27 de diciembre de 2015

Marcel Proust. De la memoria involuntaria a los celos como estilo literario (2)

Proust consideraba que el amor era una invención del que ama, una construcción mental del amante que inventa al amado. Este no sería más que el resultado de una proyección, de un paradigma que habita antes en el espíritu del amante, una abstracción que se materializa en un ser concreto, en un cuerpo preciso, único. Esa invención nacía del deseo de amar, pero ese amor que ofrecía placer, felicidad, exaltación, también podía producir un sufrimiento real, doloroso. Así, el amor según Proust era una paradoja consistente en la búsqueda desesperada de algo que era por definición imposible. El deseo de poseer a otro era una quimera que sólo llevaba a la esclavitud mutua, a los celos y a la mentira. "Los celos son también un demonio que es imposible exorcizar y regresan siempre para encarnarse en una nueva forma -escribió Proust-. Si se ama, se sufre; el deseo engendra la tortura de los celos. Existe la solución: el desamor, que ha de llegar tarde o temprano. Porque el amor es perecedero".
Para Proust, la tarea del artista consistía en desenterrar de la memoria inconsciente las realidades que las vicisitudes de la vida social muchas veces no permiten ver. Pensaba que la novela era el medio adecuado para reconstruir una vida por medio de la memoria, del recuerdo. Al respecto, el filósofo francés Gilles Deleuze (1925-1995) decía en "Proust et les signes" (Proust y los signos) que "la memoria del celoso quiere retenerlo todo, ya que el menor detalle puede aparecer como un signo o un síntoma de mentira; quiere almacenarlo todo para que la inteligencia disponga de la materia necesaria para sus futuras interpretaciones. En la memoria del celoso existe algo sublime: se enfrenta a sus propios límites y, tendida hacia el futuro, se esfuerza por superarlos. Sin embargo llega demasiado tarde, ya que no ha sabido distinguir al momento la frase que debía retener, o el gesto cuyo sentido todavía desconocía".
"Le mando un beso tierno, a usted y a sus hermanas, sal­vo a aquella cuyo marido es celoso. Yo, que ya no lo soy pero que lo fui, respeto a los celosos y no quiero causarle ni la sombra de una molestia o hacerle sospechar una pena". Estando en Mont-Doré con su madre en el verano de 1896, Marcel Proust concluye de esta manera una carta diri­gida a su querido Reynaldo Hahn (1874-1947), un compositor, cantante, pianista, director de orquesta y 
crítico musical venezolano nacionalizado francés, al que ama apasionadamente desde su encuentro dos años antes en el salón de la pintora y acuarelista francesa Madeleine Lemaire (1845-1928) ubicado en el castillo de Réveillon, a unos 80 km. al norte de París. La afirmación de que ya no era celoso suena increíble porque Proust era un profesional de los celos. Para él, amar era, en princi­pio, estar celoso, dudar y desconfiar. Cuando Proust confiaba en el otro, es por­que ya no le interesaba. Solamente la sos­pecha es pasional. Por ende, los celos no eran en él un simple síntoma del amor o su consecuencia patológica sino su na­turaleza misma, por más negra y envene­nada que sea.


"Si no tuviéramos rivales -escribió en 'El tiempo recobrado'- el placer no se transformaría en amor. Para nuestro bien basta con esa vida ilu­soria que nuestra sospecha y nuestros celos le dan a rivales inexistentes". Es cierto que en esta larga carta de fines de agosto de 1896, Proust pareció arrepentirse de sus artimañas preceden­tes y hacer penitencia. Prometió que ya no hostigaría a Hahn con sus incesantes preguntas, insidiosas y sospecho­sas, que ya no lo acosaría con sus innumerables interrogaciones, malévolas y calumniosas por indiscretas y desconfia­das. De allí en adelante, sólo sería dulzu­ra y benevolencia: "Nunca encontrará un confesor más tierno, más comprensi­vo (desgraciadamente) y menos humi­llante, ya que, como usted no le pidió el silencio y él le pidió la confesión, sería más bien su corazón el confesionario y el pecador, por ser tan débil, más débil que usted. No tiene importancia y perdón por haber aumentado por egoísmo los dolores de la vida". De paso, por supuesto, Proust le reco­mendaba a Hahn que no temiera ha­berle causado dolor. "Sería demasia­do natural", especificó cruelmente con el fin de culpabilizar a su corres­ponsal en el momento mismo en que parecía absolverlo y declararlo ino­cente, conforme con esa maquiavéli­ca y perversa inversión de la que hizo uso y abuso en todas sus cartas.
Pero si a pesar de eso Proust se sintió obligado a dar marcha atrás es porque había estado lejos, dema­siado lejos, de Reynaldo Hahn, quien, para su desgracia, le había jurado solemnemente unos días antes contarle todo. Debería haber sabido que nunca deben hacerse esas promesas a un celoso porque éste aprovechará la imprudencia. El enamorado se transforma inmediatamente en el peor de los inquisidores, arrogante y cínico. Multiplica los interrogatorios y las investi­gaciones. Porque él mismo es tan des­confiado y tan astuto, tan amigo de los misterios y tan mentiroso para ob­tener sus indispensables informacio­nes, que no puede imaginar a su aman­te de otra manera sino como un infame disimulador al que hay que engañar y desenmascarar. En toda confesión ve una mentira. El mínimo secreto es una traición. Una aparente sinceri­dad le parece ser la forma más retor­cida de la hipocresía. Y todas las pre­sunciones de inocencia aumentarán las prevenciones.


El celoso siempre quiere saber más, pero no tardará en lamentarse por sus dudas precedentes. Hubiera sido mejor para él "ignorar todo para no tener el deseo de saber más". En efec­to, cuanto más sabe, más aumentan sus conocimientos de nuevos alimentos para sus celos, que se desarrollan y se extienden, se inflan y crecen a simple vis­ta, se reconfortan con lo que tendría que calmarlos y tranquilizarlos, hasta hacerse independientes, autónomos, y autogenerarse en circuito cerrado. Tiránico e implacable, el celoso pone al otro en la cuestión para conocer todo de su vida, de su pasado, de sus anti­guas relaciones. Porque sus celos son retrospectivos y, por ende, abismales, in­finitos. Intentando colmar las lagunas de la vida del otro, actual y sobre todo pasada, el celoso espía un rostro, rela­ciona nombres, reconstituye una escena, descifra por transparencia una carta, comprueba hechos, releva coinciden­cias, vigila, investiga, espía.
Desde mediados de julio, Reynaldo Hahn, sin duda cansado y enloquecido por la monstruosa dimensión que toma­ba esta inquisición sistemática, se había retractado y declaró que no diría nada; Proust no dejó de reprocharle de mal humor ese perjurio: "Desde el 20 de ju­nio, mi esperanza, mi consuelo, mi apo­yo, mi vida es que usted me diga todo. Casi nunca le hablo de eso para no cau­sarle daño, pero para no causármelo a mí pienso en eso casi todo el tiempo. Tam­bién me dijo la única cosa que para mí es 'hiriente'. Preferiría mil injurias". En re­sumen, el celoso (Proust) era más infeliz que el ce­lado (Hahn) porque era una víctima, un enfermo crónico. Evidentemente en Proust, esa enfermedad -sumada a la que padecía desde niño- siempre constituyó una estra­tegia de avasallamiento. No habría nada más absurdo que querer curarse, porque sería renunciar tontamente al más eficaz de los instrumentos de poder. Enfermo al que no se puede respon­sabilizar por su mal, el celo­so tiene todos los derechos, en particular el de hacer toda una historia por nada. Un pequeño detalle que no está claro basta para que el celoso imagine una intriga amorosa, bosqueje mil hipótesis de mala conducta e infidelidad. De hecho, fue suficiente que a fines de julio, poco después de haber enviado esa carta, Hahn decidiese no volver con Proust después de una velada musi­cal para que inmediatamente éste se sin­tiera obligado a no "dejarlo cometer actos tan estúpidos, tan crueles y tan cobardes sin tratar de despertar su conciencia".
"Esa noche usted me decía -agrega Proust ya muy decidido a ensañarse- que algún día me arre­pentiría de lo que le había pedido. Lejos estoy de decirle lo mismo. No deseo que usted se arrepienta de nada, porque no deseo que usted sufra, sobre todo por mí. Pero aunque no lo desee, estoy segu­ro de que le va a pasar". Está claro que con esas palabras que suenan a consuelo, lo único que hace Proust es inquietar más aún a Hahn: "Usted no comprende que cuando recuerde la imagen de un Reynaldo que desde algún tiempo ya no teme lastimar­me, cuando esa imagen aparezca y me esté yendo a la noche, ya no tendré, muy a mi pesar, más obstáculos para oponer a mis deseos y ya nada podrá detenerme. Usted no siente el espantoso desarrollo que desde hace un tiempo ha tenido to­do esto en mis pensamientos. Tanto es así que siento cuán poco soy para usted, no por venganza o rencor. Usted piensa que no, ¿no es cierto? Y no me hace falta decírselo, sino inconscientemente, por­que la gran razón de mis actos desapare­ce poco a poco. Con el remordimiento de tan malos pensamientos, de proyectos tan malos y cobardes, estaría muy lejos de decir que valgo más que usted. Pero en aquel momento, cuando no estaba alejado de usted y dominado por cualquier sugestión, nunca dudé entre lo que podía lastimarlo y lo contrario".


Como siempre, Proust sólo se desvaloriza para asegurar su dominio sobre el otro: su mo­destia, forma descarada de un inmenso orgullo, es despótica. Como siempre, en Proust el afecto amoroso se intelectualizó rápidamente en toda una serie de razo­namientos capciosos y especiales. Más que un sentimental, el celoso es un razo­nador, el peor de los sofistas. Conoce todos los hilos de la re­tórica, todas las finezas de la argumenta­ción para engañar al otro y atarlo, encar­celarlo en sus propias angustias. Después de haber declinado en todas sus formas la amenaza de su próxima y mutua indiferencia ("Simplemente creo que del mismo modo en que yo lo amo mucho menos, usted ya no me ama en ab­soluto"), Proust sólo tenía que firmar su carta con un tono infantil y engañoso a la vez: "Su pequeño poney que después de esta embestida vuelve con tristeza y en soledad al establo del que usted gus­taba decirse el amo". Una vez que destiló el veneno, que el mal está he­cho, sólo le interesó dejar eternos lamentos en el otro, recordándole sus felicidades pa­sadas.
Es necesario precisar que los ce­los de Proust eran mucho más injustos desde el momento en que se encontraba bajo la influencia de lo que llamó, con una admirable ligereza artística y una hi­pocresía consumada, "una sugestión cualquiera". Desde hacía unos meses, Proust era cada vez más sensible a los encantos de Lucien Daudet (1878-1946), quien pronto iba a remplazar a Hahn en su cora­zón. Si bien le reclamaba a éste la ex­clusividad absoluta de sus atenciones, él se permitía compartir sus sentimientos. Como celoso que era, quería tener de los demás lo que jamás les otorgaría. Todos esos reproches, esas quejas, esas dolencias, esas recriminaciones surgieron sólo porque Hahn creyó poder partir sin la compañía de Proust, sin ha­ber tenido su autorización previa. Desde el momento de la separación, el otro corre el riesgo de convertirse en el objeto de codicia de un tercero. Todo hombre era virtualmente un posible aman­te de Hahn. "Siempre está esa mórbida fijación del celoso en un pequeño detalle concreto, en un pequeño acontecimiento que no llega a superar, a olvidar -dice el ensayista francés Alain Buisine (1949-2009) en 'Proust et ses lettres' (Proust y sus letras)-. Siempre se retoma un mismo episodio doloroso, ese mismo desfasaje entre la causa y los efectos, entre la insignificancia del motivo y la amplitud de la decepción, del sufrimiento. Porque una vez que está solo, el celoso se queda pensando, se pregunta, trata de interpretar. El celoso es, ante todo, un hermeneuta. Como los filólogos que se pierden en conjeturas para llenar los huecos de los manuscritos antiguos, trata de completar los espacios en blanco".


El antes citado Deleuze analizó en el mencionado ensayo "Proust y los signos" cómo los celos, más profundos que el amor, "contienen la verdad porque van más lejos en la percepción y la interpretación de los signos. ¿Cómo olvidar que los gestos, las caricias del amado que ahora nos están dedicadas, aprendieron y se formaron en contacto con iniciadores que no somos nosotros? El amado nos da signos de preferencia, pero como esos signos son los mismos que los que expre­san mundos de los que no formamos par­te, cada preferencia de la que gozamos dibuja la imagen del mundo posible don­de otros serían o son preferidos". "Los celos no son un sentimiento en­tre otros -asegura por su parte Buisine-, porque la inversión en la que desembocan es, finalmente, el principio constitutivo de todo ‘En busca del tiempo perdido’. Al me­nos, por ser fundamentalmente retros­pectivos, los celos funcionan como la to­talidad misma de la obra de Proust en la búsqueda del pasado perdido". Tanto es así que podría afirmarse que no sería absurdo leer todo "En busca del tiempo perdido" como un minucioso desarrollo textual de los celos como estilo.