7 de mayo de 2012

Entremeses literarios (CLII)

RABINO CONTRA ANGEL
Ana María Shua
Argentina (1951)

Un rabino jasídico promete a uno de sus discípulos que salvará a su mujer agonizante por la sola fuerza de la oración. Días después el discípulo lo enfrenta llorando: su esposa ha muerto.
- No es posible -asegura el rabino-. Mientras oraba, logré arrancarle su espada al Angel de la Muerte.
- Mi mujer está muerta y enterrada -insiste el joven.
El rabino medita unos instantes, tratando de entender.
- Hay otra posibilidad: quizás al ver que ya no tenía espada, el Angel decidió estrangularla con sus manos desnudas.
Lo curioso es que esta breve historia haya sido recopilada por Nathan Ausubel, el incrédulo, en una colección de cuentos humorísticos.


EL CINE FASTUOSO
Guillermo Samperio
México (1948)

Allí se encuentra ella, Rose Mary, al pie de las escaleras que dan a la sala del cine. Tiene la mano derecha sobre la barbilla; la izquierda pasa bajo sus generosos senos. Lleva unos zapatos negros de tacón bajo con una correa que los detiene en la baja espinilla y un ligero abrigo largo, gris oscuro, que roza apenas sus tobillos pero que permite ver su piel blanca. Arriba de su cabello rubio y su cara hermosa, sobre todo por la nariz recta un tanto respingada, se encuentra una lámpara de tres farolas que alumbra con levedad la pared leonada y las semiabiertas cortinas púrpuras que llevan a las escaleras de alfombras encarnadas. Del brazo izquierdo de la mujer pende un pequeño bolso negro con una discreta cadena dorada. No podemos adivinar qué piensa, pero es posible, por su postura, que se encuentra atrapada en medio de una indecisión, una encrucijada, o como queramos llamarla, evaluando si termina con el hombre que está dentro del cine, olvidado de ella, o aparentando que no le interesa la mujer. Al fin se decide, mueve su cuerpo desentumiéndolo y camina con lentitud hacia las escaleras, sube por ellas con el mismo ritmo y entra en la oscuridad del cine. Le sorprende la opulencia de la sala; no existe el tiempo en ella ante las imágenes en blanco y negro que se proyectan sobre la pantalla y sabe que los que miran la película, no muchos, se encuentran atrapados en un momento de aislamiento de unos respecto de los otros. Le sorprende, sin embargo que, a pesar de la oscuridad, haya, en distintos sitios, luces ligeras casi color ladrillo y que se distinga la elegancia púrpura de la gran sala. Rose Mary localiza al fin la hilera donde se encuentra él y otras pocas gentes; se sienta a su lado y manifiesta, o actúa, cierta sumisión. El hombre sigue actuando, esta vez como si ella no se hubiera sentado junto a él. La mujer abre su bolso, saca un pequeño revolver, quizá calibre 22; lo acerca, con cuidado y lentitud, a la sien del hombre y dispara dos veces. Un leve humo se esparce en torno de la cabeza del hombre; como la gente se encuentra absorta ante la película emocionante de título "El halcón maltés", suponen que los disparos leves son parte de algún efecto del filme en esa escena donde el detective responde a los disparos de sus perseguidores. La mujer rubia se levanta, guarda el revólver y ya no mira que el hombre tiene la cabeza ladeada, como dormido, y que para él se acabó el cine para siempre. Ella regresa por las mismas escaleras y con el mismo ritmo lento; sale del fastuoso cine, toma un taxi amarillo y se dirige hacia donde vive la amante del hombre. Habían estado casados poco más de siete años; siendo ya autoviuda, nunca llegarían los ocho aunque les faltara un mes. Sólo de pensar en el turbulento cabello oscuro de aquella mujer y ese porte de arrabalera que siempre ha tenido, a Rose Mary le sube la sangre a las mejillas de por sí sonrojadas. Se abraza un poco a su bolso negro y la barbilla empieza a vibrarle.


ARCO IRIS MUERTO
Armando José Sequera
Venezuela (1953)

Un día, un carro se detuvo frente a nuestro edificio por un problema en el motor y, para que anduviera de nuevo, le cambiaron el aceite. Cuando el carro se fue, quedó en la calzada un pequeño pozo de aceite que con el sol cambiaba de colores. Al rato, cuando Teresa llegó del kinder, se quedó parada frente a donde estaba el aceite y después de contemplarlo con asombro durante unos segundos, dijo:
- ¡Mira, mami, qué cosa tan triste: un arco iris muerto!


HISTORIA
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)

En Buenos Aires, a 28 de setiembre de 1599, el Gobernador y Capitán General de las provincias del Río de la Plata, don Diego Rodríguez de Valdés y de la Vanda, se puso a escribir una carta para Felipe III: "Digo que Don Pedro de Mendoza, que fue el primer gobernador en esta ciudad, trajo aquí caballos y yeguas que se reprodujeron en esta tierra llana, ancha y larga. Son ahora tantos que parecen montes cuando se ven de lejos. Exceden aquel número que, según las Historias, había en las dehesas de los reyes de Persia. Ciento cincuenta mil caballos, los persas; y nosotros, si dijéramos que tiene Vuestra Majestad millón y medio, quedaríamos cortos. Hay más caballos que en toda España, Francia e Italia...". En estas letras estaba cuando entró como un ventarrón la inglesa Maureen Leofric. El gobernador levantó la pluma y, resignado, esperó la queja de siempre: que era injusto que la usaran como rehén nada más que porque la habían arrestado en un navío del corsario Edward Fountain... Pero esta vez las palabras de la impulsiva Maureen Leofric fueron inesperadas.
- Acabo de acordarme -dijo, con gran excitación- que soy descendiente de Lady Godiva. Si no me reembarcáis inmediatamente para Inglaterra voy a asombrar a todo Buenos Aires haciendo lo mismo que Lady Godiva...
- ¿Y se puede saber qué cosa tan asombrosa hizo esa señora? -interrumpió el gobernador.
- Salió por las calles de Coventry, desnuda, montada en un caballo.
- ¡Bah! -dijo el gobernador y siguió escribiendo su carta-. Si hay algo de que la gente de aquí no se asombra es de ver un caballo.


AVISOS CLASIFICADOS
Wilfredo Machado
Venezuela (1956)

Hombre feo y deforme, mayor de edad, serio, no fumador, amante de las buenas costumbres y con las mejores intenciones, está a la búsqueda de mujer fea y deforme, mayor de edad, bien educada y de buenas maneras, amante de la ópera y con mucha paciencia, que no le importe engendrar un monstruo para el Circo Internacional de los Hermanos Arbus. Se garantiza buena remuneración y royalties por cada monstruo engendrado en cautiverio. Las candidatas deberán remitir fotografía reciente y constancia de buena salud antes de la entrevista. Se ruega abstenerse a misses y reinas de belleza.


ELLA
Jean Genbach
Francia (1903-1973)
 
Se trata de saber quién es Ella. A pesar de mis fracasos sucesivos y las humillantes y ridículas situaciones en que me he encontrado, más que nunca pongo toda mi esperanza en el amor, y no espero mi verdad sino de la revelación carnal y psíquica de un ser que es y no sabría ser sino una mujer. Pero, ¿quién es Ella? ¿Dónde está Ella?
 
 
AGRAFO
David Lagmanovich
Argentina (1927-2010)
 
En mi ciudad nadie ignora que no sé escribir. Ahora me han premiado como el mejor escritor inédito de la comarca. Pero si acepto el premio debo enviar una carta de agradecimiento, y no encuentro a nadie dispuesto a escribirla por mí.
 
 
¿TE DORMISTE?
Poli Délano
Chile (1936)
 
Juan Pablo llegó a casa cerca de la medianoche. No se cuidó de evitar los ruidos porque la pieza de la niña quedaba lejos y porque sabía que Silvia no estaría durmiendo. Semirrecostada sobre los almohadones de espuma, tejería o leería alguna de sus novelas a la luz de la lamparilla. Lo miraría cuando él entrara. O a lo mejor no lo miraba, a lo mejor le lanzaba la pregunta sin mirarlo, sin quitar la vista de su maldito tejido o del libro. A lo mejor también, como otras veces, sí lo miraba (sonreír no, forzarse sí que no podía), pero sin decirle nada, con el posible propósito de dejar pasar, o de esperar que él mismo confesara, tomara la iniciativa, prolongando arduamente su silencio -casi nunca empezaba él- hasta que se hubiese metido en la cama listo para dormir. Entonces ella apagaría la luz, agitaría un poco su lecho en busca de comodidad y cuando ya él estuviese a punto de traspasar la frontera del sueño, atacaría:
- ¿Te dormiste?
- No -diría él con la boca pegada a la almohada-; pero me gustaría bastante poder dormirme, así es que si tienes algo que decir, salta luego.
- Podrías ser un poco más cordial cuando llegas.
- Y tú un poco más cordial cuando llego.
- Eso me lo podrías decir si fuera yo la que llega y tú el que se queda aquí, esperando siempre.
- No sales porque no quieres.
- Bueno, así será. No vamos a discutir. ¿Cómo te fue en la tarde?
Así, con una de estas preguntas, se daría un poco de tregua, dejando que Juan Pablo calmara su tono.
- Más o menos bien.
El le contaría algunas cosas que había hecho, sazonando levemente su relato con detalles insignificantes. No, no había tenido tiempo de ver lo del préstamo, pero sí se había entrevistado con el corredor por el asunto del arriendo, y se había tomado un par de tragos con un ex compañero de curso. Y en algún punto se detendría, cansado ya, para disponerse nuevamente a dormir. Silvia, entonces, se replegaría, mantendría el silencio durante algunos minutos (más por indecisión que por guerra) y luego, cuando él estuviera otra vez a punto de dormirse, ante el terror de no concluir, de no cerrar bien el día, volvería a preguntar:
- ¿Te dormiste?
El se incorporaría bruscamente, enfurecido.
- ¡Hasta cuándo vas a joder!
- ¿Y se puede saber por qué llegaste a esta hora?
- Buenas noches.
- ¿Por qué no me contestas? ¿No te atreves?
- ¡Buenas noches!
Y luego ella despotricaría como una máquina de palabras contra la prepotencia de los hombres, le diría que maldito lo que le importaba si él tenía una amante o no, pero que lamentaba fuese tan cobarde como para no atreverse a confesarlo. El permanecería impasible, inmutable a esas palabras, a las ofensas o a los improperios. "Dejar pasar." Hasta que al cabo Silvia, iracunda por la indiferencia, por la falta de respuesta a su ataque, incapaz de contenerse por más tiempo, comenzaría a abofetearlo en la cara, a pegarle en la cabeza con el puño cerrado, a rasguñarle el pecho y los brazos, convertida en un nudo de llanto y gritos. El permanecería inmutable siempre hasta donde su paciencia o su aguante físico alcanzaran y, luego de un solo manotón en la boca la mandaría lejos. Ella, desde el suelo, lo miraría con profunda tristeza, sollozando, limpiando con el brazo la sangre de su boca. Y él se acercaría engañado. Esta vez, rasguños y mordiscos en las piernas, como una bestezuela. Y él la dejaría laxa, boca abajo, de dos o tres patadas. Viéndola doblegada ya, volvería a la cama y apagaría la luz. Pero ya no podría dormir, por más que lo intentara, ya sólo podría sumirse en una angustia muda y tranquila hasta que ella más tarde se levantara sigilosa y caminara hasta el baño. Allí permanecería mucho rato. Y él, a pesar de todo, la iría a buscar. Le pediría desde afuera que abriera la puerta, y como ella no contestase, comenzaría a echarla abajo. Entonces ella descorrería el cerrojo y volvería a tomar la posición frente al espejo, el rostro rojo de llanto, los ojos muy lejos, muy extraviados, y una hoja de afeitar en la mano derecha.
- Vamos...
Y aceptaría dócilmente. Se dejaría llevar abrazada de regreso hasta la habitación, se dejaría secar las lágrimas, acariciar el cabello y luego, acostada ya, pediría perdón sinceramente, diría que no pudo evitarlo, que lo siente, y se refugiaría en sus brazos llenándolo de caricias, de besos muy tiernos. Le pediría que ese fin de semana la llevase a la costa o a la montaña, o que a la noche siguiente salieran a comer juntos. Luego, hablar de cómo arreglarían la casa, de los muebles que comprarían cuando se les entregara el préstamo, y seguir hablando de cosas placenteras, abrazados, muy juntos, hasta que poco a poco irían terminando por hacerse el amor. Por eso Juan Pablo no se cuidó de no hacer ruido. Dejó su maletín sobre la mesa y se dirigió directamente a la cocina. Después de comer un poco de quesillo y unas hojas de lechuga, cerró el refrigerador sin temor del estrépito, como quien dice de un portazo. Al llegar a su dormitorio, Silvia leía recostada sobre los almohadones. Ni siquiera levantó la vista al decir "hola", pero lo saludó, a pesar de todo, y eso ya era algo. El se acostó con la cabeza puesta en los múltiples acontecimiento del día (el mal humor de la tarde, la pelea en el pasillo, las frases lanzadas como dardos, sólo para herir), pero estaba agobiado y el sueño de a poco lo fue venciendo, venciendo hasta que lo ahuyentó la pregunta seca y cortante:
- ¿Te dormiste?
 
 
ESO DEL INSTINTO DE CONSERVACION
Graciela Bonnet
Argentina (1958)
 
Eso del instinto de conservación necesariamente me lleva a pensar en los frascos de encurtidos. Esos encurtidos se han achicado a su mínima expresión por efecto del vinagre en que estuvieron metidos durante largo tiempo. Cambiaron en todo, no se parecen a los que eran, ni en la forma ni en el sabor. Pasa igual con la momia de Tutankamón, luego de tres mil años en el sarcófago, lo que se puede ver es una masa sólida y oscura, algo así como una pasa que no se parece en nada a la uva que alguna vez fue. Por eso, cuando alguien me dice, ¡pero qué conservada está! Yo pienso en los encurtidos y en las momias. Viva si, al parecer. Pero lo de conservada, habría que ver en qué clase de vinagre.
 
 
CANDIDA
Paz Monserrat Revillo
España (1962)
 
Apretaba, pero sin ahogar. Si, se le podría haber acusado de que se aprovechaba, pero siempre tuvo mucho cuidado en no agotar los recursos y procuraba administrarlos para beneficio mutuo. Existía la exacta dosis de amor y de odio necesaria para mantener una relación tan difícil como poco comprendida. Conocía sus quejas, pero no sentía ningún reparo en continuar con su inevitable cometido. Aunque no trajinara allá afuera como otras de su género, sus tareas de interior limpiando y criando a la prole eran ingratas y oscuras pero necesarias. Cumplía su destino con rigor. Nunca hubiera imaginado, cuando entró en su vida, que pudiera llegar a incumplir las leyes más básicas de la hospitalidad. Por eso algo se quebró en el fondo de su memoria genética al notar su definitivo rechazo. No pudo evitar un estremecimiento de decepción cuando -tras la visita al hospital- sintió cómo las fibras de su pared celular empezaban a disolverse al recibir la primera bofetada del antimicótico, que la muy egoísta le propinó a traición con tal de solucionar el molesto prurito vaginal provocado por la candidiasis.