4 de junio de 2014

Apuntes sobre Onetti (2). Jorge Edwards

En 2010, cuando se publicó en España el volumen III de las obras completas de Onetti, un tomo dedicado a sus cuentos, artículos y misceláneas, el crítico literario y escritor español José María Guelbenzu (1944) publicó una reseña en el nº 159 de la "Revista de Libros". Entre otros conceptos decía en ella que "las palabras son un arma de doble filo y Onetti se corta con ellas de vez en cuando. El fraseo es fluyente, avanza en frases que se encadenan en oleadas". Ponía como ejemplo: "Pudo continuar inmóvil, tan solitario como si el otro no hubiera llegado, como si no alargara el brazo y abriera la mano para dejar caer el saco, como si se fuera acuclillando hasta quedar sentado en la galería, las piernas colgantes, excesivamente doblado el torso en dirección a la playa". Para Guelbenzu, estas abstracciones alcanzaban a veces un estilo etéreo y genérico, es decir, impreciso. En otro tono, el escritor costarricense Guillermo Barquero (1979), consideró que Onetti era, en su escritura, un maestro de la adjetivación. Con respecto a "Dejemos hablar al viento", escribió en "Sentencias inútiles" el 7 de abril de 2009: "Precisamente, consiguió tal grado de perfección y de inusitados matices porque no le temía a los adjetivos, se prodigaba en ellos y los convertía en placas que rodeaban a sus personajes (y a los sitios geográficos, ominosos en grado superlativo) y los califican y los emborronan y los vuelven monstruos y ángeles, todo a la vez". Un ejemplo: "Barrientos callaba, torpe y enconado, con los grandes bigotes dirigidos hacia la niebla del vidrio (…); las grandes manos sucias y deformes apoyadas con firmeza una en cada rodilla (…). El coche corría con prudencia por aquella parte de la ciudad donde los restos de quintas arboladas, abatidas y musgosas, con solitarios y empecinados símbolos de riqueza y orgullo (…), casas de comercio blancas, nuevas y presuntuosas, con grandes e innecesarias puertas de hierro". Efectivamente, con las adjetivaciones Onetti buscó lograr efectos expresivos. Veamos algunas muestras: "bondadoso hastío", "sonrisa imperdonable", "magulladuras sin consuelo", "una fatalidad imprecisa y personal", "el desprecio indeciso", "una distraída cortesía desprovista de ofensa", "una voz acostumbrada a la resignación", "candorosamente habitado por la desesperación".
Particularmente magistral fue también en los retratos de sus personajes, en los que abundan los adjetivos: "Era, y para siempre, diez años más viejo que yo; tenía la nariz larga, los ojos sin sosiego, una boca fina y torcida de ladrón, de tramposo, de adicto a la mentira, un cutis protegido del sol desde la pubertad, una blancura conservada en la sombra del chambergo. Pero encima de todo esto, como un abrigo permanente, hacía flotar la tristeza, la desgracia, la mala suerte encarnizada. Era pequeño, frágil, con bigotes caídos y suaves". O: "El hombre era de muchas maneras y estas coincidían,  inquietas y  variables, en el propósito de mantenerlo vivo, sólido, inconfundible. Era joven, delgado, altísimo;  era tímido e insolente, dramático y alegre". José Manuel Caballero Bonald (1926), escritor español, decía en su artículo "Iluminaciones en la sombra" que "el ritmo y el tono de la prosa de Onetti destacan como elementos notabilísimos de la estructura novelística. El estilo hace verosímil lo incierto y se aproxima a veces a un auténtico prodigio lingüístico. Hay algo, no obstante, que parece obedecer a un descuido deliberado, como si el escritor quisiera disimular el esmero o dar a entender que esas cuestiones no le preocupan. Pero ahí está pulcramente estabilizada una norma de conducta estilística: la potencia metafórica, la adjetivación impecable, el prestigio gramatical de la poesía. Y es ahí donde se consolida el más inmediato magnetismo de una prosa admirable, explícita y compleja a la vez, como desentendida de su eficiencia a la hora de conducir la difusa progresión argumental".
La carrera literaria de Onetti se formó a contracorriente, como con desgana, como si su autor nunca hubiera tenido el propósito cierto de estarse labrando una carrera. Onetti recorrió su larga existencia con una suerte de desánimo tenaz, al desgaire de modas y operaciones publicitarias, como si no creyera demasiado en lo que estaba haciendo. Su imagen es la de un escritor antiprofesional que escribe con pertinencia y desesperación, como si no le quedase otro remedio.


Jorge Edwards (1931). Escritor, crítico literario y periodista chileno. Diplomático de carrera ente 1957 y 1973, tras el golpe de estado de Chile se radicó en Barcelona, donde trabajó en varias editoriales. Miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua, ha sido distinguido con numerosos premios, entre los que destacan el Nacional de Literatura 1994 y el Cervantes 1999. Lleva escrita una frondosa obra periodística colaborando en diversos diarios como "La Segunda" (Chile), "La Nación" y "Clarín" (Argentina), "Le Monde" (Francia), "Corriere della Sera" (Italia) y "El País" (España). Es también miembro del consejo de redacción de las revistas "Vuelta" y "Letras Libres" de México. De su obra narrativa pueden mencionarse varios libros de cuentos donde trasunta fieles observaciones sobre la sociedad chilena tradicional y decadente: "El patio", "Gente de la ciudad", "Las máscaras" y "Temas y variaciones". Sus novelas, siguiendo el modelo de la crónica y el realismo, trazan vastos cuadros de la vida chilena en distintos momentos de su historia: "El peso de la noche", "Los convidados de piedra", "El museo de cera", "La mujer imaginaria", "El anfitrión", "El origen del mundo", "El sueño de la historia", "El inútil de la familia", "La casa de Dostoievsky", "La muerte de Montaigne" y "El descubrimiento de la pintura". Es autor además de sendas biografías de Neruda y Machado de Assis. El artículo "El imposible Onetti" fue publicado en el suplemento "Cultura" del diario "La Nación" el 23 de junio de 1999.

El tiempo ha convertido al notable escritor uruguayo en un clásico. La creación de un espacio imaginario, de una ciudad de provincia inconfundible y, sin embargo, inexistente, como Santa María, lo vincula con William Faulkner, un novelista al que admiraba. A Chile empezaron a llegar ecos del mito de Juan Carlos Onetti en los primeros años de la década del cincuenta. Onetti era el hirsuto, el marginal, el duro y tierno de una literatura latinoamericana de la que todavía no se hablaba. Era, en cierto modo, la posibilidad que todavía no cuajaba de una literatura de todo el continente, o una de las posibilidades más importantes: un precursor oscuro, que muy pocos estaban en condiciones de adivinar. Cuando Ricardo Latcham vivió en Montevideo como embajador de Chile, a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, se dedicó a mandarnos, con un entusiasmo y una pasión extraordinarios, noticias de Onetti y de los demás escritores del Uruguay: Mario Benedetti, Idea Vilariño, Carlos Martínez Moreno, Emir Rodríguez Monegal, Angel Rama y algunos otros. Desde un comienzo, Onetti era el mito; los demás escritores y críticos, por así decirlo "normales". Y había, en las cercanías de Onetti, otro fenómeno literario no menos extravagante y casi más secreto: el de Felisberto Hernández. Onetti representaba la gravedad, el "pathos", las fuerzas oscuras; Felisberto Hernández, la levedad, la gracia, la fantasía aérea.
Las noticias literarias que recibíamos entonces del resto del mundo latinoamericano siempre eran aisladas, parciales. Supe de las novelas de Alejo Carpentier por una traducción francesa y las comenté en el Café Miraflores o en algún lugar parecido. Acario Cotapos, que había conocido a Carpentier en años de bohemia en París, entre las dos guerras mundiales, me discutió con energía digna de mejor causa. Sostuvo que yo estaba enteramente equivocado, Carpentier no era novelista, ¡era musicólogo! Alguien me dijo por aquellos mismos años, una persona de la familia, que Alvaro Yáñez, o Pilo Yáñez, quien ya solía firmar como Juan Emar, se "sentía peludo" de vez en cuando y se metía a la cama durante semanas y hasta meses. Juan Carlos Onetti, el hirsuto, podría haber dicho lo mismo. Según testimonios coincidentes, vivió buena parte de su vida en cama. Me han hablado de una larga entrevista en la que responde a las preguntas desde la cabecera de su lecho, casi derrumbado encima de la almohada, con un vaso de whisky en la mano.
En 1969, en un congreso de escritores celebrado en Viña del Mar, alguien, a las dos de la tarde, me pidió que le avisara que el bus que llevaría a los invitados a un almuerzo en Isla Negra, en casa de Neruda, estaba a punto de partir. A esa hora que los demás consideraban tardía, Onetti seguía en su habitación, muy tranquilo, en bata, frente a la bandeja de su desayuno. Ni siquiera hizo amago de vestirse para unirse al grupo de aquel almuerzo historiado. A mí me resultó claro que no valía la pena insistir. Tenía, Onetti, según mis recuerdos de ese encuentro, una manera curiosa de dejar caer sus opiniones. Se detenía en el camino a los ascensores, a sus espacios privados, y hablaba de costado, como si hablar fuera una pausa, una especie de tregua. Además, quizás sin darse cuenta, por hábito profundo, pero también como de paso, de soslayo, citaba la Biblia.
Al leerlo y releerlo ahora, después de tan largos años, las presencias de Louis Ferdinand Céline y de William Faulkner me parecen notorias, obvias, poderosas, unidas, quizás, a un toque de Franz Kafka y otro de Albert Camus o de Jean Paul Sartre, pero también es sorprendente en su obra narrativa la fuerza de lo popular de su tiempo: el cine de los años treinta y cuarenta, sobre todo en su vertiente policial y negra; la canción francesa, con Charles Trenet, Maurice Chevalier y Edith Piaf, el tango gardeliano, ¡desde luego!, y los ambientes del bajo fondo y de la hípica con toda su leyenda, su conocimiento menudo, su memoria y su drama.


Ahora, de modo retrospectivo, calculo que Juan Carlos Onetti, nacido en Montevideo en 1909, es decir, hombre algo menor que Borges, algo mayor que Nicanor Parra o que los escritores del surrealismo chileno, se encontró con un panorama contradictorio en la literatura narrativa del continente. No era un horizonte demasiado diferente del de mi generación, pero a él le tocó enfrentarlo antes y con menos puntos de referencia. Había una prosa narrativa oficial, consagrada: la del criollismo o regionalismo, que en la región del Río de la Plata había dado resultados tan notables como los cuentos de Horacio Quiroga o el "Don Segundo Sombra" de Ricardo Güiraldes. Sin embargo, algunos de los cuentos de Quiroga, textos como "La gallina degollada", para citar un ejemplo, apuntaban ya hacia otras direcciones. Y existía, por otro lado, la prosa de vanguardia de Vicente Huidobro o de Macedonio Fernández, la de Martín Adán en el Perú, la de brasileños como Mario de Andrade.
Desde sus primeros trabajos, Onetti evitó ambas alternativas, la del criollismo y la de la vanguardia pura, y optó por entrar de lleno en los temas de Montevideo y Buenos Aires. Descartó la literatura del primer día de la Creación, tema que se nos había impuesto como obligatorio desde los años de nuestro pseudo romanticismo, y fue quizás el primero en descubrir la belleza posible de lo degradado, de lo oscuro, del deterioro de la ciudad y de sus moradores. En otras palabras, la novedad de la prosa de Onetti residió en una paradoja: su visión de lo viejo, de lo erosionado por el paso del tiempo, tema urbano por excelencia y que ya se insinuaba en algunos poemas de "Residencia en la tierra" (por ejemplo, en "Walking around"). Uno sonríe hoy al ver la apasionada defensa de sus temas que tuvo que hacer Onetti en sus años iniciales. Fue un ensayista interesante, vibrante, que explicaba sus propias elecciones estéticas en las páginas de la revista montevideana "Marcha", uno de los grandes órganos de expresión de la literatura nueva de América Latina. No hemos tenido en Chile revistas que sean verdaderos focos polémicos y puntos de apoyo de una manera determinada de escribir, como fue el caso de "Marcha" en Montevideo y de la muy diferente "Sur" de Buenos Aires.
El paso a una escritura narrativa contemporánea y que se ocupaba de los mundos nuestros, sobre todo desde una perspectiva de ciudades, fue seguido pronto en Onetti por la creación de un espacio literario propio. No cabe duda de que la lectura de Faulkner lo ayudó a descubrir esta posibilidad. Yoknapatawpha, el condado imaginario de la obra de Faulkner, coexiste con lugares reales. Es una región ficticia intercalada en el mapa del sur de los Estados Unidos. Memphis está al norte del condado, en el comienzo del delta del Mississippi, el escenario de toda la obra faulkneriana, y Nueva Orleans hacia el sur. La Santa María de Onetti, que ya aparece con toda claridad en una novela de 1950, "La vida breve", cumple la misma función que el condado imaginario del autor de "Luz de agosto". Es una ciudad provinciana, un espacio cerrado, ocupado por unos cuantos personajes novelescos, y es, en seguida, un mundo novelesco que se encuentra en las cercanías de lugares tan reales como Buenos Aires y Montevideo. Onetti pudo desarrollarse como escritor, con la libertad creativa necesaria, con el factor lúdico indispensable, a partir de la invención de Santa María, esa ciudad de provincia con una plaza, con un río y su puerto fluvial, con un barrio suizo. Es la metáfora de cualquier ciudad de América del Sur, con su carácter provinciano, con su cercanía de algún puerto, con sus barrios de inmigrantes.
Encuentro el germen de esta creación de espacios, por lo menos en mi relectura de hoy, en el cuento "Regreso al sur". El texto se abre con la mención de una "zona extranjera que se iniciaba en la calle Rivadavia, y a partir del Carnaval de 1938". Después veremos que la mujer del personaje principal, tío Horacio, lo abandonó alrededor de esa fecha y se fue a instalar en esa parte de la ciudad. El sufrimiento de los celos, con toda su ambivalencia, es uno de los motores de la obra de Onetti. Cuando tío Horacio, en el cuento, se decide a pasar desde el lugar donde ha vivido siempre hasta esa parte de Buenos Aires, el sector donde se ha ido a instalar Perla, entre toreros y guitarristas, en un ambiente donde se evoca a menudo la guerra de España, los parientes piensan que ya está restablecido. La enfermedad del personaje, por lo visto, no era mortal. Pero el texto, con una crueldad que ya podemos llamar precisamente "onettiana", demuestra exactamente lo contrario. Atravesar las calles tabúes ha sido, para tío Horacio, como atravesar el río de los muertos. Llega a un café típico de Rivadavia, busca una mesa y al poco rato se desploma en la silla, como si el desplazamiento hubiera sido un destino buscado y definitivo.
Hay un cuento de Borges en que el narrador dice que el sur, uno de los grandes espacios imaginarios, míticos, de la narrativa borgeana, empieza después de cruzar una calle del barrio de Palermo de Buenos Aires. Si no me equivoco, se trata justamente de "El sur", un relato en que el personaje encuentra la muerte al final de su viaje. El esquema de "Regreso al sur", el cuento de Juan Carlos Onetti, es curiosamente parecido, a pesar de la gran diferencia de atmósfera, de tono, de perfil de los personajes. El descubrimiento de los espacios ficticios, en Onetti y, por lo visto, en el caso de Borges, sería equivalente a un encuentro con el destino. Parece una coincidencia casual, pero un análisis detallado podría mostrar rasgos constantes en toda la narrativa del Río de la Plata. Siempre podemos encontrar un momento de separación, un viaje brusco y en apariencia gratuito, un encuentro con el destino, con el fin de todo. 
El mecanismo narrativo ya es visible en el "Martín Fierro". Es notorio en muchos de los cuentos de Horacio Quiroga. Por ejemplo, en "La picada". También lo podríamos escarbar en el final de algunas historias de "Rayuela", de Julio Cortázar. El "Regreso al sur" de Onetti, donde se describe un gesto de aparente salud, es una entrada en el barrio de los muertos.
En la novela inicial del ciclo de Santa María, "La vida breve", los personajes que viven en esa ciudad ficticia, el médico Díaz Grey, Elena Sala, su marido, con sus historias, sus encuentros y desencuentros, sus desplazamientos constantes y a la vez menores, hacen las veces de ficciones dentro de la ficción. Son ficciones al cuadrado. No es extraño, por este motivo, que Brausen, personaje central, con algunos detalles autobiográficos, esté preparando un guión de cine con el que espera salir de la pobreza y que utilizará las vidas y las peripecias de ese trío en el escenario de Santa María. Todo fracasa, desde luego, en los cuentos y las novelas de Juan Carlos Onetti, pero los episodios de Santa María tienen un aire más fresco, más libre, más lúdico, aun cuando los juegos de su obra siempre sean destructivos, mortales.
Leer o releer a Onetti en estos días es un ejercicio interesante, más instructivo de lo que se podría pensar a primera vista. Su obra todavía está cerca de nosotros, pero ya es, en el sentido más literal y amplio de la palabra, clásica. Nadie escribiría como Onetti ahora, salvo que lo hiciera como acto deliberado de separación de una supuesta normalidad editorial. Los editores, por lo demás, serían los primeros en oponerse y hasta en escandalizarse. Onetti escribe con una morosidad, con unas penetraciones en situaciones aparentemente menores, con una falta de concesiones, con una complacencia en los detalles, que hoy nadie practica ni se atreve a practicar. Es anacrónico y al mismo tiempo, y por eso mismo, ejemplar. No se puede escribir como Juan Carlos Onetti, y a la vez, si se tiene una ambición literaria auténtica, no se puede escribir de otro modo, con otra actitud frente a la escritura.


Desde la perspectiva de hoy, Onetti, el imposible, el hirsuto, es una de las encarnaciones válidas de la literatura entre nosotros, en nuestra región y nuestro tiempo. Es muy difícil estar con él, pero estar contra él es imposible, por más que les pese a los representantes del mercado librero. Onetti nos lleva a terrenos sucios, moralmente contaminados, inquietantes, pero imposibles de eludir. Dos de sus cuentos, "El infierno tan temido" y "La cara de la desgracia", son obras maestras. Tienen algo antiguo, descartado por nuestra pos o nuestra pseudo modernidad, pero podrían servir de punto de partida, por ejemplo, al cine más avanzado de estos días. Las fotografías obscenas de "El infierno tan temido" podrían dar paso, por ejemplo, a escenas ocurridas durante la sesión fotográfica. Serían secuencias terribles y temibles. Y las páginas de la muchacha, que al final del texto sabemos que es sorda, en "La cara de la desgracia", son de lo más plástico, más visible, más intenso de nuestra literatura. El problema es que pocos miran, pocos leen con atención, pocos piensan con ideas propias, sin esquemas y consignas exteriores.
Vicente Huidobro habló en alguna oportunidad de los "esclavos de la consigna". Juan Carlos Onetti habría podido emplear la misma expresión. De hecho lo hizo, pero de otra manera: a través de un ritmo, de una sucesión de metáforas, de una inconfundible escritura. Pasaba de naturalezas muertas bien dibujadas, de miniaturas impecables, de diálogos de periodistas aficionados a la ginebra en dosis mortales y a la hípica, a momentos sombríos, abismales, de gran drama, de narración negra. Las oscuridades de Céline, la sordidez de los rincones perdidos de la gran ciudad, no andaban lejos. Onetti, el hirsuto, el imposible, el arrabalero, es uno de nuestros clásicos más inquietantes y más sugerentes.