21 de enero de 2016

Robin Dunbar: "Una mirada rápida al peculiar mundillo electrónico nos dice que, quienes tienen cantidades muy grandes de amigos, invariablemente saben poco o nada sobre la mayoría de ellos"

La evolución más grandiosa de los seres humanos en los últimos años no ha consistido en un gran acontecimiento físico o biológico sino en el modo en que ellos se comunican entre sí a través de las redes sociales. Ni Charles Darwin (1809-1882), ni Alfred Wallace (1823-1913) ni Ernst Haeckel (1834-1919) podrían haber concebido tal cosa en sus tiempos. "Para unos pocos privilegiados -dice el antropólogo y biólogo evolucionista británico Robin Dunbar 
(1947) en su libro 'How many friends does one person needs?' (¿Cuántos amigos necesita una persona realmente?)-, la expansión geográfica de sus amigos puede haberse incrementado notablemente por el correo postal económico y una intensa actividad epistolar. Pero, en general, la extensión del mundo social de la mayoría de la gente estaba muy limitada a aquellos con quienes se encontraban personalmente. Los sitios de redes sociales demuestran haberse abierto camino a través de las restricciones de tiempo y geográficas que limitaban el mundo social de la gente en la época de Darwin". Dunbar, profesor del Institute of Cognitive and Evolutionary Anthropology de la University of Oxford y director del British Academy Centenary Research Project, postuló en 1992 que el número de relaciones sociales que un ser humano puede mantener está determinado por el tamaño de su cerebro, más concretamente por el de su parte racional: el neocórtex. Luego de investigar y analizar más de treinta géneros de primates no humanos, el científico británico llegó a la conclusión de que el tamaño del grupo social óptimo es de 147.8 (usualmente citado como 150), estableciendo esa cifra como límite para la cantidad de individuos que pueden desarrollarse plenamente en un sistema determinado. El desde entonces conocido como "Número de Dunbar" representa el "límite cognitivo de individuos con los cuales se puede mantener una relación estable". Investigando toda la documentación antropológica y etnográfica que tuvo a su alcance, Dunbar realizó un censo sobre los tamaños de los grupos sociales existentes ya en las antiguas sociedades nómadas y llegó hasta la actualidad. Desde la extensión de un poblado granjero de la era neolítica hasta el máximo número de académicos en la especialización de una disciplina, pasando por la dimensión de las comunidades campesinas de fundamentalistas cristianos o la cantidad de soldados tanto de las unidades militares romanas como la de los ejércitos modernos desde el siglo XVI, el número ideal siempre es el mismo: 150. El científico británico descubrió el hoy célebre "Número de Dunbar" mientras estudiaba el comportamiento y los hábitos de los primates. Por entonces, la hipótesis más aceptada enunciaba que el tamaño inusualmente grande del cerebro de los primates se debe a que viven en grupos socialmente complejos. Esto es, cuánto más grande es el grupo, más grande el cerebro de los miembros que lo componen. Dunbar decidió extrapolar esa información a los seres humanos, llegando a la conclusión de que, a juzgar por el tamaño promedio de sus cerebros, el número promedio del grupo social en el que un ser humano puede desenvolverse de manera significativa es de 150. Es decir que, quién más quién menos, un individuo no puede mantener relaciones de mínima relevancia ni mínimamente estables con más de ciento cincuenta personas a la vez a lo largo de toda su vida. Pero, para complicar las cosas, llegaron las redes sociales, con su apremiante pulsión relacional, su adictiva promesa de protagonismo y su esencial deformación de expresiones que solían tener otros sentidos, como "amigo", "seguidor" o "me gusta". Una vez más: no hay manera de que alguien pueda seguirle el rastro a los trescientos, quinientos o cinco mil "amigos" que tiene en Facebook. Afirma Dunbar en "¿Cuántos amigos necesita una persona realmente?" que uno de los subproductos llamativos de esta revolución tecnológica ha sido una especie de competición perversa relacionada con la cantidad de amigos que cada uno tiene en su sitio personal. "Algunas de esas reivindicaciones han sido, por decir poco, exageradas, con números de amigos registrados en el orden de las decenas de miles en determinados casos. Sin embargo, incluso una mirada rápida a este peculiar mundillo electrónico nos dice enseguida dos cosas. Primero, la distribución de la cantidad de amigos está altamente sesgada: la mayoría de la gente tiene en sus listas un número promedio de 'amigos' bastante parejo y sólo unos cuantos superan la cantidad de doscientos. Segundo, hay un problema con lo que realmente cuenta para ser amigo. Quienes tienen cantidades muy grandes -es decir, superiores a unos doscientos- invariablemente saben poco o nada de la mayoría de los amigos de sus listas". Desde Oxford, Robin Dunbar charló con Ana Prieto sobre la distorsión de la sociabilidad en la red y el peligro potencial que supone estar conectado el día entero. La entrevista fue publicada en el nº 642 de la revista "Ñ" aparecida el 16 de enero de 2016.


¿El éxito de las redes sociales es una consecuencia de nuestra pérdida del sentido de comunidad?

Es posible. Creo que lo que impulsa a estas redes, en parte, es el hecho de que estamos más desperdigados en distintos países y continentes, algo particularmente cierto en lo que respecta a los jóvenes, que son sus principales usuarios. Hace cincuenta años, lo más seguro es que hubieras perdido la amistad de alguien que se mudaba a otro país. Existe una tendencia natural a querer conservar a tus amigos, y Facebook y plataformas similares lo permiten. También es cierto que ser más "móviles" ha creado una verdadera fragmentación de las redes sociales verdaderas, incluso dentro de una misma familia. En tiempos en los que es difícil encontrarse con alguien para tomar una cerveza o un café, se aviva el deseo de mantener las relaciones familiares y de amistad.

Usted ha dicho que la tecnología puede lidiar con un número casi ilimitado de personas, mientras que las personas, desde luego, no. En efecto, parece que tenemos suficiente sitio para mantener miles de relaciones, siempre y cuando sean anónimas e irrelevantes. Sin embargo, su número importa. Por ejemplo, hoy se mide la importancia de lo que alguien dice en base a sus seguidores en Twitter. Si una persona tiene diez o veinte seguidores, lo que dice es irrelevante, pero si tiene cincuenta mil, no. ¿Cuál es nuestra fijación con la cantidad? ¿Significa algo?

Creo que eso tiene que ver con que en las sociedades de pequeña escala los líderes carismáticos han sido siempre muy importantes. Recordemos que durante la mayor parte de nuestra historia vivimos en comunidades muy pequeñas, de unos cuantos cientos de personas. En esos contextos, esos líderes jugaron un papel preponderante en la creación del sentido de pertenencia a una comunidad. Y eso todavía está con nosotros: si alguien es venerado por muchos, tendemos a verlo como un indicador de que esa persona es importante y a considerar su ejemplo como una guía para hacer bien las cosas. Y así es como terminamos siguiendo a gente famosa en Twitter. El problema es que no existe ninguna guía que nos diga qué tan bondadosa o inteligente esa persona realmente es; uno puede conseguir seguidores en las redes sociales por las razones incorrectas.

Usted también dice que la impersonalidad de la autopista electrónica hace que la gente sea menos discreta en sus interacciones con otros. Lo vemos todo el tiempo: las redes fomentan cierta impunidad. ¿Cree que esto tendrá consecuencias en el largo plazo? ¿Estar "online" todo el día podría tener algún efecto en nuestro comportamiento "offline"?

Es posible, y es un verdadero problema que la gente suela presionar el botón "enviar" antes de pensar. Todos lo hacemos. Frente a una computadora, te comportás de una manera en la que no te comportarías en público, y en parte se debe a que en los encuentros cara a cara estás todo el tiempo chequeando qué piensa la otra persona y cómo reacciona a lo que decís, y eso a veces evita que hagas o digas determinadas cosas. Debido a que no recibís un "feedback" inmediato a través de la interacción electrónica, respondés automáticamente, antes de pensarlo bien. Según un estudio que se hizo en Gran Bretaña hace más de un año, el 50% de la gente ha dicho algo "online" de lo que se arrepentía. Es una proporción muy, muy grande. Ahora bien, podés haber dicho alguna tontería, y tus amigos te lo van a perdonar; no pasa nada. Pero a veces podés decir algo muy serio y terminar rompiendo una amistad o incluso una relación familiar. Y las relaciones familiares son más difíciles de subsanar que las amistosas. Es cierto que las familias son más resilientes, más compasivas y que toleran más. Pero si vas muy lejos puede ser catastrófico; es muy difícil recomponer ese tipo de relación.

¿Entonces no sabemos lidiar con los riesgos de la comunicación "online"?

No, no somos buenos para lidiar con eso. Ni siquiera sabemos lidiar con los riesgos de comunicarnos desde un automóvil; creemos que como vamos dentro de un armazón de metal, estamos más seguros y podemos insultar a otro conductor. Pero si estuvieras parado en la calle al lado de él, no te atreverías a insultarlo.

¿Solución?

No creo que haya ninguna solución salvo intentar educarnos. No estamos habituados a trabajar en entornos "online". La experiencia natural se basa en encuentros cara a cara, y cuando no podemos hacer nuestros controles naturales no funcionamos muy bien porque no estamos obteniendo las señales que normalmente nos frenarían.

Es lo que sucede con los estafadores web, por ejemplo.

Ese es un problema en todas partes. Miles de millones de dólares se pierden cada año en estafas románticas. Hay gente que pierde sus casas o sus ahorros de toda la vida. En las relaciones cara a cara, recibimos alertas constantemente; hacemos verificaciones de la realidad todo el tiempo para mantener el equilibro entre la imagen idealizada de una persona y su comportamiento real. En el mundo "online", en cambio, no obtenemos nada de eso. Los estafadores amorosos son extremadamente buenos en darle a la persona del otro lado de la línea información que refuerce sus creencias, con lo que terminan construyendo una imagen completamente falsa e idealizada de sí mismos. Y una vez que se llega a ese punto, es difícil salir, especialmente para las mujeres, que suelen ser más confiadas. Una vez que el mecanismo de verificación de la realidad deja de funcionar, es demasiado tarde.

El "Número de Dunbar" está completamente sobrepasado en las grandes burocracias y en el aparato del Estado. ¿Por qué es tan difícil deshacer esas estructuras? O mejor: ¿por qué son esas las estructuras que parecemos construir naturalmente?

El problema se remonta, me parece, al hecho de que estamos diseñados para vivir en comunidades pequeñas, del tamaño, justamente, del "Número de Dunbar". Pero después aprendimos a vivir en pueblos y ciudades, y cuando se volvió difícil manejar un montón de personas juntas, la solución que encontramos fue la creación de estructuras jerárquicas. Eso nos ha permitido mantener cierta cohesión social e imponer el buen comportamiento en la gente creando leyes y asegurándonos de que quien las incumpla reciba un castigo, lo que hace que la gente se comporte mejor.

Pero esas estructuras están lejos de funcionar a la perfección.

Digamos que estamos atorados en una jerarquía que funciona bien o más o menos bien la mayor parte del tiempo, pero que tiene una inercia terrible y muy difícil de remontar. En el ámbito militar esa jerarquía funciona porque se imponen castigos muy estrictos, imposibles de aplicar en el mundo civil ya que nos rebelaríamos contra esas imposiciones. Nuestro modo de organización funciona a medias: no es completamente eficiente y trae consigo una enorme inercia, pero no sé si hay un sistema mejor.

Debido a que vivimos en sociedades tan inmensas, tener un verdadero diálogo con el poder se torna cada vez más difícil. Al mismo tiempo, los candidatos, presidentes y todo tipo de funcionarios políticos tratan de acercarse a la gente a través de las redes sociales. Miles tienen cuentas ahí y todos sabemos que, en su mayoría, no las manejan personalmente. ¿Cómo podemos ser leales a alguien que cada vez es más distante? En el pasado, hasta el rey estaba más cerca del pueblo.

Es un problema grave; se ha vuelto muy común que senadores o presidentes tengan su página en Facebook y su cuenta en Twitter, e intenten dirigirse al "ciudadano de a pie". Pero no se trata de una relación personal; ellos no saben quién sos y en las relaciones de la vida real el trato debe ser mutuo: sé quién sos, vos sabés quién soy y así podemos tener algún tipo de relación que tenga alguna relevancia. Estas enormes cuentas de Twitter y Facebook que tienen los políticos son como faros iluminando a lo lejos: no importa si está pasando un barco o no, la luz sigue titilando.

Y existe el problema de la concentración de poder. El poder, de hecho, es tal sólo si se lo puede concentrar.

Una vez que tenés una sociedad de decenas de miles de personas, es muy fácil, para quienes están en el poder, acapararlo, controlar los recursos, poner el dinero en sus propias cuentas y proteger su propio futuro. Ese es parte del problema que estropea a las democracias de la actualidad. Tenemos elecciones, pero lo que los partidos suelen querer es controlar el poder, no trabajar por el bien común.

¿Qué hace el exceso de información en nuestros cerebros? Suele decirse que estamos perdiendo nuestra capacidad de atención y concentración y que será cada vez más raro ver a alguien leyendo una novela de Dostoievski. ¿Es así?

No, eso es un mito urbano. No sé si alguna vez la situación fue diferente. Por un lado, el período de atención de una persona siempre ha sido corto, y esa es la manera en que nuestra mente está diseñada. En realidad, el problema es el ritmo que han tomado nuestras vidas: todo es rápido, entretenido, hay nuevas atracciones y todo eso se roba el tiempo que, en el pasado, hubiéramos invertido en sentarnos a leer un libro. El problema va más por ese lado: nuestro cerebro se ha llenado de cosas nuevas y entretenidas a las que prestar atención.

¿Y nuestras habilidades sociales?

Tenemos un cerebro que puede lidiar con hasta ciento cincuenta amistades y relaciones familiares. Pero si no disponemos de veinte o veinticinco años de una extensiva experiencia social, no somos capaces de aprender las habilidades para manejar esas relaciones. Mi preocupación es que los chicos que pasan demasiado tiempo conectados simplemente no estén teniendo la oportunidad de aprender a lidiar con las complejidades de la vida, porque una de las cosas que necesitás aprender es cómo ceder, como ser flexible. Y esto es lo que pasa en lo que llamo "los areneros de la vida": cuando otro nene te tira arena en la cara no podés salir del cajón, tenés que aprender a lidiar con esa situación. Pero si tu vida transcurre en línea, con tirar del enchufe ya está, no tenés que lidiar con nada. Dentro de treinta años sabremos si esto es un problema o no. Me preocupa que lo sea: gran parte de nuestra capacidad para manejar las grandes y complicadas sociedades en las que vivimos depende de ese largo período de experiencias de socialización durante la infancia, la adolescencia y la edad adulta. La mayoría de nosotros no adquiere competencias adultas hasta los veinticinco años. Que ese proceso no llegue a completarse es, creo, un problema mucho más grave.

20 de enero de 2016

Entremeses literarios (CLXXXVI)

BOMBA DE ASPIRACIÓN
Anna Jorba Ricart
España (1952)

Salí del taller del fontanero complacida. Admirada de su profesionalidad en el manejo de tuberías en general y de la suya en particular. Llegado el sábado, inicié con mi marido la comedia de nuestro baño de espuma y sales perfumadas. A la hora prevista quité el tapón y empezó a mover los brazos como un poseso mientras se precipitaba girando hacia el sumidero. Desapareció por el desagüe de la bañera, aspirado por aquel despiadado tobogán que lo engulló hasta el pozo negro. Negro, como el teléfono de mi deseo, que recuerdo sobre su mesa, desde dónde voy a esperar la llamada del eficiente instalador.


LA LENGUA DE CERVANTES
Rogelio Ramos Signes
Argentina (1950)

Se trataba de una pieza musculosa alojada entre los arcos dentarios propios de los vertebrados, alfombrada de papilas gustativas, y propicia para la expresión verbal. En estos parajes habíamos dado en llamarla "len­gua de Cervantes". Luego, algunos colaboradores ingleses nos informaron que un órgano de similares características se conocía en el Reino Unido como "lengua de Shakespeare". Por eso es que ahora estamos tratando de comunicarnos con colegas italianos para que nos expliquen qué cosa es lo que ellos denominan "len­gua del Dante". Glosofaringeos, deglutores académicos, perversos de toda laya, más algunos filólogos internacionales preocupados en el tema de las mucosas (que de todo hay en este mundo) trabajan denodadamente para demostrar que Cervantes, Shakespeare y Alighieri son sinónimos. ¡Qué quieren que les diga! No sé. No sé.


IMÁN
Oscar Wilde
Irlanda (1854-1900)

Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el asunto y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. "¿Por qué no ir hoy?", dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más ha­blaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose. Al fin prevalecieron las impacientes y, en un impulso irresistible, la comunidad entera gritó:
- Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.


RÍOS
Patricia Nasello
Argentina (1959)

"¿Quién es?, pregunta aterrada aunque no espera respuesta. Los golpes en la precaria puerta continúan, es el viento, la tormenta. Sabe que la creciente arrasará su choza e intuye que ha ocupado demasiados minutos procurando salvar sus míseras pertenencias; el río, esta vez, no le dará tiempo". Marca con un doblez la página del libro con el que intenta distraer esa rabia angustiosa que la domina. "Como un río manso", piensa mientras escucha los redobles de tambor de la manifestación que avanza.
Desde el tercer piso donde está ubicado el departamento que alquila, mira pasar  hombres, mujeres y niños. Son los trabajadores y sus familias. Trabajadores porque quisieran trabajar, pero están desocupados. Como un río que crece minuto a minuto sin herir ni amenazar a nadie, al contrario: él es el perjudicado. Aunque no se cuenta entre los que han recibido el odioso telegrama de despido, sabe que debería estar allí abajo, con ellos, apoyando. Desconoce qué forma de inacción o cobardía la mantiene inmóvil. La mantuvo inmóvil, porque ya se apresura en tomar campera y paraguas (una llovizna persistente, helada, moja la ciudad).
El timbre del portero eléctrico interrumpe la tarea de subir el cierre al abrigo.
- ¿Quién es? -pregunta son una sonrisa. Supone se trata de la broma inocente de alguno de los niños.
- Correo Argentino -gruñe una voz desconocida.


PASEO NOCTURNO
Rubem Fonseca
Brasil (1925)

Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín?, preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte. Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado, y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto a que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida? La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada: teníamos una cuenta bancaria conjunta. ¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear en auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.
Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase el mío. Saqué los autos de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que mi corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevaba un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella solo se dio cuenta de que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Le di a la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.
Examiné el auto en el garaje. Con orgullo pasé la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas. La familia estaba viendo televisión. ¿Ya diste tu paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenas noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.


EL HOMBRE SIN PATRIA
Francesc Barberá Pascual
España (1979)

Un equipo de prestigiosos psicólogos americanos elaboró un test para medir el patriotismo. El cuestionario se administró a toda persona mayor de edad que llevara diez o más años residiendo en el país. Los resultados fueron realmente satisfactorios. A excepción de un caso. El sujeto en cuestión, natural de Wisconsin, había obtenido una puntuación extremadamente baja. Inmediatamente fue sometido a un exhaustivo examen. Se le presentaron una serie de estímulos como la bandera o el himno nacional ante los cuales no generó ninguna respuesta fisiológica. La sorpresa inicial se volvió preocupación cuando además descubrieron que nunca había empuñado un arma.


EL MARAVILLOSO ADJETIVERO DE MI PRIMO LEN
Walter Braden Finney
Estados Unidos (1911-1995)

Mi primo Len encontró su maravilloso adjetivero en una casa de empeños. Suele visitar las casas de empeño de la Segunda Avenida porque, según dice, son un alivio comparadas con la naturaleza. Al primo Len no le gusta mucho la naturaleza. Se pasa la mayor parte del tiempo al aire libre juntando material para "El sabor y el saber de los bosques", una sección que escribe, y dice que preferiría ser plomero. Así que recorre las casas de empeños en el tiempo libre, llevándose equipos de proyección estereoscópica (vistas de la Feria Mundial, Chicago, 1893), relojes que dan la hora sonoramente y caballitos de porcelana que sostienen escarbadientes en la boca. Mi mujer y yo admiramos mucho estos objetos. Hemos estado viviendo con el primo Len desde que salí del Ejército mientras esperamos conseguir casa propia. Así que también admiramos el adjetivero. Tenía la elegancia de líneas de una toma de incendios, aunque era un poco más pequeño y de peltre. Creíamos que se trataba de un salero y también el primo Len lo pensó. Descubrió que en realidad se trataba de un adjetivero cuando estaba trabajando en su artículo, al día siguiente de comprarlo.
"Las ramas enjoyadas de la foresta hechizada están fúnebremente silenciosas", había escrito. "La mano helada como de acero del invierno ha aquietado su verde murmullo estival. Y las notas argentinas, como de flauta, de sus innumerables aves tornasoladas han desaparecido". A esta altura, como es natural, se tomó un descanso. Y empezó a examinar el salero. Le estudió la parte inferior en busca de la marca de fábrica haciéndolo girar en las manos, con la tapa a dos centímetros y medio de lo que había escrito, y un momento después vio que el manuscrito había cambiado. "Las ramas de la foresta están silenciosas" leyó. "La mano del invierno ha aquietado su murmullo. Y las notas de las aves han desaparecido". Ahora bien, el primo Len no es ningún tonto y reconoce una mejora cuando la ve. Volvió a poner manos a la obra, escribiendo con el estilo de siempre, pero esta vez redactó un artículo dos veces más extenso. Y después le aplicó el adjetivero, moviéndolo de aquí para allá como un magneto, recorriendo cada línea. Y los adjetivos y los adverbios desaparecían de la página con un leve silbido, como partículas de pelusa dentro de una aspiradora.
Cuando terminó, el artículo tenía la extensión exacta y el estilo más agudo y límpido imaginable. Por primera vez, como lo comprendió el primo Len, el artículo parecía decir algo. Luisa, mi mujer, dijo que casi daban ganas de salir e ir a los bosques, pero el primo Len no pensaba que eso estuviera bien. Desde entonces mi primo Len usó el adjetivero en todos los artículos, y mediante la experimentación descubrió que, a dos centímetros y medio de distancia del papel, absorbía todos los adjetivos, hasta los más pesados. A cuatro centímetros, sólo adjetivos de peso mediano, y a cinco, sólo los de tres o cuatro letras. Gracias a un cuidadoso control, mi primo Len ha podido producir artículos sobre la naturaleza cuya masa de lectores ha crecido día a día. "Es el mejor material de lectura del diario, junto a las necrológicas", le escribió una anciana. Lo que ella quiere decir, me explicó Len, es que el artículo que se publica junto a las necrológicas, en la página, es el mejor material de lectura en todo el diario.
Mi primo Len siempre espera hasta que nosotros estemos en casa para vaciar el adjetivero: nos gusta estar presentes. Se llena una vez por semana y Len desenrosca la tapa y, golpeándole el fondo como si fuera una botella de salsa de tomate, lo vacía por la ventana que da a la Segunda Avenida. Y allí, atrapados por la brisa, los adjetivos y los adverbios flotan sobre la calle y las veredas como una nube de confites casi invisibles. En cierto modo se asemejan a fideos en miniatura de una sopa de letras, unidos entre sí y hechos con el más delgado celofán. No se los puede ver a menos que la luz sea la indicada, y en su mayor parte son incoloros. Algunos tienen delicados tonos pastel, sin embargo, "muy", por ejemplo, es rosa pálido; "exuberante" es verde, desde luego; e "indudable" de un color gris sucio. Y hay una palabra, la favorita del primo Len cuando más odia a la naturaleza, que se parece a un trozo de la tirilla roja y brillante que cierra los paquetes de cigarrillos. Tal palabra no puede ser revelada en un relato que puede ser leído por las familias. La mayor parte de las veces los adjetivos y los adverbios sencillamente caen a la calle y desparecen como copos de nieve al tocar el asfalto. Pero en ocasiones, cuando tenemos suerte, caen de lleno en una conversación. Un día la señora Gorman pasaba bajo la ventana con la señora Miller. Venían de hacer las compras. Y una pequeña ráfaga de adjetivos y adverbios cayó exactamente en medio de lo que decía. "Los precios, en estos días apacibles -señaló- son evanescentes, trascendentales y sencillamente impresionantes. Toma en cuenta mis maníacas palabras: las cosas están yendo directa y superlativamente para el centelleante, indomable y alegórico carajo". La señora Gorman se quedó bastante sorprendida, desde luego, pero afrontó la situación con elegancia, sonriéndole con majestad y condescendencia a la señora Miller. Siempre había sostenido que sus antepasados eran reyes: ahora pretende que además eran poetas.
Una vez le sugerí al primo Len que conservara los adjetivos, los envasara en frascos o latas prolijamente etiquetadas, y los vendiera a las agencias publicitarias. Sin embargo Len señaló que no le alcanzaría la vida entera para suministrarles las cantidades necesarias. Aún así, conservamos varias cajas de zapatos llenas que llevamos con nosotros cuando hicimos un viaje turístico a Washington. Y allí, en la galería para visitantes que da sobre el Senado, las vaciamos con prudencia en dirección a un enorme ventilador eléctrico dirigido hacia abajo. Se desparramaron en una gran nube y bajaron derivando a través de un animado debate. Sin embargo algo debe haber fallado esta vez, porque las cosas no sonaron distintas en absoluto.
Aún seguimos empleando el maravilloso adjetivero y los artículos del primo Len mejoran sin cesar. Hace poco apareció una recopilación reunida en un volumen, que probablemente ustedes han leído. Y se habla de vender los derechos cinematográficos. A nosotros también nos resulta útil el adjetivero para redactar telegramas, y yo lo usé, por lo general a una distancia de cuatro centímetros, para escribir esto. Por eso es tan breve, desde luego.


INFLUENCIAS
Laura Elisa Vizcaíno
México (1984)

Soñé que soñaba con un lugar común, en el que mi otro yo pretendía revelarme la verdad absoluta. De repente Borges me sacó del primer sueño, ahogándome con una almohada y gritando algo sobre los derechos de autor. Cuando desperté de verdad, fui directo a mi biblioteca y quemé todos los libros del envidioso.


LA CABEZA DEL PERRO
Arthur Conan Doyle
Escocia (1859-1930)

Estoy arrellanado en el sillón junto a la chimenea donde crepita el fuego. Tengo la copa de coñac en la mano derecha. Con la mano izquierda, caída descuidadamente, acaricio la cabeza de mi perro... hasta que descu­bro que no tengo perro.


PRIMER SUEÑO: UN INSECTO
Ramon Rodó Carrero
España (1958)

Mi padre, más anciano de lo que le llegué a conocer, sentado en una silla baja y con las piernas cruzadas, intenta explicarme, lúcido y calmado, que, ya desde mi infancia, habita en mi oído izquierdo un insecto de respetables proporciones, que no ha sido posible hacerle abandonar su escondite, y que, ahora, este médico (y señala una especie de Dr. Swartz, armado con un instrumental digno del Jeremy Irons de Inseparables) va a intentar acabar con él dentro de mi oído para extraerlo posteriormente a trozos. El médico musita algo que no entiendo y que luego interpreto como "el proceso es doloroso". Entonces me veo de pronto siendo niño, y recuerdo repentinamente haber visto en el espejo las largas patas de ese negro insecto moviéndose, asomando por mi oído.

17 de enero de 2016

Emily Brontë y la historia de un relación tempestuosa (2)

El amor de Catherine por Heathcliff es una realidad primera, inquebrantable. Sin embargo, cuando Hindley lo rebaja al rango de los domésticos, admite que casarse con él sería "degradarse", aunque inmediatamente reafirma su amor. Ella dice que lo ama "no porque sea bello, sino porque él es más yo de lo que yo soy". Entonces, altanera y fogosa, en un arre­bato seduce a Edgar Linton subyugado por su "exuberante vivacidad". Linton no es más que el adinerado y manipulable vecino de la Granja de los Tordos, el otro de los escenarios donde se desarrolla la novela, y que encarna a la perfección los valores tradicionales. Ante esta evidencia, casarse con él es un acto que no tiene ningún alcance real: es sólo comodi­dad, que justifica de la siguiente manera: "Si nos casáramos, seríamos pordioseros. Mientras que si me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a rebelarse y a sacarlo del poder de Hindley". Habla de él como de un hermano elegido, cu­yo amor habría sustituido al que antes sentía por su hermano de sangre. Más que un hermano, ve en él a su doble, aparentemente andró­gino, como ese extraño organismo bifronte organizado morfológicamente como un ser dual como son los personajes centrales de “Macbeth”, la obra de William Shakespeare (1564-1616), una especie de siameses adheridos entre sí por un pegamento inviolable: el proyecto de la autosatisfacción narcisista.
Sin darse cuenta de que esto quizá disimule un incesto (que desea oscuramente), Catherine, a diferencia de Ma­non -la protagonista de “Manon Lescaut”, la novela de Antoine François Prévost (1697-1763)- no brilla por la debilidad de su compañe­ro, sino, en cambio, por su grandeza salvaje. Sin embargo, ella no es nada, algo que se advierte en sus relaciones con Linton o en sus reacciones ante la violencia monomaníaca de Heathcliff. Él, un niño encontrado, de orígenes oscuros, "casi tan negro como si viniera del diablo", es de los que sienten "un placer salvaje en excitar la aversión más que la estima de sus pocos conocidos". Combi­na la susceptibilidad de Otelo y la ferocidad de Calibán (personajes shakesperianos también) limitado a la esclavitud. Esto, en lo que a la magnitud desmesurada del odio se refiere, porque en él el odio es la sombra que proyecta el amor.
Al ver que su amada Catherine elige en matrimonio a Linton, Heatcliff huye de Cumbres Borrascosas y regresa a los tres años, esta vez convertido en un rico propietario. Nada se sabe sobre ese período: ni dónde se refugió, ni cómo se educó, ni cómo hizo su fortuna, pero lo cierto es que su regreso supone el inicio de la tragedia en Cumbres borrascosas. Katherine se ha casado. También su hermano Hindley, quien ahora lo recibe con gusto debido a su nueva posición económica. Pero Heatcliff sólo planea cruelmente no sólo devolver el mal que un día cometieron contra él sino también el destino de las sucesivas generaciones: “He vencido a mis antiguos enemigos y ahora puedo, si quiero, completar mi venganza en sus descendientes”. Heathcliff vive sólo para la venganza; su violento y tenebroso amor hacia Katherine hará que ella se vea envuelta como por una red que acabará matándola cuando nazca su hija, Cathy. Entretanto, él se casa con Isabella, hermana de Linton, sin amarla, y la maltrata cruelmente; maneja a su antojo a Hindley y a su hijo Hareton, dejando a este último inculto y salvaje para vengarse de los malos tratos que Hindley le había infligido a él cuando era niño.
Fascinación tenebrosa, sinceridad funesta que desconcierta a los fuertes y atrae a los débiles: no necesita amenazas, promesas o mentiras para llegar a su objetivo. Su energía sobrenatural, que vemos en la misma época en, por ejemplo, el Vautrin de “La comédie humaine” (La comedia humana) de Honoré de Balzac (1799-1850) o el Fabrizio de “La chartreuse de Parme” (La cartuja de Parma) de Henri Beyle,  Stendhal (1783-1842), provie­ne directamente de la novela gótica de los tiempos de Horace Walpole (1717-1797). Se alimenta de una segunda obsesión, la venganza, que apunta a dejar en la ruina a un enemi­go, por un lado, a un rival, por el otro, y a recuperar el estatuto que le acordó su padre adoptivo, que restaura su dignidad y lo convier­te en el igual de Catherine. Una desmesura de este tipo funda una estética particular. Las novelas burguesas de Samuel Richardson (1689-1761) o Henry Fielding (1707-1754) fueron incapaces de dar cuenta de esta experiencia singular. Emily Brontë se sitúa también en las antípodas del realismo balzaciano, fundado en la psicología y en la realidad social del tiempo. Anuncia el romance norteamericano, un géne­ro novelesco distinto que algunos años más tarde se impondría con “The scarlet letter” (La letra escarlata) de Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y con “Moby Dick” de Herman Melville 
(1819-1891).


La dimensión privilegiada de esta mutación genérica que emprende Emily Brontë es el espacio más que el tiempo: las configuraciones espaciales se imponen en detrimento de las maduraciones temporales. También se define por la simplificación de las líneas, la estilización de la puesta en es­cena, el acento sobre la tensión espiritual, incluso sobrenatural, que anima las pasiones. Más cerca de la ópera “Tristan und Isolde” (Tristán e Isolda) de Richard Wagner (1813-1883) que de la antes citada novela “Manon Lescaut”, “Cumbres borrascosas” descubrió un medio de expresión que hace justicia plenamente a la especificidad de su tema. El espacio está estructurado de manera esquemática, a la mane­ra de un drama de Shakespeare, con una economía ejemplar de los medios.
Existen dos polos alegóricos fuertemente magnetizados, zonas prohibidas recíprocamente, que invitan a la transgresión. Por un lado está la finca con la habitación de Catherine, lugar de una infancia compartida con Heathcliff, paraíso perdido que preserva en su corazón. Por el otro la mansión, lugar social de la edad adulta de la exis­tencia matrimonial de Catherine con Linton, prisión dorada que se convertirá en su tumba. Estos espacios se adecúan a la estructura del libro, compuesto por dos partes, propicio para las reverberaciones de reflejos y ecos. En la bisagra del díptico, la muerte de Catherine y el nacimiento de Cathy marcan la frontera entre las manifestaciones y las metáforas del amor. La composición del libro toma la forma de un ballet: figu­ras de contradanza entre las parejas, permutaciones, inversiones de roles, desplazamientos, condensaciones, familias descuartizadas, ani­quiladas y recompuestas por la generación siguiente. Incluso cuan­do Catherine desaparece, su mirada -"los bellos ojos negros de los Earnshaw”- sigue brillando en los rostros de los sobrevivientes.


El mito del eterno retorno gobierna y moldea la acción: Cathy descubre el amor precisamente a los diecinueve años, edad en la que su madre la daba a luz en la desesperanza. Obligada a casarse con el hijo enfermizo y repugnante que Heathcliff había tenido con Isabella, luego de la muerte de éste cobra afecto por Hareton, el hijo de Hindley. A esas alturas, el temperamento de Heathcliff ya está agotado: desea la muerte para reunirse con su amada. “¡Ojalá termine este tormento! -suplica- ¡Katherine Earnshaw, quiera Dios que no descanses mientras yo viva! Si hay espíritus que andan errantes por el mundo, ¡quédate siempre conmigo, toma cualquier forma, vuélveme loco! Pero, ¡por favor!, no me dejes en este abismo donde no puedo hallarte. ¡Oh, Dios mío! ¡Cómo decírtelo! ¡Yo no puedo vivir sin mi vida! ¡No, yo no puedo vivir sin mi alma!”.
Con este recurso, Emily Brontë consigue maximizar la fuerza de sus personajes, fuerza que resulta potenciada por el entorno, entorno que tiene una dosis de electricidad. Y para agravar la sensación de encierro, los jóvenes de Cumbres borrascosas y la Granja de los tordos terminan casándose entre ellos, ya que no hay nadie más en el horizonte. Al final se produce una relación endogámica: Cathy y Harenton son primos. Al margen del siglo y del tiempo, el amor loco se perpetúa de esta manera. En el umbral del libro, el lector se entera de que la finca Cumbres borrascosas lleva grabada sobre su puerta la inscripción “Hareton Earnshaw, 1500”. Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción. Son el nombre  y la fecha del último de la descendencia, Hareton Earnshaw, con el que la historia vuelve a comenzar su ciclo.


Lejos, muy lejos en el tiempo y en el espacio, quedó aquel violento monólogo de Heathcliff ante la agonizante Catherine, tal vez el más lacerante y categórico de toda la novela: “Ahora me demuestras lo cruel que has sido conmigo, cruel y falsa. ¿Por qué me despreciaste? ¿Por qué traicionaste a tu propio corazón Katherine? Yo no tengo una palabra de consuelo. Tú te mereces esto. Tú misma te has dado muerte. Sí, ya puedes besarme y llorar y arrancarme besos y lágrimas: te abrasarán, te condenarán. Si me amabas, ¿qué derecho tenías a abandonarme? Sí, contéstame, ¿qué derecho a satisfacer un capricho ruin como el que tuviste por Linton? Dímelo. Porque tú misma, por voluntad propia, hiciste lo que ni la desgracia, ni el envilecimiento, ni la muerte, ni nada de lo que Dios o el Diablo nos pudieran infligir habría logrado en su empeño de separarnos. No he sido yo quien ha roto tu corazón, te lo has roto tú misma, y al hacerlo has destrozado el mío. Y la peor parte me toca a mí, porque aún tengo fortaleza. Pero, ¿acaso deseo vivir? ¿Qué clase de vida será la mía cuando tú…? ¡Oh, Dios mío! ¿Acaso te gustaría a ti vivir si te encerraran el alma en una tumba?”. 

16 de enero de 2016

Emily Brontë y la historia de un relación tempestuosa (1)

Varios rasgos notables tienen en común Charlotte, Emily y Anne Brontë además del hecho de ser hermanas. Las tres nacieron en una casa situada en el nº 74 de Market Street, una angosta callejuela de Thornton, pequeño pueblo del condado de West Yorkshire al norte de Inglaterra; las tres tuvieron una infancia signada por una rigurosa y disciplinada educación clerical; las tres fueron escritoras y publicaron en conjunto un libro de poemas bajo seudónimo masculino dados los prejuicios de la época victoriana en cuanto a que la literatura no era cosa de mujeres, y las tres fallecieron jóvenes víctimas de la tuberculosis. Pero tal vez el más llamativo de todos los sucesos que tuvieron en sus cortas vidas ocurrió en el año 1847: las tres publicaron una novela. En octubre Charlotte publicó “Jane Eyre” y en diciembre hicieron lo propio Anne con “Agnes Grey” y Emily con “Wuthering heights” (Cumbres borrascosas).
Publicada bajo el seudónimo de Currer Bell, “Jane Eyre” fue un éxito inmediato tanto para la crítica como para los lectores, y sería el reconocido escritor William Thackeray (1811-1863) -por entonces inmerso en la escritura de la mayor de sus obras, “Vanity fair” (La feria de las vanidades)- quien le diera el mayor espaldarazo. En cambio “Agnes Grey”, que apareció firmada por Acton Bell, tuvo una acogida apenas aceptable. La peor parte la llevó “Cumbres Borrascosas”, la que, rubricada por Ellis Bell, desconcertó desde el principio por su distancia con la narrativa victoriana de la época. Acusada de ser una novela violenta e inmoral, pronto fue prácticamente anatemizada por la implacable crítica decimonónica de entonces. Habría que esperar casi un siglo para que fuese reconocida como lo que realmente es: una novela realista que, escrita en una época marcada por grandes conmociones sociales, marcó el preludio de la novela inglesa postvictoriana que cuestionaría los valores tradicionales de las estructuras sociales no sólo de Inglaterra sino de la civilización occidental en general.
El espíritu de rebeldía de Emily Brontë anticipó las transformaciones estéticas y morales dadas a comienzos del siglo XX en cuanto al lugar que ocupa la mujer en la sociedad. La identidad de género como algo inalterable y absoluto fue puesta en duda en “Cumbres borrascosas”, donde la mujer tiene unos perfiles opuestos al decoro moral e ideológico de la época. Las mujeres en esta historia son fuertes, decididas y rebeldes; los atributos tradicionalmente asignados a la mujer (y también al hombre), se rompen ejemplarmente en “Cumbres borrascosas”. Allí, la novelista escapa, tal como señala la ensayista y crítica de arte británica Lynda Nead (1957) en “Myths of sexuality. Representations of women in victorian Britain” (Mitos de la sexualidad. La función de las mujeres en la Inglaterra victoriana), “de la metáfora victoriana del roble y la hiedra encarnados respectivamente en la figura del hombre y de la mujer, según la cual la hiedra necesita al roble para crecer”.
“Cumbres borrascosas” es la obra de una mujer joven que extrajo únicamente de sí misma la inspiración; está colocada en un plano poético donde alternan la ingenuidad y una extraordinaria intuición. Es una historia de amor, sí, pero también la de una pasión destructiva, la crónica íntima de una dependencia vivida hasta la desesperación, el relato que desvela los lazos de dos seres que están tan unidos que llegan a intercambiarse sus identidades y todas sus carencias fundamentales. Las tres características principales del amor: la sensación de que el otro posee lo que no encontramos en nosotros, el anhelo de permanecer juntos y la vitalidad para enfrentar el día a día, aparecen en “Cumbres borrascosas” como pasiones y sentimientos distorsionados. Es que una historia de amor también se da en la forma de vivirla, de mirarla, de contarla, y Emily Brontë fue muy original al hacerlo.


En “Cumbres borrascosas” no existe el sentimen­talismo de las lágrimas como en “Clarissa or the history of a young lady” (Clarissa o la historia de una joven dama) de Samuel Richardson (1689-1761) o en Julie ou la nouvelle Héloïse (Julia o la nueva Eloísa) de Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Los retratos de Heathcliff y Catherine (protagonistas centrales de la novela) no son halagadores, los juicios son despiadados. Ellos mismos, a menudo hostiles, se en­cargan de que así sea: no son llevados ni a la cursilería ni al enceguecimiento. Consideran imparcialmente los extravíos del obje­to de su pasión. Mientras tanto, ningún juicio de va­lor se desprende de sus observaciones: cualidades y defectos competen a otra jurisdicción. Una luci­dez no complaciente, aunque sin reprobación, distingue a la vez a Heathcliff y a Catherine. Para ella su compañero es "una criatura en bruto, sin refinamiento, sin cultura; un árido desierto de espinas y grava. Es un hombre rudo, hosco, despiadado, un lobo". Para él, ella es “cruel y falsa”.
No obstante, la pasión entre ellos crece y se desarrolla a un ritmo frenético. Comienza con aquello que Sigmund Freud (1856-1939) llamara “identificación”, un concepto definido como el “proceso psicológico mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un atributo de otro y se transforma, total o parcialmente, sobre el modelo de éste”. Identificándose uno con el otro, Heathcliff y Catherine adquieren características en común al punto de pensar que son un mismo ser, una percepción que nos remite al antiguo mito griego de los seres andróginos que Aristófanes de Atenas (446-386 a.C.) narra en el célebre "Sympósion" (El banquete), la inmortal obra de Platón de Atenas (427-347 a.C.). En “Cumbres borrascosas” la identificación se convierte en nostalgia de la otra mitad y así lo reconoce Catherine: Sigo a Heathcliff no como un placer sino como a mi propio ser. Yo soy él, él está siempre en mi pensamiento como mi propio ser. Él es más, mucho más que yo misma. Sea cual sea la sustancia de que estén hechas nuestras almas, la suya y la mía son idénticas. Alienta en mi aliento y vibra en mis vibraciones. Es como si mi sangre formara la sangre de él”.


Heathcliff personifica también ante sus ojos a esa áspera naturaleza tan cercana a su corazón: “Mi amor por Heathcliff se asemeja a las rocas eternas que sobresalen profundamente enterradas en la tierra: son motivo de escaso goce para quien las contempla, pero al mismo tiempo son necesarias”. Y en otro párrafo: “Mis grandes sufrimientos en este mundo han sido los sufrimientos de Heathcliff, los he visto y sentido cada uno desde el principio. El gran pensamiento de mi vida es él. Si todo pereciera y él quedara, yo seguiría existiendo, y si todo quedara y él desapareciera, el mundo me sería del todo extraño, no parecería que soy parte de él”. Heathcliff también expresa sus sentimientos cuando dice: “He soñado que dormía al lado de ella mi último sueño, con la mejilla apoyada en la suya”. O cuando le recrimina “¿No basta a tu diabólico egoísmo el pensar que, cuando tú descanses en paz, yo me retorceré entre todas las torturas del infierno?”. La historia del amor entre ambos es, sin dudas, la historia de un amor envenenado por la identidad, el orgullo y el rencor hacia el ser amado que ignoró el sentimiento que los unía.
Más que de los infortunios del amor, que aquí son los comple­mentos de la felicidad, Brontë habla del infortunio de vivir sin amor, de no ser apto para las tibiezas de la edad adulta después de haber conocido las aguas revueltas de la infancia. Aquí prevalece la in­tensa nostalgia de la atemporalidad, de la desmesura ardiente. Catherine Earnshaw, toda vitalidad, insolencia e impulsividad, es el prototipo de las heroínas románticas, orgullosas e indomables, que aparecerían años más tarde en muchas novelas, desde la Stella de “Great expectations” (Grandes esperanzas) de Charles Dickens (1812-1870) hasta la Scarlett de “Gone with the wind” (Lo que el viento se llevó) de Margaret Mitchell (1900-1949). Sólo se distingue de ellas por la falta de cálculo, la sin­ceridad absoluta, sus “arrebatos de crueldad”, sus "feroces accesos de ternura" que al­ternan con un "furor de demente".


Heathcliff, aquel pobre chico sin hogar recogido de las sucias calles de Liverpool por el señor Earnshaw quien lo adopta y lo lleva a vivir a Cumbres borrascosas -su hacienda- para educarlo como a uno de sus propios hijos, será el causante del fin de la aparente armonía familiar. Para los hijos naturales del señor Earnshaw, Catherine y Hindley, su llegada despertará reacciones diferentes: en ella comprensión, en él odio. De ella se enamora con todo el ímpetu de su naturaleza pasional y violenta; hacía él alimenta la mayor de las animadversiones. Después de la muerte del señor Earnshaw, Hindley, que se había alejado de la hacienda presuntamente para ir a estudiar, desesperado al no poder tolerar la convivencia con el chico adoptado, regresa casado para hacerse cargo de la casa y decide humillar al joven Heathcliff convirtiéndolo en sirviente.

11 de enero de 2016

Recordando a Antonio Dal Masetto (5). Un tano llamado Giorgio (Miguel Grinberg)

Antonio Dal Masetto vivió sus últimos años en el Bajo, un barrio que lo fascinaba. Alguna vez dijo: "De día hay mucha actividad de turistas y empleados de las oficinas, los bancos y los negocios. Pero al caer la noche todo ese mundo tiende a desaparecer y emergen de sus madrigueras otros protagonistas, una fauna totalmente diferente". Iba a los bares, se quedaba hasta la madrugaba, observaba. Él mismo se definió como "espía" y lo explicó después: "Algo de eso tiene esta actividad de escribir. Uno anda por el mundo espiando acá y allá, acechando gestos, frases, caras. En realidad se ejercita para este permanecer alerta todo el tiempo, el ojo y el oído atentos, siempre listo para capturar algo. Diría que no solamente se es espía, sino también una especie de ladrón". Con su lápiz sobre el cuaderno, Antonio Dal Masetto escribió muchas de sus historias en los bares del Bajo porteño, su barrio por elección. "Yo espero en las mesas, como un cazador con la escopeta amartillada, que caiga la historia. Si uno está alerta siempre aparece. El escritor es un espía que anda por el mundo tratando de robar cosas en un lado y en otro para alimentarse".

Miguel Grinberg (1937). Escritor, periodista, traductor y poeta argentino. Como periodista ha trabajado en las revistas "Panorama", "Cantarock", "Caras y Caretas", "Eco Contemporáneo", "Contracultura" y "Mutantia", entre otras. También ha sido articulista del diario "Tiempo Argentino" y columnista del diario "Crítica de la Argentina". Ha publicado más de cincuenta volúmenes, entre ellos "Cómo vino la mano. Orígenes del rock argentino", "Marcuse y la sociedad carnívora", "Introducción a la Ecología Social", "Ecología cotidiana", "Un mar de metales hirvientes. Crónicas de la resistencia musical en tiempos totalitarios (1975-1980)", "Edgar Morin y el pensamiento complejo", "Nuestro futuro indómito" y "Evocando a Gombrowicz" (ensayos); y "América hora cero", "Ciénagas" y "Opus New York" (poemarios). 

UN TANO LLAMADO GIORGIO
Escena 1. Abro un ejemplar de "Eco Contemporáneo", el número 2: enero-abril 1962. En la página 27, ocupando cinco más, se despliega uno de sus cuentos más emblemáticos: "Lacre". "Formamos una extraña pareja los tres. Ella allí, debajo de la mesa, cada vez más lívida. La otra, en el fondo de la pileta, dura e inmóvil como un trocito de carbón. Y yo, de espaldas sobre la cama, escrutando el techo desde hace tres días. Tres días bien pueden dar la pauta de la eternidad". Un hombre, una cucaracha y el cadáver de una mujer. Me doy cuenta de algo singular: en el colofón de la página 2 todos los autores publicados tienen obra, antecedentes, entre ellos Alejandro Vignati, Francisco Urondo, Alberto Cousté, Clarice Lispector y otros. Los tres editores (Antonio Dal Masetto, Juan Carlos de Brasi y yo) ni media línea. Eso nos igualaba: carecíamos de biografía. No éramos alguien. Igual que el número inicial, habíamos encuadernado estas noventa y seis páginas a mano, pliego tras pliego, impresos en un pequeño taller gráfico provincial (San Andrés). Éramos tan inexistentes que el dueño de las librerías Fausto (Gregorio Schvartz), tras hojearla nos vaticinó: "A ustedes se los van a comer los piojos". No le dimos el gusto. La portada ostentaba un dibujo en tinta de una especie de Hamlet en calzoncillos, con una calavera en lo alto. Nos lo había cedido su hermano Alberto, juez laboral en Quilmes, donde Dal Masetto trabajaba como asistente judicial y mediador en los conflictos pequeños para disolver la belicosidad de las partes enfrentadas. La faena le resultaba muy entretenida.
Escena 2. Verano 1958: teatro Caminito en La Boca. Salida de artistas. En cartel "La zapatera prodigiosa, de García Lorca. Espero a mi amada Lelia. A unos veinticinco metros de distancia, pero sobre la misma vereda, está él, esperando a su amada Ethel. No sé como se llama, pero sé que está allí, semana tras semana. Sabe como yo que las chicas son amigas y compañeras en el elenco. Pero me ignora. O lo ignoro. Cuando salen, ellas se despiden animadamente y cada una enfila hacia su galán. Y nos vamos con rumbos diferentes. Yo estoy tomando clases de arte escénico en la Sociedad Hebraica. Ella estudia con la maestra Hedy Crilla. Compartimos la poesía de Pablo Neruda y Pedro Salinas.
Escena 3. Invierno 1960: teatro Sindical de Cámara en San Telmo. Me han convocado para interpretar al capitán de un crucero turístico (una comedia leve). Como sábado y domingo hay dos funciones, durante el intervalo pido un sándwich que llega desde la pizzería de la esquina. Cargo un disco de João Gilberto en la cabina de sonido y disfruto la bossa nova en la penumbra de la sala, masticando sin apuro. De pronto, desde el fondo del teatro surge una voz que exclama: "¡Linda música!". Iniciamos un diálogo sobre nuestras fantasías de conocer Brasil. Cuando se encienden las luces para dar acceso al público de la segunda función, verifico que es él. ¿Qué hace en ese teatro? Pues su novia Ethel es parte del elenco. Ella nos presenta: él se identifica como "Giorgio" y no como "Antonio". Quedamos en seguir charlando.



Escena 4. Verano 1961. Habíamos decidido viajar a Brasil como mochileros, por tierra. Llevamos una carpa montada según el plan de la Asociación Argentina de Campamento. Su jefe, Alberto de la Vega, le encargó que le haga una reserva en una posada de Río de Janeiro durante el Carnaval carioca. Allá fuimos. Salimos en tren desde Federico Lacroze a Posadas, y de ahí en colectivo hacia Puerto Iguazú. Acampamos en las Cataratas. Es la noche de Año Nuevo y no queda un alma en el lugar: solamente nosotros. Bien tarde se desata un temporal. La carpa lo aguanta, pero sentimos cómo el agua fluye por debajo del piso de hule. Tengo pesadillas: visualizo una carpa flotando en el océano. Con la luminosidad del amanecer, corro con cautela el cierre relámpago de la puerta. Giorgio sigue durmiendo. Miro hacia afuera y me topo con la mirada de una iguana que me observa con gran curiosidad. Al mediodía llegan unos camioneros y nos convidan un plato de fideos. Más tarde, cruzamos el río en balsa hacia Foz. Pernoctamos en una posada rea. Vamos hacia Mafra (Río Negro) donde un tío de mi madre tiene una tienda de ramos generales. El viejo nos lleva en auto hasta Curitiba. Es tiempo de vacaciones y no hay pasajes a São Paulo, donde otro hermano de mi abuelo materno tiene una casona con piscina en la isla de Guarujá. Giorgio es un buen conversador y disfruta las incógnitas de la situación. Le cae bien al empleado de la ventanilla, que de pronto nos llama agitando los brazos. Hubo una devolución municipal y hay dos boletos hacia Río de Janeiro. Aceptamos. Decidimos hacerle primero la reserva a Alberto y después rumbear hacia la piscina bacana. En Río nos atrapó el Carnaval. No fuimos a São Paulo. Nos instalamos en la Casa do Estudante. Y hasta acampamos en la isla de Paquetá. Giorgio agotó su mes de vacaciones y volvió solo a Quilmes. Yo me quedé tres meses más noviando con una bella garota de Ipanema. Subimos juntos al Cristo del Corcovado. La tristeza no tiene fin. La felicidad, sí.
Escena 5. Invierno 1961. Ya de regreso, nos hicimos habitués de una pizzería de Corrientes y Paraná: La Comedia. No se llama más así. Todas las noches se reunían allí poetas, escritores y gente de teatro. Ambos nos pusimos a hacer apuntes de viaje. Giorgio alucinaba con las cucarachas de las pensiones baratas del centro porteño. En "Lacre" decía: "Vivimos horas esencialmente cucarachianas". No esperaba este desenlace, che. No terminaste la novela cuyos dos primeros capítulos publicaste en la "Eco". Cuando te lo hice recordar, confesaste que habías olvidado el resto de la trama. La habías titulado "La pirámide y la cucaracha". Rescato el párrafo inicial: "Cuando nací llovió. Y mi madre asegura que al cuarto día abrí un ojo, eché una mirada de desaprobación. Allí fue donde comenzó todo... Desde entonces aquí estoy: apático y desterrado por el simple hecho de haber abierto uno sólo de mis ojos a la fría luz del mundo y haber vislumbrado un poco de la triste verdad".
Tano: te recuerdo panza arriba junto a la carpa en Paquetá, canturreando una balada ignota, con los dos ojos abiertos hacia el horizonte, vislumbrando el lado verídico de la tristeza.