2 de abril de 2016

Samanta Schweblin: "Un cuento exige un buen narrador pero también un muy buen lector. Es un trabajo a dos partes" (1)

Ernest Hemingway (1899-1961) comparaba a las buenas narraciones con un iceberg. Para él, todo relato debía reflejar tan sólo una parte pequeña de la historia, dejando el resto a la lectura e interpretación del lector. Su “teoría del iceberg” consistía en que el escritor concibiese su obra conociendo mucho más de la historia de lo que finalmente contaba en lo que escribía. Tenía que conocer la totalidad del iceberg, pero lo que debía sobresalir del agua era sólo una pequeña porción de este. Es decir, todo lo que se cuenta no debe ser más que una pequeña parte visible de algo mucho más enorme y profundo. Así, al lector no sólo le queda adentrarse en la historia contada sino también construir una parte de ella, lo que, en definitiva, lo convierte en protagonista. Esta idea, sin dudas, es aplicable a la literatura de la escritora argentina Samanta Schweblin (1978). "Un relato no se escribe del todo en el papel, se completa en la cabeza del lector", dice la autora que, tras egresar de la carrera de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires, se radicó en Berlín, donde dicta talleres literarios para la comunidad hispanohablante. Autora hasta el momento de tres libros de cuentos y una novela, Schweblin mereció la aceptación de la crítica y el público desde el comienzo de su carrera literaria, siendo sus obras varias veces premiadas y traducidas a una docena de idiomas. Lo que sigue es la primera parte de una síntesis de las entrevistas que la escritora concediese a Matías Méndez  (diario digital “Infobae”, 30 de agosto de 2015), Martín Lojo (diario “La Nación”, 6 de septiembre de 2015), Verónica Abdala (revista digital “Cabal”, marzo 2016) y Letizia Valeiras (revista “Ideas de Izquierda” nº 27, marzo 2016). En ellas Samanta Schweblin habla de la literatura con el saber minucioso del artesano y la pasión exigente del lector.


¿Cómo comenzó todo esto? ¿De dónde proviene tu vocación? 

Creo que es algo que siempre estuvo ahí. No hubo un momento mágico de revelación, es algo que hice desde que tengo memoria. Cuando no sabía escribir le dictaba las historias a mi mamá. Lo que si tuve fue una infancia muy estimulante. Mis papás me leían muchísimo. Y mis abuelos maternos, los dos artistas plásticos, tuvieron una presencia muy fuerte también en mi formación. A los ocho años, por ejemplo, yo ya asistía al taller de grabado de mi abuelo Alfredo de Vincenzo, que era en ese momento uno de los talleres de aguafuertes más importantes de Latinoamérica. Ahí escuchaba a los adultos discutir por horas sobre tintas, chapas y proporciones áureas. No sé si tenía verdadera consciencia del tipo de cosas que se discutían a mí alrededor, pero sí recuerdo envidiar la pasión, la energía que esas discusiones despertaban en los adultos.

¿Cómo fue el recorrido que hiciste has­ta convertirte en escritora?

Empecé a escribir para desaparecer; si escribía, o leía, todo se me perdonaba. En la primaria, al que se distraía en matemáticas le ponían un cero, pero si yo escribía la profesora Elvira -que hoy en día sigue felicitándome y mandándome "besotes" por Faccbook- me perdonaba cualquier ti­po de distracción. En la secundaria estaba muy mal visto eludir los recreos y no sociabilizar, pe­ro si te quedabas leyendo o escribiendo, un au­ra de misterio perdonaba las desapariciones sin grandes castigos. Después vinieron algunos talleres literarios, los primeros grandes maestros, y fui enamorándome de ese mundo, entendiéndolo de a poco. La carrera de cine también ayudó.

¿Cuándo decidiste que querías dedicarte a escribir?

En el último año del secundario empecé a ir a talleres literarios. Para mí era una gran aventura porque, como vivía en Hurlingham, los talleres representaban viajar hasta la ciudad de Buenos Aires, recorrer las librerías de Corrientes y conocer gente de mi edad a la que le gustaba lo mismo. Erré por varios talleres hasta que llegué, ya con El núcleo del disturbio publicado, al de Liliana Heker. Ella fue mi gran maestra. Su enseñanza tuvo tal impacto que sigue condicionando mi escritura en el mejor de los sentidos.

¿Hubo algún momento preciso en que asumiste o sentiste que eras escritora?

Según la teoría de un escritor amigo, uno empieza a ser escritor después del quinto libro. Así que a mí todavía me faltaría uno para entrar al club. Pero sí empecé a asumirme como escritora cuando pude empezar realmente a vivir de eso. Y acá hay que hacer una aclaración. Y es que todavía no vivo específicamente de los libros, pero sí, al menos, de todo lo que rodea la escritura: lecturas, talleres, charlas, invitaciones a festivales, ferias, residencias... Finalmente la figura del escritor siempre tiene que ver con estas cosas, con los otros, que es además la parte de "ser escritor" que más me cuesta. Si se tratara solo de escribir sería mucho más fácil.

¿Qué es lo que más te divierte, en lo personal, del proceso de planificación y armado de un libro?

La escritura. El momento en el que al fin sé más o menos qué es lo que quiero contar, y empiezo a trabajar en una historia. Antes podía hacer una distinción entre la etapa de escritura y la de reescritura, o corrección. Ahora prácticamente se dan juntas, hace tiempo que reescribir y corregir dejó de ser un ejercicio de recorte para convertirse en uno de amplitud, en parte de la propia escritura.

¿Cómo corregís?

El ritmo sostiene lo argumental y viceversa. Son cuestiones de elegir dónde ponés la luz, qué iluminás. Hay cosas que son muy importantes y que tienen que tener su espacio, narrarse de manera escénica: "ahora está pasando esto, y sigue así". Tienen que ser mostradas con mucha conciencia y atención. Otras no son importantes y hay que contarlas de la manera más veloz y eficaz posible. También me esfuerzo mucho por tratar de desaparecer como narrador. Que el lector esté solo con la historia y el personaje, sin una voz externa. Sobre todo en un cuento como éste, en el que yo quería que el lector tuviera que seguirla todo el tiempo, padeciendo su muerte y padeciéndola a ella.

Ese borrado del narrador es habitual en tus relatos.

Sí. Incluso cuando querés que esté, es mejor que falte antes para que su aparición sea mucho más monumental. Es una elección estética general en lo que escribo. Es como cuando ves un paisaje detrás de un mosquitero: cuanto más te acercás menos ves la malla, hasta que desaparece y ves el paisaje mismo, sin obstáculos. Me interesan los personajes y las acciones, no el narrador. Salvo cuando es un personaje. En esos casos se vuelve un recurso muy bueno, porque aparece la posibilidad de sembrar la desconfianza en la lectura.

¿Por qué elegís el cuento?

Es un movimiento intuitivo y natural. Aún la novela “Distancia de rescate” nació como cuento. Trato de narrar mi historia de la forma más efectiva posible. Cuando me recomiendan a un autor, primero averiguo si escribe cuentos antes de pasar a una novela. Me interesan por su intensidad y por lo que me exigen como lectora. La novela también, pero en un libro de cuentos tengo muchas más oportunidades de recorrer mundos distintos de diversos modos.

Tus relatos se caracterizan por una arquitectura milimétrica que busca el efecto justo. ¿Cómo trabajás esa escritura?

En principio tengo una fuerte conciencia de cierta animosidad que quiero transmitir. Un estado emocional y de incomodidad física despojado de lo argumental, suena un poco cursi pero es así. La historia que encuentro es una especie de puente entre mi emoción y la del lector, por eso no me siento a escribir hasta que no tengo el argumento. Eso me da mucha libertad, porque sé que el centro del cuento está en ese efecto emocional, así que no me molesta corregir, cambiar escenarios, personajes, probar voces... Tengo un trabajo muy consciente de la escritura que creo que fui construyendo como lectora. Temo que mis lectores sean tan exigentes como lo soy yo con mis autores preferidos. Me importa mucho cómo se cuenta una historia, por una cuestión sobre todo de seducción. Más allá de los géneros, me interesa la tensión que se crea palabra a palabra. Un relato no se escribe del todo en el papel, sino que se completa en la cabeza del lector, con sus recorridos, cortes y palabras, y me gusta trabajar con eso. Buscar esa lectura activa del otro implica una vigilancia palabra a palabra. En su decálogo de escritura, Kurt Vonnegut dice que no hay que hacer perder el tiempo al lector. Es un pacto de las primeras líneas. Dicen que cuando montás un caballo, en los primeros segundos en que acomodás el peso, él determina si podés dominarlo o no; si ve que no, nunca lo vas a lograr. Ese juego se da entre el escritor y el lector. Hay que demostrar que uno está controlando lo que dice. El taller me enseñó a leer lo que escribo de verdad, no lo que yo creo que dice mi texto.

En tus cuentos, sean fantásticos o no, siempre hay un clima siniestro o extraño. ¿Por qué buscás esos efectos?

Es el mundo que me interesa, no sé si podría escribir de otra cosa. En Siete casas vacías, un libro en el que no aparece lo fantástico, ese clima extraño persiste. Es el mundo de lo literario, me parece, más allá de los géneros: para que la literatura empiece, algo nuevo y distinto tiene que pasar, y eso vale tanto para Lovecraft como para Carver. Siete casas... es un libro que habla de este recorte que hacemos como "lo aceptable". Qué comportamientos sociales son buenos o malos, posibles o imposibles. Las convenciones sociales son como las anteojeras de los caballos, evitan que se distraigan y se asusten pero sólo los dejan ver para adelante. Concentrarse en lo inmediato implica ignorar una realidad que sucede a tu lado. Siempre me pareció curioso que hay mucha literatura de lo extraordinario y anormal que insistimos en llamar fantástica, pero una cosa es lo imposible y otra es lo que difícilmente sucede. Las narraciones más interesantes son los sucesos improbables pero posibles. En este libro enfoqué esa extrañeza desde la interioridad, los comportamientos y pensamientos de los personajes: es la zona en que somos más sinceros y auténticos. Te conectás con el otro, te enamorás o te haces amigo cuando te muestra su locura. Aunque sea lo que siempre tratamos de ocultar.

Una característica de tu literatura es que tus relatos no son historias cerradas en la que se le revela todo al lector en el final y que incluso en algunos casos es un espacio abierto sin resolución. ¿Eso te lo planteás como escritora?

Sí, me lo planteo porque es lo que me gusta encontrar como lectora, entonces le presto mucha atención a eso. Hay un doble juego: por un lado, soy muy controladora porque tengo una idea clara de lo que quiero contar y me gustaría que la travesía del lector por lo que cuento fuera muy cercana a lo que yo siento, entonces controlo mucho. Pero, por otro lado, un cuento exige un buen narrador pero también un muy buen lector. Es un trabajo a dos partes. Un buen lector lee el libro pero también lee al autor. Siempre hay algo de personaje ahí. Un autor no tiene toda la verdad, incluso no la tiene acerca de lo que está pasando en su propio texto y es increíble las cosas que descubro en los cuentos que escribo a través de la lectura de los lectores. Los cuentos tienen que tener cierta apertura. Para mí es bastante importante que no todo lo que escribo esté puesto en el texto, dejar que parte de lo que escribo se produzca en la cabeza del lector, intentar controlar eso, es casi un imposible pero me gusta jugar con esa idea. Que algo no esté dicho no significa que no esté en el texto.

El lector deberá encontrarlo.

Exactamente.

¿Qué tipo de lecturas son las que a vos más te movilizan o conmueven?

Las que me ayudan a descubrir o entender algo nuevo, aunque solo se trate de un detalle en el que no había pensado antes.

¿A quiénes considerás tus maestros? ¿Qué escritores te influenciaron? Hay en tus primeros cuentos varios puntos de contacto con los cuentos de Salinger, ¿fue una decisión?

Siempre digo que tuve dos grandes influen­cias. Primero los latinoamericanos, con los que me enamoré de la literatura: Adolfo Bioy Casa­res, Antonio di Benedetto, María Luisa Bombal, Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Felisberto Hernández. Y luego los norteamericanos, con los que aprendí a escribir: Flannery O'Connor, Eudora Welty, Hemingway, Cheever, Salinger, J.P. Donleavy, Yates, Paley... Luego, algunos ra­ros que me marcaron muy fuerte, como Kafka. Dostoievski, Beckett, Pinter... Y muchos descu­brimientos nuevos que siguen influenciándo­me, como Agota Kristof,  Elizabeth Strout, Amy Hempel, Colm Tóibín...

¿Las ficciones revelan de manera inevitable algo de la psicología de su autor, o es posible escribir sobre lo que no se es o no se comprende?

Un lector atento puede deducir mucho de un escritor, más de lo que al escritor le gustaría. Cuando uno lee, lee la historia pero lee también al autor. Es incómodo, pero finalmente el lector sigue las huellas de un recorrido que siempre es personal, incluso cuando no es autobiográfico.

¿Trabajas los cuentos en función del final o podés partir de una idea sin tener claro dónde te lleva? ¿Qué podes contar acerca de tu método de trabajo?

Puedo jugar un rato con algo que no sé qué forma tendrá, a modo de prueba o de ejercicio. Pero para meterme más en la historia y ponerme realmente a trabajar necesito entender un poco más el final, hacia dónde voy. A veces esto puede ser descubrir la imagen final con mucha nitidez, otras, apenas tener una idea de clima, o una sensación, pero avanzar a ciegas me trae muchos problemas. Si no sé hacia dónde voy prefiero leer, caminar, pensar, rondar la idea sin las fatalidades de tener un lápiz a mano, que fija y concreta las palabras más rápido de lo que puedo elegirlas.

¿Le das más importancia a la trama, a la atmósfera, a la construcción de los personajes, o el relato es una unidad en la que cada uno de esos elementos debe tener peso propio?

Es una unidad. A veces tengo claras las ideas pero no puedo avanzar hasta no encontrar al personaje, a veces veo con claridad el personaje, pero sin una idea que lo empuje a moverse es imposible ponerlo en acción. A veces tengo ambas cosas pero ni el clima ni el tono parecen acompañarlos. Pero con el tiempo también fui descubriendo que hay que prestarle mucha atención a la primera impresión que uno tiene de una idea. Todo está ahí, la extensión, el género, el personaje, la cadencia del narrador. El germen más auténtico de una idea tiene a veces todas las pistas que se necesitan para avanzar.

Liliana Heker fue tu maestra, ¿cuál dirías que fue la lección más valiosa que supo transmitirte o que aprendiste en sus clases?

Fueron tantas... Liliana es una gran maestra. Quizá la más importante haya sido asumir la fatalidad de que la primera versión de un cuento es solo un mal necesario. A no enamorarse del material. También me enseñó a leer de otra manera. Creo que una de las cosas más importantes que puede darte un taller es aprender a leer lo que realmente dice tu texto, y no lo que uno quiso decir. Parece una tontería, pero es una de las herramientas principales de un autor, y requiere una distancia de uno mismo muy extraña.