1 de junio de 2012

La noción de raza a través de la historia (13). 1922: Pío Baroja

En los últimos años del siglo XIX, Pío Baroja (1872-1956) compaginaba su labor como médico rural en Cestona, Guipúzcoa, con los primeros pasos de su trayectoria literaria escribiendo artículos de prensa en "La Voz de Guipúzcoa" y en "El Imparcial". Se estaba forjando por entonces el futuro narrador realista, el literato más discutido, el más objetado de los escritores de su tiempo. Baroja había permanecido poco tiempo en su ciudad natal, San Sebastián, donde realizó sus primeros estudios. Luego asistió a diversas escuelas de Pamplona y Madrid para finalmente estudiar la carrera de Medicina en Valencia, doctorándose posteriormente en la capital de España. En su tesis doctoral fue notable el pesimismo que embargaba por entonces su visión de la vida y que constituía no sólo un estado psíquico subjetivo sino una interpretación del mundo y de la historia emparentada con la filosofía de Arthur Schopenhauer (1788-1860). El contenido fundamental de su tesis consistió en un estudio clínico que se extendía tanto en consideraciones teóricas como en investigaciones concretas sobre la naturaleza del dolor. La idea pesimista de que el conocimiento aumenta el dolor también la expresó en "Sufrir y pensar", un artículo publicado en 1899 en la "Revista Nueva": "La sombra del dolor sigue a la inteligencia como el cuerpo, y así como a raza superior y a superior tejido corresponden mayor capacidad para sentir dolores, así también a cerebro más perfeccionado corresponde más exquisita percepción del dolor".
En 1900, habiendo abandonado ya -asqueado del oficio- su trabajo como médico, publicó su primera obra: una colección de cuentos titulada "Vidas sombrías", obra que contenía el germen de toda su producción literaria futura. Los protagonistas son víctimas de la angustia provocada por la crisis nihilista de la época, fracasan invariablemente en sus vidas, poseen un pesimismo implacable y una crueldad insaciable. Para Baroja, el mundo de su época se hallaba ante una profunda descomposición moral, por lo que buscó en la filosofía una explicación racional de la vida y un apoyo ético. Su preparación filosófica fue fragmentaria y limitada. Sus lecturas no respondían al deseo de adquirir un conocimiento general de la Filosofía sino que, por el contrario, arrastrado desde muy joven por un fuerte individualismo, y casi por intuición, se inclinó a las obras o sistemas que más concordaban con su personalidad. Al momento de volcarse por completo a la literatura ya había leído a Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) y a Immanuel Kant (1724-1804): "Leí primero 'Fundamentos de la doctrina de la ciencia' de Fichte, y no pude enterarme de nada. Después intenté descifrar la 'Crítica de la razón pura' de Kant, pero me pareció demasiado esfuerzo. Comencé entonces la lectura de 'Parerga y paralipómena' de Schopenhauer y me pareció un libro ameno, en parte cándido, y me divirtió más de lo que me suponía. Así que seguí leyendo a Schopenhauer", recuerda en sus "Memorias".
Como puede leerse en "Panorama de la Generación del 98" de Luis S. Granjel, las preferencias y las antipatías de Baroja en materia filosófica lo llevaron a establecer dos líneas en la evolución histórica de la especulación metafísica. "Una, la primera a la que él se siente ligado, naturalista, crítica, que se inicia en los presocráticos y llega a su más acabada expresión con Kant y Schopenhauer; y otra, que rechaza, exaltada y fantástica, que discurre desde Platón y Plotino para llegar a Nietzsche y las diversas manifestaciones de la filosofía en nuestro siglo, todas formalmente denostadas por Baroja". Hacia el final de su vida, Baroja se preguntaba: "¿Porqué yo, que soy hombre de poca tenacidad, he llegado a tener perseverancia bastante para leer libros difíciles para los cuales no tenía preparación? Intenté renovar un poco mi cultura filosófica sin conseguirlo. Si hubiera insistido más, habría sido kantiano, pero no me he atrevido con la 'Ciencia de la Lógica' de Hegel, ni pude soportar las utopías desde 'La República' de Platón a 'La conquista del pan' de Kropotkin. Pretendía ver claro en asuntos transcendentales, pero después lo dejé".
A pesar de esto, no se puede negar la influencia de la filosofía en su vida y en su obra. Es indudable que ella desarrolló su espíritu crítico y le abrió horizontes que, tal vez, marcaron una dirección definitiva en su creación. Su ideología filosófica mereció de sus coterráneos muy diferentes comentarios. Para el escritor José Martínez Ruiz, Azorín (1873-1967), por ejemplo, Baroja era "el único novelista nuestro contemporáneo de quien se puede deducir una filosofía original y sistemática". El crítico literario César Barja (1890-1952), por su parte, opinaba que Baroja tenía "más de filósofo especulador que de un hombre de ciencia, y más de metafísico de la vida que de físico de las cosas". En cambio el filósofo Julián Marías (1914-2005) calificó las ideas de Baroja como "reacciones espontáneas y de primera vuelta ante las cosas, sin justificación intelectual ni responsabilidad. Son la expresión de su afán hacia la energía independiente; el valor máximo de esas 'ideas' no viene de lo que son ellas mismas, tan frecuentemente deleznables y erróneas, sino -una vez más- de su sinceridad". El profesor y literato Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), abundando en este criterio escribió: "La ideología de Baroja carece de valor objetivo. No es un ensayista, sino un hombre que busca en los libros la solución a su problema personal, que acepta ideas ajenas y que elabora, en consecuencia, otras. Su ideología, en cambio, tiene valor sintomático, documental, y aunque la mayor parte de las veces se expone a través de personajes novelescos, es indispensable para entender al escritor y para entender a sus criaturas".
Baroja, agnóstico y anticlerical, liberal decimonónico e individualista acérrimo, anarquista en su juventud, germanófilo en su madurez, anticomunista y antisemita toda su vida, y para quien el hombre estaba "un milímetro por encima del mono cuando no un centímetro por debajo del cerdo", pensaba que la raza influye en la forma de ser y de actuar del individuo. Baroja consideraba que la auténtica Europa se hallaba concentrada entre las montañas de los vascos españoles y franceses, aunque alguna vez fue un poco más allá: "Yo a veces creo que los Alpes y los Pirineos son lo único europeo que hay en Europa. Por encima de ellos me parece ver el Asia; por abajo, el Africa. En el navarro ribereño, como en el catalán y como en el genovés, se empieza a notar el africano, en el galo del centro de Francia como en el austríaco, empieza a aparecer el chino". "Tengo dos pequeñas patrias regionales -añadió-: Vasconia y Castilla, considerando Castilla, Castilla la Vieja. Entre vascos y castellanos me gustaría tener mis lectores. Los demás españoles me interesan menos; los españoles de América y los americanos no me interesan nada".

Por la zoología se sabe que las distintas razas animales se mezclan y son fecundas. Los que no se mezclan son los individuos de distintas especies y si se mezclan, producen el híbrido, en general infecundo. Al conde de Keyserling le he oído decir que las razas no tienen importancia porque se crean con facilidad. Que se han creado es indudable, pero ha sido en miles de años y en circunstancias por ahora desconocidas, o por lo menos muy mal conocidas. En principio, y considerando el punto de una manera puramente racional y zoológica, parece evidente que las razas humanas y hasta las sub-razas deben ser distintas y tener cada una aptitudes diferentes. Por otra parte, las razas deben de estar ya tan mezcladas desde tiempos prehistóricos que tiene que ser muy difícil o imposible asignar a cada una sus caracteres y su especialidad. La cultura llega a borrar unas diferencias étnicas y a acentuar otras. Es, por ejemplo, muy lógico que entre los judíos haya habido grandes banqueros, porque durante mucho tiempo no han podido ser militares, ni agricultores, ni industriales, sino sólo negociantes; también es lógico que entre ellos y los árabes no haya habido pintores célebres, porque para los semitas la reproducción de la figura humana estaba prohibida.
En el principio del siglo XIX comenzó en Europa el estudio científico de la etnografía y de la antropología. El iniciador principal de ellas fue Blumenbach. Se creyó encontrar en el cráneo la clave del misterio de las razas. Se empezaron a formar colecciones de calaveras, se inventaron aparatos para hacer mediciones del ángulo facial y de la longitud de los cráneos, y Retzius dividió éstos en dolicocéfalos (largos) y braquicéfalos (anchos). Broca llamó a los tipos intermedios mesocéfalos. La relación entre la largura de la cabeza, considerándola como 100, y la anchura de la misma como X, se llamó índice cefálico. Este índice cefálico ha sido el caballo de batalla de los antropólogos durante mucho tiempo. En un período de poca claridad y anterior a la vulgarización de los conocimientos etnográficos publicó en 1853 un libro el conde de Gobineau, titulado "Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas". El libro, de gran originalidad, no hizo efecto al salir. Su influencia fue lenta. En tiempos del libro de Gobineau, la teoría de la evolución no estaba conocida y popularizada. El sistema del naturalista Lamarck, atacado por Cuvier, no gozaba de crédito. "El origen de las especies", de Darwin, no se había publicado aún. Este libro es de 1859. Gobineau acepta la génesis bíblica, a Sem, Cam y Jafet, hijos de Noé, como ascendientes de todos los hombres. Partir de esta unidad y llegar a la desigualdad es un poco extraño.
Actualmente, entre los antropólogos, nadie acepta esto como científico. Como creía el autor del libro "Los preadamitas", La Peyrére, esa división es una división para los judíos. Además, en ella no caben ni los amarillos ni los negros; los amarillos porque sin duda no se conocían en Palestina ni en Egipto en tiempo en que se escribió el "Génesis"; los negros porque pasaba igual. Los camitas bíblicos no eran negros. Gobineau no mira la cuestión étnica de una manera científica sino de un modo inspirado y literario. Para él, la cuestión de las razas es el "Deus ex machina" de la civilización. Según él, en la historia aparece un pueblo animador y energético: el pueblo germano, que es el heredero de los arios. Ni el clima, ni el gobierno, ni las costumbres, ni la religión bastan para elevar una civilización, según el conde. Mientras no haya un elemento indogermánico, ario, no se elevará. La cosa es un poco absurda creyendo, como creía el conde bordelés, que todos los hombres tienen el mismo origen. La tendencia ariófila de Gobineau gustó, naturalmente, en Alemania y se fundó allí una sociedad gobinista. Muchos años después, algunos antropólogos quisieron afianzar las teorías del conde con la antropometría y encontrar el tipo físico del ario-indo-germano. Los alemanes Otto Ammon y Ludwig Woltmann y el francés Vacher de Lapouge trabajaron en esto.
Para Vacher de Lapouge -en su libro agrio, apasionado y elocuente "El ario y su papel social" (1899)-, el ario actual tiene características claras, físicas y morales. El ario (Homo Europeous) es alto, rubio, dolicocéfalo, audaz individualista, atrevido, protestante en religión. El "Homo Alpinus" es braquicéfalo, moreno, vulgar, rutinario, burócrata, oficinista, de concepciones mezquinas, inclinado a formar parte del Estado y de religión católica. Con estas premisas se busca la cantidad de arianismo, de indo-germanismo que hay en los grandes hombres y que queda en los pueblos. Luego fue Houston S. Chamberlain, en sus "Fundamentos del siglo XIX", el que se encargó del panegírico del ario, que, según él, no era sólo el tipo escandinavo de Gobineau, sino que abarcaba los tres elementos que se pueden encontrar en Alemania: el céltico, el germano y el eslavo. Chamberlain no era un exaltado como Lapouge, sino un patriota alemán, a pesar de ser inglés de origen, y un hombre al servicio del imperio del Kaiser Guillermo II.
Después vinieron las críticas de estas diversas teorías. Salomon Reinach aseguró que la hipótesis de un tipo físico especial de los propagadores de las lenguas arias era una pura novela. Isaac Taylor  sostuvo la tesis de que los arios tenían caracteres parecidos a los fineses mogoloides y que su cuna era el sur y el este de Rusia. Sergi suponía que los arios formaban una raza braquicéfala (de cabeza ancha) llegada de Asia, que había influido en los nórdicos y mediterráneos de Europa, y otro profesor italiano, Michelli, pensaba que lo que se llama pueblos arios o indo-europeos eran producto de una combinación lenta en la Europa central y oriental, en la época neolítica, de diversas razas europeas primitivas. Es lo que parece más probable. Después ha seguido el debate, y al último la palabra "ario" se ha convertido en una palabra política de combate.
En su aspecto científico, al querer asignar al tipo ario caracteres determinados, se han expuesto hipótesis y teorías muy curiosas. Para Ammon y Vacher de Lapouge, el ario era el germano del Norte, alto, dolicocéfalo (cráneo largo), rubio, de ojos azules; para otros, era el celta, el homo alpinus, más bajo, juanetudo y braquicéfalo (cráneo ancho), otros suponían que era el mediterráneo, pequeño, dolicocéfalo, moreno y quizá procedente del norte de Africa. En estas opiniones influía el que muchos etnógrafos e historiadores empezaban a creer que el llamado tipo indo-germánico no era de origen asiático, sino de origen europeo. Según unos, se había formado a orillas del Báltico, y según otros, del Danubio. Algunos, sobre todo los historiadores, pensaron que existió si no una raza, una nación aria, de la cual han hablado Herodoto y Ptolomeo. Este pueblo, originario de la Bactriana, habría ido a la India y suplantado a las razas de color. Una parte emigraría al occidente de Europa, que les debería la industria de la piedra pulimentada, después la del bronce, y el idioma.
Desde el punto de vista anatómico y etnográfico, la raza del Norte, escandinava e inglesa, tiene rasgos comunes con la mediterránea, y las dos con la primitiva de Cro-Magnon; así que pudiera ser muy bien que el ario fuese exclusivamente lo que se llamó primero el celta y luego el hombre alpino, es decir, una raza de estatura relativamente baja, de cabeza redonda y de aire mogoloide, que ocupó el centro de Europa, que constituyó la civilización lacustre de los palafitos, que vino del Asia por las estepas de Rusia, y por el Danubio formó el fondo étnico de Francia, de Alemania, de Suiza, de Bélgica y de parte del norte de España y de Italia. Esta es una hipótesis como cualquier otra. De todas maneras, no se puede asegurar que el ario, si existe, o si ha existido, sea un tipo de esta clase o de la otra. Tampoco se puede decir que haya en Asia o en Europa un territorio en el que se noten indicios de haber estado poblado por una raza protoaria con un lenguaje también protoario.