13 de octubre de 2012

El asalto a la naturaleza (1). Un largo y sinuoso camino


En un mun­do cuyas necesidades de ali­mento, agua, aire puro y ha­bitación aumentan año tras año, es imposible no darse cabal cuenta de que los recursos del planeta tienen un límite. Cabe recordar que dichas ne­cesidades inconmensurables son planteadas en su mayor parte por una sola especie: el hombre. El interés por estas cuestiones ha trascendido en la actualidad a casi todas las esferas sociales e intelec­tuales, pero tal proceso ha to­mado un largo tiempo. Se sabe que los grupos de homínidos que se ocupaban de la recolección, la caza y la pesca, ya necesita­ban de ciertos conocimientos biológicos. Es posible imagi­nar a estos primates recolectores aprendiendo que ciertos alimentos sólo se podían conse­guir en algunas épocas del año, o a los cazadores persiguiendo a sus presas disfra­zados con una piel del mismo animal para disimular su for­ma y su olor humanos. De esta manera pudieron establecerse los rudimentos conceptuales de las delicadas interacciones entre los componentes de la naturaleza, que son la base de lo que mas adelante constituirá la ciencia de la ecología.
Más tarde, cuando la agri­cultura permitió que el hom­bre se volviera sedentario, se descubrieron nuevos vegeta­les y animales, así como algu­nas de sus funciones en la na­turaleza y sus posibles aplica­ciones: medicinales, textiles y alimenticias, entre otras. Es­to significó un avance real en el conocimiento más detalla­do del ambiente. Los babilonios y los egip­cios adquirieron por experi­encia propia la noción del desequilibrio ecológico al enfrentar las terribles plagas de lan­gostas y ratones de campo (erróneamente atribuidos a la voluntad de Dios y no a fenómenos naturales). En la antigua Grecia se ob­serva también esta preocupa­ción por la armonía del am­biente natural, aunque ya documentada con escritos formales. Así, Herodoto de Halicarnaso (484-425 a.C.), Platón de Egina (427-347 a.C.), Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.), Teofrasto de Ereso (372-288 a.C.) y Gayo Plinio Cecilio Segundo (23-79) se preocuparon por la relación entre los seres vivos y el medio ambiente y describieron su visión del mun­do biológico. Los postulados esenciales de esa perspectiva incluían la noción de que el número de individuos de cada especie permanece constante en tér­minos generales, excepción hecha de las ocasionales pla­gas (que después de un tiem­po solían desaparecer como tales). Cada especie tenía, para estos filósofos, un lugar especial en la naturaleza, por lo cual la extinción de alguna o varias era considerada como algo negativo para la armonía biológica.
Platón, por ejemplo, en uno de sus últimos diálogos -“Kritiás” (Critias), también conocido como “Atlantikós” (La Atlántida)- escribió: “Nuestra tierra ha venido a ser, en comparación con la que fuera entonces, como el esqueleto de un cuerpo descarnado por la enfermedad. Las partes grasas y blandas de la tierra se han ido en todo el derredor, y no queda más que el espinazo desnudo de la región. Pero, en aquellos tiempos, cuando estaba aún intacta, tenía como montañas, elevadas ondulaciones de tierra; las llanuras que hoy día se llaman campos de Feleo, estaban cubiertas de glebas grasísimas; sobre las montañas había extensos bosques, de los que aún quedan actualmente huellas visibles. Pues, entre estas montañas que no pueden alimentar ya más que las abejas, las hay sobre las que se cortaban, no hace
aún mucho tiempo, grandes árboles, aptos para levantar las mayores construcciones, cuyos revestimientos aún existen. Había también multitud de altos árboles cultivados, y la tierra brindaba a los rebaños unos pastos inagotables. El agua fecundante de Zeus que caía cada año sobre ella, no corría en vano, como actualmente para irse a perder en el mar desde la tierra estéril: la tierra tenía agua en sus entrañas y recibía del cielo una cantidad que ella había hecho impermeables; y ella conducía también y desviaba por sus anfractuosidades el agua que caía de los lugares elevados. De esta manera, por todas partes se veían rielar las generosas corrientes de las fuentes y los ríos. Respecto de todos estos hechos, los santuarios que en nuestros días aún subsisten en honor de las antiguas fuentes, son un testimonio fehaciente de que esto que acabamos de contar es verídico”.
Epicuro de Samos (342-270 a.C.), por su parte, en su “Peri physeos” (Sobre la naturaleza) fue el primero en tener una visión materialista de la misma al desmitificar aquella interpretación teológica de que los cataclismos naturales eran la manifestación de una voluntad divina. Para Epicuro, el universo incluía en sí mismo una cierta contingencia, aunque la naturaleza siempre fue y sería la misma.  Muchos años después, James Anderson de Hermiston (1739-1808), agrónomo y economista escocés, en “An enquiry into the nature of the corn laws” (Investigación sobre la naturaleza de las leyes de granos) introdujo las primeras nociones de la vinculación entre naturaleza y rentabilidad; y el químico alemán Justus von Liebig (1803-1873) construyó una comprensión del desarrollo sostenible en su “Die organische chemie in ihrer anwendung auf agrikultur und physiologie” (Química orgánica y su aplicación a la agricultura y a la fisiología). Charles Darwin (1809-1882) y Ernst Haeckel (1834-1919) adoptaron un enfoque evolucionista de las relaciones entre los humanos y la naturaleza, dándole un nuevo auge a las ideas pro­puestas por los antiguos griegos y explicando con gran detalle la interdependencia de los organismos y su evolución por selección natural. Todos estos eruditos influyeron en los filósofos alemanes Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895) quienes analizaron en diversos pasajes de sus obras los vínculos entre el mundo social y el mundo natural, llegando a la conclusión de que el tratamiento "consciente y racional de la tierra como propiedad comunal permanente es la inalienable condición para la existencia y reproducción de la cadena de las generaciones humanas".
Los historiadores suelen señalar el nacimiento de la ecología como disciplina científica a partir de la publicación de "The natural history and antiquities of Selborne" (La historia natural y antigüedades de Selborne) escrita por el naturalista inglés Gilbert White (1720-1793) en 1789, época en la que ciencias como la biología, la botánica, la física, la geología, la química y la zoología hicieron importantes aportes para su configuración como tal. Suele citarse entre sus precursores a Jean Baptiste de Lamarck (1744-1829), Karl Friedrich Burdach (1776-1847), Charles Lyell (1797-1875), Justus von Liebig (1803-1873), Alfred Russel Wallace (1823-1913) y, por supuesto, al ya citado Haeckel, quien acuñó el término ecología (del griego “oikos”: casa, morada; “logos”: conocimiento) en 1869. Estos científicos incorporaron en el transcurso de los siglos XVIII y XIX nuevos conceptos y modos de contemplar las relaciones entre los seres vivos y el medio ambiente. Desde entonces, un sinfín de investigado­res ha abordado el estudio de las causas que determinan la distribución y abundancia de los organismos; es decir, el es­tudio de la ecología.
Entre los más destacados se puede citar a Sergei Podolinsky (1850-1891), físico socialista ucraniano que, en varios de sus trabajos, manifestó su preocupación por el despilfarro de la energía y las reservas naturales; William Morris (1834-1896), socialista utópico inglés considerado el primer ecosocialista, a quien le interesaba especialmente la posibilidad de crear una forma de vida más decente, más bella, más satisfactoria, más sana, menos infernal, en la que todos participaran “compartiendo nuestra madre común: la tierra”, dejando de lado la producción de una “cantidad ilimitada de tonterías inútiles, lo más barato posible, para ser vendidas y no para ser utilizadas”; el estadounidense Eugene Odum (1913-2002),uno de los más importantes promotores de la ecología y considerado como el padre del ecosistema ecológico; el biólogo alemán Heinz Ellenberg (1913-1997), partidario de desarrollar la agricultura, la ganadería y la silvicultura de cada país de acuerdo a las condiciones ecológicas y socioeconómicas existentes; Ramón Margalef (1919-2004), oceanógrafo y ecólogo español, pionero en la introducción de los estudios de Ecología Marina en España, y los investigadores soviéticos Vladimir Vernadsky (1863-1945), Nikolai Bujarin (1888-1938) y Georgii Gause (1910-1986) entre otros, quienes se interesaron por los estudios de la ecología pero fueron perseguidos y malogrados por la burocracia soviética tras la irrupción del estalinismo.
Cabe señalar que el desa­rrollo de la ecología como ciencia no estuvo aislado de otras actividades humanas, pues fue en relación con la agricultura, la medicina y la pesca, entre varias otras, como se obtuvieron avances significa­tivos en esta disciplina bioló­gica. Lo sorprendente es que, con todo su antropocentrismo para utilizar la naturaleza a su favor, el hombre todavía sea incapaz de encontrar la manera de no agotar irremediablemente la fuente de su propia existen­cia. La explotación de los recursos (renovables y no renovables) ha marchado incontrolada en numerosas regiones del mundo, con efectos muy destructivos y con una tasa de desperdicio impresionante. Para mayor desasosiego, la cuestión no termina con el abuso de los recursos, sino que en la medida que el hombre transforma materias primas en productos superfluos o suntuarios, crea desechos o subproductos nocivos y los acumula justamente en la biosfera. Con frecuencia esta liberación de desechos se practica sin una planificación adecuada de sus efectos. Es bien sabido que los de­sechos de mercurio y plomo, resultantes de ciertas activi­dades industriales van a dar a ríos, lagos y mares, lo mismo que muchos contaminantes de origen doméstico como aguas negras y detergentes, al tiempo que gases de automóviles y fábricas y los residuos radiactivos amenazan seriamente la salud. También la utilización de numerosos pesticidas en los campos de cultivo ha envenenado la vida silvestre ya que su empleo deteriora el metabolismo reproductivo de muchas especies y reduce sus poblaciones originales a niveles peligrosos o, en muchos casos, las lleva hasta su exterminio.
Hasta mediados del siglo pasado, muchos científicos se preguntaban si el pronunciado cambio climático que comenzó a notarse era el resultado de fenómenos naturales o de la acción del hombre, que con la contaminación había trastornado la atmósfera. Los registros mues­tran que de 1830 a 1930 la temperatura media de la Tierra fue aumentando paula­tinamente, pero que esa tendencia al calen­tamiento se invirtió a fines de la década del ‘30 para ser sustituida por un descenso de la temperatura. Esto los llevó a sospechar que debíamos esperar un enfriamiento sostenido, aunque muchas veces interrumpido por intervalos cálidos más o menos breves. Para encontrar la respuesta a ese interrogante, los meteorólogos volvieron los ojos hacia el pasado, tratando de reconstruir con el mayor detalle la historia climática de nuestro planeta para saber cómo ha va­riado la temperatura a lo largo de milenios y así encontrar posibles patrones cíclicos que permitiesen predecir las tendencias futuras del clima. Trataron también de correlacionar las pasadas alteraciones climáticas con fenómenos naturales que pudieran haberlas causa­do, como por ejemplo periodos de intensa actividad vol­cánica.
En dicha reconstrucción del pasado se utilizaron diversos medios. Unos investigadores hurgaron en los testimonios históricos en busca de constancias de épocas de intenso frío, abundantes lluvias o prolongadas sequías. Otros revisaron empolvados libros de bitácora de los buques ingleses, españoles y portugueses para saber a qué condiciones meteorológicas se enfrentaron los antiguos navegantes en los mares del mundo. Otros más examinaron minuciosamente los anillos de crecimiento de árboles milenarios para determinar -en base a la mayor o me­nor rapidez de crecimiento de la planta en diferentes épocas- qué condiciones de humedad y temperatura hubo en cada perio­do de su vida. Los geólogos extrajeron  del lecho marino largas columnas de sedimen­tos -depositados lentamente a lo largo de miles o millones de años- para identificar los esqueletos microscópicos de animales que poblaban las aguas del océano, ya que su abundancia, escasez, tamaño o caracte­rísticas en cada época dan indicios de la temperatura del mar. Se buscó también, en los sedimentos o en los hielos polares, cenizas de erupciones volcánicas que pu­dieran haber oscurecido el cielo y afectado el clima. Se escudriñaron restos de asenta­mientos humanos en muchas regiones, tratando de ave­riguar -por el estudio de las formas de vida y de alimentos- cuáles eran las condiciones hace siglos o milenios. Los paleo-botánicos identificaron laboriosamente los granos de polen depositados en viejas for­maciones geológicas, para así establecer qué tipo de plantas hubo en cada lugar a lo largo del tiempo.
Así, paso a paso, los científicos lo­graron trazar el panorama del clima terres­tre durante millones de años. Como lo sos­pechaban, no ha sido nada estable sino que ha experimentado profundas variaciones con rápidos y acentuados cambios de clima. La mayor parte del tiempo la temperatura media de la Tierra ha sido más baja que en la actualidad. La última gran época cálida fue la de los dinosauros, hace más de 60 millones de años, cuando los colosales reptiles eran las formas de vida dominantes y gran parte de los continentes estaba cubierta de pan­tanos y tupida vegetación de tipo tropical. Luego se inició un proceso de enfriamiento en el que enormes ma­sas de hielo y nieve se extendieron sobre vastas regiones del planeta, se extinguieron las plantas y animales dominantes y sur­gieron nuevas especies, adaptadas al clima riguroso. Esa situación de intenso frío se mantuvo hasta tiempos muy recientes, in­terrumpida sólo de cuando en cuando por periodos de ascenso de temperatura que du­raban sólo unos millares de años y tras los cuales los hielos volvían a ganar el terreno perdido. La última glaciación terminó hace unos 15 o 18 mil años y los hielos iniciaron su retroceso, que habría de durar varios milenios. Enormes regiones que antes eran inhabita­bles fueron pobladas por millones de seres humanos, permitiendo el desarrollo de la civilización. Ese cambio de la temperatura facilitó la aparición de la agricultura en el valle del Nilo, en la Mesopotamia, en América y en otras cunas de la civilización. Incluso el norte de Afri­ca y el Medio Oriente -ahora desiertos- gozaron de un clima excepcionalmente be­nigno, con lluvias abundantes que permitían los cultivos. Los mares libres de hielo, a salvo de las tormentas provocadas por las invasiones de aire frío, facilitaron la nave­gación y los vikingos pudieron llegar hasta las lejanas tierras de Islandia, Groenlandia y América del Norte. Hubo durante esos miles de años episo­dios esporádicos de frío y sequía, el más reciente de los cuales fue el de la llamada "Pequeña Edad de Hielo", que duró desde el siglo XV a principios del XIX y que se caracterizó por rigurosos inviernos en Eu­ropa y Norteamérica, aunque, en general, el clima fue benigno.
Pero muchas cosas sucedieron en los últimos doscientos años. Muy lejos quedaron los tiempos del período Neolítico, diez mil años atrás, cuando los hombres talaban bosques para obtener madera y abrir claros donde sembrar los granos de los que se alimentaban, alterando los ecosistemas en los que esas comunidades vivían. Este fenómeno no afectó sólo a la Antigüedad: a lo largo de la historia diversas áreas terrestres se vieron modificadas por la acción del hombre. Por ejemplo, la Revolución Industrial impulsada por Inglaterra entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, generó enormes cambios tecnológicos, económicos, demográficos y culturales en la historia de la humanidad. Uno de los más significativos se produjo a partir de la década del '50 del pasado siglo cuando la agricultura experimentó un crecimiento favorecido por los adelantos en ingeniería genética de semillas y el desarrollo de agroquímicos, generando una intensificación del uso de las tierras que ocasionó la degradación de las mismas. A esto debe agregarse la deforestación impulsada por el avance de la frontera agrícola, la quema de combustibles fósiles para la generación de energía, transporte, industria y mantenimiento del hogar, el vertido de residuos y el uso de gases industriales fluorados. El aumento descontrolado de la ignición del combustible fósil y los cambios en la utilización del territorio provocan la emisión de cantidades crecientes de gases de efecto invernadero a la atmósfera terrestre -entre ellos el dióxido de carbono, el metano y el dióxido de nitrógeno- lo que provoca el aumento de la cantidad de calor del sol retenido por la atmósfera de la Tierra, que en una situación de normalidad sería irradiado nuevamente hacia el espacio. Cabe señalar también que la mayor disponibilidad de acceso a los recursos produjo un crecimiento exponencial de la población, la que a su vez ejerció una presión aún mayor sobre los ecosistemas.
A partir de estos fenómenos, el clima del mundo parece haberse desqui­ciado, y cuando se habla de clima -del griego “klíma” (inclinación, en referencia al hecho de que las condiciones climáticas difieren de un lu­gar a otro de la Tierra según la inclina­ción con que llegan los rayos solares)- no debe confundirse con el término “tiempo”, aunque ambos se refieren a fenómenos meteorológicos. Por tiempo se entiende el conjunto de condiciones meteorológicas que imperan durante períodos relativa­mente breves en una región. Por ejem­plo, durante unas horas o días. El clima, en cambio, es el conjunto de condiciones meteorológicas que predominan a lo lar­go del año o de los años: humedad, tem­peratura, precipitación (de lluvia, nieve o granizo), insolación, nubosidad, eva­poración, presión atmosférica, vientos, etc. Así, en un momento dado, en deter­minado lugar, el tiempo puede ser frío y lluvioso por condiciones meteorológicas peculiares, a pesar de que el clima de ese mismo lugar sea cálido y árido, porque a lo largo del año prevalecen condiciones de alta temperatura y poca precipitación. El cambio climático que se ha producido en estos últimos siglos, con su imparable aumento de las temperaturas medias, no es equiparable a los ciclos de enfriamiento y calentamiento de los registros geológicos previos, sino que se atribuye exclusivamente a la acción del ser humano.
Cualquier aficionado a la jardinería sabe que los vidrios de su invernadero permiten la entrada de radiación de onda corta pero impiden la salida de la radiación infrarroja. Como resultado de este fenómeno, el interior de invernadero se calienta. En nuestro planeta, las moléculas de ciertos gases atmosféricos (como el dióxido de carbono procedente de la combustión de combustibles fósiles) funcionan como los vidrios de un invernadero: absorben la radiación infrarroja que intenta escapar desde la superficie de la Tierra y, por ello, una parte de la misma no regresa al espacio sino que es remitida de nuevo hacia la superficie terrestre. Si la presencia de estos gases se incrementa, como hoy sucede por la acción del ser humano, mayor es la radiación devuelta hacia la superficie del planeta. Como resultado de esto, el calentamiento es mayor, con los correspondientes perjuicios para todos los seres vivos. La misma capacidad inte­lectual del hombre puede convertirse en el instrumento para enriquecer el planeta al mismo tiempo que sus necesi­dades son satisfechas adecua­damente. Aquí reside su responsabilidad ineludible.