22 de mayo de 2012

La noción de raza a través de la historia (7). 1851: Arthur Schopenhauer

A comienzos del siglo XIX el idealismo filosófico rebosaba un optimismo que lo esperaba todo de la ciencia, de la historia y del Estado. Mientras el socialismo perseguía una práctica científica y Occidente se arrojaba complacido en brazos del progreso y de la Revolución Industrial, Arthur Schopenhauer (1778-1860) elaboraba una filosofía que hablaba de la insignificancia del mundo, de la desgracia, la angustia, el pesimismo, el aburrimiento, la desesperación y, finalmente, de la nada. A los ojos de Schopenhauer, el curso de la historia no era sino una representación -siempre idéntica a sí misma y siempre dolorosa- de la voluntad de vivir, que hacía que "la vida oscile como un péndulo de derecha a izquierda, del sufrimiento al tedio". El carácter personal de la filosofía de Schopenhauer, y sobre todo su opo­sición al hegelianismo entonces triun­fante, hizo que sus ideas no encontraran reso­nancia en la coyuntura histórica sino al cabo de una larga época de fracaso. Publicada en 1819, "Die welt als wille und vorstellung" (El mundo como voluntad y representación), una de sus obras capitales, cayó casi en el vacío: resultó un fracaso económico y no suscitó ningún eco. Pero con "Parerga und paralipomena. Kleine philosophische schriften" (Parerga y paralipómena. Escritos filosóficos menores) de 1851, halló el éxito y la fama, no sólo por el admirable es­tilo de sus fragmentos aforísticos sino también -y en es­pecial- por sus aspectos éticos y estéticos. Schopenhauer rechazaba allí el método y el contenido de la filosofía románti­ca sin dejar de oponerse simultáneamente al racionalismo entendido en el sentido de la Ilustración.
En 1848 una oleada revolucionaria convulsionaba a buena parte de Europa con la intención de acabar con el absolutismo y el autoritarismo de las monarquías. Du­rante las jornadas revolucionarias llevadas a cabo en Frankfurt, ciudad en la que se había radicado en 1831, Schopenhauer adoptó una actitud contrarrevolucionaria militante colaborando activamente con los gendarmes que reprimían a los rebeldes al invitarlos a subir a su piso para que pudieran disparar desde la ventana de su salón e incluso indicándoles dónde se escondían y contra qué blanco debían apuntar. Después de las refriegas, la burguesía, triunfante -pero consciente de la infinita complejidad de los conflictos que tenía por delante-, experimentó un notorio cambio de ánimo. Cundió el pesimismo y el escepticismo. En filosofía se puso de moda el irracionalismo, el voluntarismo y el pesimismo, doctrinas en las que las ideas de Schopenhauer se ensamblaron cabalmente. Tras el fracaso de la revolución, muchos prestaron atención a una filosofía que subrayaba el mal en el mundo y la vanidad de la vida, y que predicaba una actitud ascética y nihilista. De pronto, Schopenhauer obtuvo un extraño privilegio: el de encabezar el pensamiento reaccionario y el nacionalismo germánico.
Schopenhauer representó entonces el irracionalismo, en el sentido de que el mundo no era para él sino la representación de una inmensa, feroz y ciega voluntad. La idea de la Historia como representación de la humanidad en un progreso permanente hacia su reconciliación en una sociedad racional, tuvo en el autor de "Eudämonologie" (Eudemonología) su primera negación de este esquema conceptual fundamental y, por lo tanto, un viraje decisivo en el pensamiento occidental. No hay progreso -afirma Schopenhauer-, es decir, no hay historia: por el contrario, la existencia humana en el mundo es siempre idéntica, una misma representación, aunque los personajes y sus vestimentas cambien, la misma miseria y dolor, la misma tragicomedia. De esta manera, Schopenhauer rompió con la tradición filosófica que había arrancado en el Renacimiento y que postulaba, sin dis­cusión alguna, la armonía de la existencia. Al criticar este postulado intocable, Schopenhauer dio paso a una evolución filosófica totalmente opuesta, que ya no se reclamaba heredera ni del racionalismo del siglo XVII, ni de la Ilustración, ni de la filosofía hegeliana del Idealismo ale­mán.
Schopenhauer conoció la fama en los últimos diez años de su vida. "Ha empezado a leérseme -escribió- y ya no se dejará de hacerlo... Se les ha agotado el recurso, habiéndoseles delatado el secreto; el público me ha descubierto. Grande es, pero impotente, el resquemor de los profesores de filosofía, pues una vez agotado aquel recurso, único, eficaz y con éxito aplicado por tanto tiempo, no hay ya ladridos que puedan impedir la eficacia de mi palabra, siendo en vano que digan esto el uno y el otro aquello. Harto han hecho con lograr que se haya ido a la tumba la generación contemporánea de mi filosofía, sin enterarse de ésta. No era, sin embargo, más que una dilación; el tiempo ha cumplido, como siempre, su palabra". 
Schopenhauer escribió sobre las razas humanas en uno de los capítulos de la segunda parte de "Parerga y paralipómena", el titulado "Philosophie und wissenschaft der natur" (Filosofía y ciencia de la naturaleza).

La raza humana ha tomado origen muy verosímilmente sólo en tres lugares. No poseemos, en efecto, sino tres tipos claramente diferenciados que indiquen razas originales: los tipos caucásico, mongólico y etíope. Y ese origen no ha podido efectuarse sino en el mundo antiguo. Porque en Australia la naturaleza no ha podido producir ningún mono, y en América ha producido los monos de cola larga pero no las razas de monos de cola corta, con mayor razón las razas superiores sin cola que ocupan el primer puesto detrás del hombre. "Natura non facit saltus" (la naturaleza no actúa a los saltos). Luego, el origen del hombre no ha podido tener lugar sino en los trópicos, porque, en las otras zonas, habría perecido desde el primer invierno. Aunque no privado de cuidados maternales, hubiera crecido sin enseñanzas y no habría heredado conocimientos de ningún antepasado. El crío de la naturaleza debía pues, desde luego, reposar sobre su seno generoso antes de que ella pudiera lanzarle al áspero mundo. En las zonas cálidas, el hombre es negro o cuando menos moreno oscuro. Ahí está, pues, sin distinción de raza, el verdadero color natural y particular de la raza humana, y no ha habido jamás raza naturalmente blanca. Hablar de tal raza y dividir puerilmente a los hombres en raza blanca, amarilla y negra, como hacen aún todos los libros, es demostrar una gran pobreza de espíritu y falta de reflexión. Ya en los "Suplementos" a "El mundo como voluntad y representación" (cap. XLIV) he estudiado rápidamente el asunto y emitido la opinión de que jamás un hombre blanco ha salido originariamente del seno de la naturaleza. En los trópicos solamente el hombre está en su casa, y allí es en todas partes negro o moreno oscuro; no hay excepciones sino en América, porque esta parte del mundo ha sido poblada en su mayor parte por naciones ya descoloridas, principalmente por chinos. Entretanto, los salvajes de los bosques brasileños son, sin embargo, moreno oscuro.
Sólo cuando el hombre se ha perpetuado largo tiempo fuera de su patria natural, situada en los trópicos, y cuando, a consecuencia de ese desarrollo, su raza se ha extendido hasta las zonas más frías, su piel llega a ser clara y finalmente blanca. Así pues, sólo la influencia climática de las zonas moderadas y frías ha dado poco a poco a la raza humana europea el color blanco. Con qué lentitud lo vemos por los gitanos, tribu indostánica que, desde el principio del siglo XV, lleva en Europa una vida nómada, y cuyo color conserva aún poco más o menos el término medio entre el de los indostánicos y el nuestro. Sucede lo mismo con las familias negras esclavas, que desde hace trescientos años se perpetúan en América, y cuya piel no ha llegado a ser sino un poco más clara; es cierto que eso proviene de que se mezclan de vez en cuando con recién llegados de un color negro de ébano, fenómeno que no acontece entre los gitanos. La causa física inmediata de esta decoloración del hombre desterrado de su patria natural la imputo al hecho de que, en el clima cálido, la luz y el calor producen sobre la capa de Malpighi de la piel una lenta pero constante desoxidación del ácido carbónico que, en nosotros, se derrama por los poros sin descomponerse; deja después bastante carbono para el tinte de la piel. El olor específico de los negros está verosímilmente en relación con este hecho.
Si en las poblaciones blancas las clases inferiores sometidas a un penoso trabajo son de ordinario de un tinte más oscuro que las clases elevadas, ello proviene de que sudan más, lo cual obra, en un grado mucho más débil, de manera análoga al clima cálido. Que el color blanco del rostro indica una degeneración y no es natural lo prueban el disgusto y la repulsión sentidos por algunos pueblos del interior de Africa cuando lo ven por primera vez: les parece como una marchitez mórbida. Unas jóvenes negras africanas, que habían acogido muy amistosamente a un viajero, le ofrecían leche cantando esto: "¡Pobre extranjero, cuánto nos apena que seas blanco!". Se lee en una nota del "Don Juan" de lord Byron (canto XII, estrofa 7) : "El doctor Denham dice que al regreso de sus viajes por Africa, cuando volvió a ver por primera vez las mujeres de Europa, le hicieron el efecto de tener rostros anormalmente enfermizos". Entretanto, los etnógrafos continúan hablando tranquilamente como su predecesor Buffon (véase P. Flourens, "Historia de los trabajos y las ideas de Buffon") de las razas blanca, amarilla, roja y negra, tomando ante todo el color por base de sus divisiones mientras que, en realidad, éste nada tiene de esencial y su diferencia no tiene otro origen que el alejamiento más o menos grande, más o menos reciente también, de una tribu de la zona tórrida, la única, en efecto, en que la raza humana sea indígena; mientras que, fuera de ella, esta raza no puede subsistir sino con ayuda de cuidados artificiales, pasando el invierno en invernaderos como las plantas exóticas, lo que acarrea poco a poco su degeneración, en primer lugar en cuanto al color.