25 de agosto de 2014

Tristan Tzara y el Dadaísmo. Poesía latente, aliento existencial y dimensión humana (1)

"Tome un periódico. Tome unas tijeras. Escoja en el periódico un artículo de la longitud que quiera darle a su poema. Recorte el artículo. Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa. Agítela suavemente. Ahora saque cada recorte uno tras otro. Copie concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa. El poema se parecerá a usted. Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida del vulgo". Quien esto escribía en 1924 es Samuel Rosenstock, un poeta francés de origen rumano que pasaría a la historia como Tristan Tzara, el principal impulsor del grupo Dadá, aquel movimiento cultural y artístico de vanguardia surgido en Zurich durante la Primera Guerra Mundial que se proponía expresar su oposición al orden establecido mediante la ruptura con la lógica del lenguaje, en cuanto que elemento sustentador del sistema social, y cuyo mayor aporte a la plástica contemporánea fue sin duda la exploración del azar y el análisis implícito del acto de la creación.
Efectivamente, fue Tristan Tzara (1896-1963) uno de sus creadores, pero, ¿cuáles fueron los antecedentes de este movimiento? Cada vez que en la historia aparecieron en el seno de la juventud una concentración de energías poéticas con el objetivo de lograr un nuevo acer­camiento del lenguaje y el pensamiento, este movimiento fue acompañado por una rebelión contra el orden in­telectual establecido y, muy a menudo, contra el orden moral. Waldberg Patrick (1913-1985), crítico e historiador del arte francés, decía en su "Dada ou la fonction de refus" (Dadá o la función de repulsa) que "la ironía, el fingimiento, el sarcasmo, el doble sen­tido, el humor y todas las formas de provocación inte­lectual se manifiestan, lo mismo que los sueños, como hi­jos de la noche. Al igual que la noche tienen un poder disolvente sobre la realidad decepcionante. Son las ar­mas ligeras del pensamiento que, manejadas expertamente, pueden resultar mortíferas. Los movimientos poéti­cos que alcanzaron alguna influencia a partir del roman­ticismo hicieron abundante uso de ellas y siempre contra el espíritu burgués y el poder que lo refleja, contra el conformismo y el entontecimiento espiritual".
Esta rebelión, diferente de los movimientos revolucionarios -aunque algunas veces hayan podido coinci­dir-, tuvo casi siempre un carácter individual. Se manifestó tanto por la estructura, el dibujo y la pin­tura, como por la actitud, el gesto y el comportamiento. La provocación en la manera de vestirse fue una de sus expresiones favoritas, o por lo menos así lo expresó el poeta, dramaturgo, novelista, periodista, crítico literario y fotógrafo francés Théophile Gautier (1811-1872) quien, hacia 1830, había adoptado las ideas revolucionarias vigentes y vivía de forma bohemia como integrante de Le Petit Cénacle, un grupo extravagante y excéntrico de artistas entre los que se encontraban, entre otros, Gérard de Nerval (1808-1855) y Alexandre Dumas (1824-1895). En 1833 publicó en el periódico "Les Jeunes France" un artículo en el que describía el aspecto extravagan­te de sus miembros: sus sombreros, sus corbatas, su manera de fumar en pipa o de beber ajenjo, su lenguaje diario que resultaba chocante para la mayoría. Aquella negligencia en el aspecto no era sólo la consecuencia de cierta miseria, sino que tenía por objeto insultar el aspecto decente del burgués rico, perturbar la tranquilidad espiritual de las personas vulgares que tenían escasos conocimientos y carecían de sensibilidad artística o literaria, e, inclusive, suscitar el escándalo. Todas estas formas de agresividad, dirigida contra la sociedad establecida, se encontrarían más tarde entre los componentes del movimiento dadaísta.
En abierta oposición a la Ilustración, inscrita en el ámbito de la burguesía ascendente, y confrontando sus tinieblas al racionalismo y el esplendor cultural que ésta proponía, el Romanticismo planteó la imaginación y la fantasía sin dejar de lado la ironía. Uno de sus exponentes más insignes fue el científico y escritor alemán Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799), el filósofo sin sistema. Su fantástica invención, "un cuchillo sin hoja al que le falta el mango", constituyó la prefiguración por excelencia del objeto dadá ideal. La ironía romántica utilizó para sus demos­traciones a personajes de comportamiento increíble, do­minados por manías, desdoblamientos y extraños enlo­quecimientos, como sucedió frecuentemente en la obra del multifacético artista alemán Ernst T.A. Hoffmann (1776-1822), creador de seres sorprendentes que deshacían el orden de las ceremonias, asustaban a los presentes y di­fundían la turbación en el ánimo de las masas soño­lientas.
En Francia, mientras tanto, florecía la Bohemia de la mano de los ya citados Gautier y de Nerval, a los que se sumaron otros escritores como Alphonse Brot (1807-1895), Pétrus Borel (1809-1859), Alfred de Musset (1810-1857) y Philothée O'Neddy (1811-1875). Teniendo como escenario principal el Barrio Latino de París, este fenómeno socio-literario que reivindicaba orgullosamente las consignas "miseria, sueño y liber­tad", evolucionó desde la llamada Bohemia dorada o galante, anti-burguesa, hasta la llamada Bohemia negra, bautizada así por la élite dominante de la época debido a su adscripción socialista y anarquista. A partir de 1830 y, aún más intensamente, alrededor de 1840, la Bohemia fue una forma activa de protesta, de rebelión contra las ideas recibidas y el statu quo espiritual. Por entonces Honoré de Balzac (1799-1850) publicaba en la "Revue de Paris" el relato "Les fantaisies de Claudine" (Las fantasías de Claudine), texto en el que adjudicaba a la Bohemia una energía pro­digiosa y la consideraba como la "síntesis de todo lo po­sible". En efecto, al no poseer nada, podía aspirar a todo; al no estar obligada a nada, tenía todos los caminos abiertos, y le otorgaba de esta manera como una característica fundamental la irresponsabilidad, lo cual, también, anticipa al Dadaísmo.
Veinte años después, el mismo espíritu renació bajo otro nombre, el de la fantasía encarnada en el Parnasianismo. Entre 1860 y 1870, bajo el Segundo Im­perio, este movimiento artístico y literario unió en torno a sí a casi todo lo que en arte y en poesía se oponía al pensamiento ofi­cial y al conformismo moral. Su lema era "el arte por el arte", el arte visto como forma y no como contenido, disociado del compromiso social. Fueron sus artífices Leconte de Lisle (1818-1894), Théodore de Banville (1823-1891), Albert Glatigny (1839-1873) y otra vez Gautier. A través de las sutiles fluctuaciones de este movimiento que, bajo su aparente desenvoltura, era portador de reivindicaciones esenciales, se forjarían los destinos de Auguste Villiers de l'Isle-Adam (1838-1889), Stéphane Mallarmé (1842-1898) y Paul Verlaine (1844-1896), poetas que obtuvieron de él su energía. Incluso Arthur Rimbaud (1854-1891) percibió inten­samente sus ecos. La fantasía de entonces también fue rebelión y repulsa. El sarcasmo, la burla y la parodia serían sus armas para reaccionar contra las obligaciones y la materialidad del mundo industrial mediante la huida en lo evanescente, en lo irreal o en lo que entonces se lla­maba la delicuescencia, elementos todos ellos que tenían ya una resonancia dadaísta.


A la luz de estas semejanzas puede decirse que el movimiento Dadá, anti-tradicionalista por esencia, pertenece, no obstante, a una antigua tradición. Sin embargo, tiene algunas caracterís­ticas específicas. La principal de ellas es debida a las circunstancias históricas de su aparición: nació durante la primera Guerra Mundial y tendió, a su vez, a ser mundial. De hecho irrumpió en la escena intelectual en varios países casi de una manera simultánea. "Lo llamativo -dice el antes citado Patrick- quizá sea que el Dadaísmo se manifestó con su máxima elocuencia en las naciones que fueron más directamente antagonistas en aquel con­flicto: Alemania y Francia. Vencedores y vencidos re­chazaron con igual horror una civilización que hizo posible la matanza, las iglesias que asumieron su abyección y las élites que la glorificaron. El derrumbamiento de los valores occidentales, agonizantes entre las montañas de muertos, produjo una desmoralización a la misma escala, y el derrotismo se convirtió en el motor esencial de la rebelión Dadá".
Otra característica de este movimiento consistió en su prodigiosa vehemencia, en un verdadero delirio de lo absurdo que se apoderó de sus protagonistas y los lanzó a una especie de inédita furia blasfema e iconoclasta. En efecto, hasta entonces, los movimientos de vanguardia, cualquiera que fuese la violencia de su oposición a los sistemas establecidos, se mantenían en una línea de pensamiento accesible a los ataques de sus adversarios; en cambio, el Dadaísmo se lanzó contra los mismos fundamentos del pensamiento poniendo en duda el lenguaje, la coherencia, el principio de identidad y los vehículos de la expresión artística tal como venían siendo concebidos antes de su irrupción en la escena pública. La dislocación de la sintaxis, la susti­tución de las palabras por gritos, sonidos, exclamaciones y aullidos; la preferencia concedida en arte a los objetos encontrados casualmente, a los desechos con los que se reemplazaron los materiales nobles; el insulto permanente al talento y al genio con la intención escondida de una supresión de las jerarquías; la falta de sentido elevada al nivel de dogma: tales fueron los instrumentos de aquel furor negador que, arrastrado por su propio impulso, no tardaría en negarse a sí mismo.
El movimiento Dadá rompió todas las reglas, incluidas las de la decencia. No se sabía por donde contradecirlo puesto que era en sí mismo una contradicción. El único factor coherente que se puede discernir en aquel fenómeno sociocultural -si se exceptúa el pacifismo y el odio a la guerra, compartidos por todos- fue quizá la voluntad ge­neralizada de hacer tabla rasa, de liquidar todas las ideas recibidas, las conquistas culturales, las represiones y censuras de toda especie, y regresar a fojas cero, a par­tir de lo cual todo era posible. Previsiblemente, en conjunto, aunque tales objetivos fueron parcialmente logrados, la tabla rasa no se logró nunca de manera completa, pero la apertura conseguida fue importante. El "establishment" simuló durante cierto tiempo tratar al Dadaísmo con desprecio puesto que no se trataba más que de una gran tomadura de pelo, una farsa de dudoso gusto. Pero ante la duración del movimiento, la calidad de sus protagonistas y de su au­ditorio, y la multiplicación de sus escritos y de sus ac­tos, ya no fue posible seguir encogiéndose de hombros. Entre los bien pensantes miembros de la elite, algunos tuvieron miedo y utili­zaron la acusación de rigor en tales circunstancias: los dadaístas fueron acusados de ser "agentes del enemigo".


Y fue precisamente Tzara quien planteó con apasionamiento que todo arte que no cuestionase de manera radical la función, el sentido del mismo en el conjunto de la cultura, y sobre todo, con respecto a la vida, no era plenamente arte sino que era cómplice del estado general de cosas. Pero Tzara, al mismo tiempo que criticaba, afirmaba la vida, la alegría y la fuerza para acabar con el régimen de miseria y de tristeza en que se hallan sumidas la cultura y sociedad de su tiempo, un estado de cosas que se caracterizaba esencialmente por limitar la vida más que por acrecentarla. El Dadaísmo, tal como lo definía Tzara, no era otra cosa que la manifestación de un espíritu activo, libre, transparente, camaleónico, que no se limitaba al movimiento artístico sino que era "un movimiento molecular del espíritu". Si bien, por un lado, atacaba al "querer dominar" tanto en el campo religioso, social, artístico o intelectual, por otro lado se proponía descubrir las estrategias de esa "voluntad de dominación" que aparecía enmascarada en el burgués, en el filósofo universitario, en el profeta, en el artista o en el científico. En síntesis, el Dadaísmo era para Tzara un modo de afirmar la vida dos veces: una vez como crítica vital y otra vez como un nuevo comienzo, como un movimiento encaminado a una plena afirmación del devenir de la vida misma. O, en otras palabras, era un estado de espíritu que primero seleccionaba, es decir, tomaba de la vida sólo lo que en ella había ya de afirmativo, su riqueza inmanente, y luego la llevaba a su máxima potencia o intensidad.