hechos para ser leídos por mí, como quien le cuenta a alguien algo raro que recién descubre, con lenguaje sencillo de improvisación y hasta con mi natural lenguaje lleno de repeticiones e imperfecciones que me son propias. Y mi problema ha sido tratar de quitarle lo más urgentemente feo, sin quitarle lo que le es más natural; y temo continuamente que mis fealdades sean siempre mi manera más rica de expresión. Digo temo porque le temo a un prejuicio cuando viene solo. Me encanta invitar a mi cabeza -o recibirlo cuando viene a la fuerza- a cuanto prejuicio anda por la calle, y después hacerlos pelear hasta que se deshagan.


Soy un espectador ávido, extrañado -y otros calificativos o matices que ahora no tengo ganas de buscar- aun en los momentos en que la acción es furiosa, complicada. Ahora parece que están entrando los prejuicios de lo natural; empecemos por el más popular: hay obras que pretendiendo ser naturales son completamente horribles. Hay obras en parte naturales y en parte artificiales que son en parte buenas y en parte malas, que no coinciden, constantemente, en que lo bueno será natural y viceversa. Yo soy un crítico natural, sé poco, pero no importa; tengo intuición. Hay obras naturales o artificiales completamente buenas del principio hasta el final. Hay obras que salieron a pura inspiración y enteritas: completamente buenas o completamente malas.
Mi primer cartel lo tuve en música. Pero los juicios que más me enorgullecen los he tenido por lo que he escrito. No sé si lo que he escrito es la actitud de un filósofo valiéndose de medios artísticos para dar su conocimiento, o es la de un artista que toma para su arte temas filosóficos. Creo que mi especialidad está en escribir lo que no sé, pues no creo que sólamente se deba escribir lo que se sabe. Y desconfío de los que en estas cuestiones pretenden saber mucho, claro y seguro. Lo que aprendí es desordenado con respecto a épocas, autores, doctrinas y demás formas ordenadas del conocimiento. Aunque para mí tengo cierto orden con respecto a mi marcha en problemas y asuntos. Pero me seduce cierto desorden que encuentro en la realidad y en los aspectos de su misterio. Y aquí se encuentran mi filosofía y mi arte.
Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen una estructura lógica. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos.
Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada. Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.
¿Qué admiradores prefiere? me preguntaron. Antes que nada peferiría que los que me conocen fuesen amigos o enemigos decididos. Me disgusta los que enseguida piensan en mostrar su obra de análisis haciendome el balance, aunque se quedaran con lo que sobra a favor. He conocido algunos admiradores de muy poca cultura que me encantan aunque no les podría llamar "entendidos", como se les llama genealmente a los que profesan un arte determinado. De éstos me encanta la espontaneidad con que reciben mi trasmisión y los tengo muy en cuenta. He conocido a otros de una gran cultura pero que no tienen especialidad en ser "entendidos". Estos me enorgullecen y me encanta su libertad. De éstos diría que son más "entendidos" de espíritu que de un arte determinado. Saben que el Arte es un medio para plantear estados de espíritu y podrían establecer más jerarquía en los estados de espíritu que en lo que les sirvió de medio, o sea el arte determinado.
He conocido a otros admiradores (y a éstos los prefiero menos) que son los que les llamaría los "entendidos". Estos, al contrario de los anteriores, entienden más de un arte determinado que de su espíritu, y lo que entienden de espíritu es más de exquisitez que de intensidad; podrían establecer más jerarquía en los medios que en la finalidad. Estos generalmente son polarizados o por lo menos tienen el peligro de sentir el Arte con las maneras y con las formas, y como tienen menos libertad están menos abiertos a percibir sensaciones nuevas y les molestaría que no se subordinaran a las formas o maneras con que ellos piensan.