30 de diciembre de 2017

Entremeses literarios (CXCI)

CIERTOS PESCADORES SACARON DEL FONDO UNA BOTELLA
Wislawa Szymborska
Polonia (1923-2012)

Ciertos pescadores sacaron del fondo una botella. Había en la botella un papel, y en el papel estas palabras: "¡Socorro!, estoy aquí. El océano me arrojó a una isla desierta. Estoy en la orilla y espero ayuda. ¡Dense prisa. Estoy aquí!".
- No tiene fecha. Seguramente es ya demasiado tarde. La botella pudo haber flotado mucho tiempo -dijo el pescador primero.
- Y el lugar no está indicado. Ni siquiera se sabe en qué océano -dijo el pescador segundo.
- Ni demasiado tarde ni demasiado lejos. La isla "Aquí" está en todos lados -dijo el pescador tercero.
El ambiente se volvió incómodo, cayó el silencio. Las verdades generales tienen ese problema.


HERIDAS INVISIBLES

Javier López
España (1964)

Se derrumbó en mitad de la calle. Algunos transeúntes lo miraron sin acercarse siquiera. Hoy día ya se sabe, nadie quiere meterse en asuntos ajenos. Pero alguien llamó a una ambulancia. Tardó pocos minutos en llegar, y en el mismo vehículo le aplicaron los protocolos habituales: una vía intravenosa, inyección de adrenalina, masaje cardíaco. Sólo experimentó una leve mejoría que lo mantuvo con vida. Una vez en el centro hospitalario, le hicieron todo tipo de pruebas. Sus constantes estaban bajo mínimos y seguía sin reaccionar a los tratamientos. Sólo su naturaleza fuerte hizo que se recuperara con el paso de los días. Al fin le dieron el alta. No había ningún daño físico, ni los médicos habían logrado encontrar explicación alguna al extraño padecimiento de ese hombre en el transcurso de las pruebas a las que fue sometido. El informe médico fue igual de poco concluyente: "Diagnóstico: traumatismo producido por heridas invisibles. Presumiblemente causadas por la vida".



LA PARTIDA
Leónidas Barletta
Argentina (1902-1975)

Trajeron agua del río y se lavó, despacio.
- Mire, Adelina, deme una camisa limpia -dijo con voz ahogada-, quiero irme decente.
La mujer le anudó el pañuelo al cuello y le peinó el cabello largo alrededor de las orejas.
- Bueno; me voy -dijo con una exaltación ahogada-. Tráigame el rebenque grande, ¿quiere?
Los ojos, chiquitos, con un anillo de agua en la pupila, brillaron agudos por un instante.
- Bueno; me voy -repitió, ensimismado.
La mujer se movió; fija la mirada triste, las manos, cruzadas sobre el vientre.
- Bueno; me voy -tornó a decir, y agregó con cierta firmeza: -Déjela entrar nomás a la Elenita.
La muchacha entró, demudada. Quedó inmóvil junto a su padre y gruesas lágrimas empezaron a mojarle la cara.
- ¿Por qué llora, pues? -dijo él suavecito-. Enjúguese. Acérquese a besar a su padre. No pierda el tiempo. Ya tendrá ocasión de llorar. Béseme de una vez y hágalo entrar al Emilio.
La separó despacito de su rostro y la muchacha salió, hipando. Afuera se detuvo frente a su hermano y a su madre y dijo, aspirando las sílabas:
- ¡Se va!
La puerta del rancho volvió a chirriar y entró el varón, serio, indeciso, mirando con insistencia al suelo, balanceándose como si tuviese que tomar impulso para dar un salto. El padre lo miró de hito en hito, y de repente, exclamó con la voz alterada:
- Vea, muchacho… Deme su mano… ¡Qué embromar…! ¡Si es un alivio…! -y al apretar la mano, añadió…- ¡Esto me basta!
Y como sabía que su hijo no iba a soltar palabra, dijo por él:
- ¡Y que me vaya lindo!
Fue un apretón de manos corto, firme.
- Deje entrar ahora a su madre, que está esperando.
Salió el mozo, con la boca apretada, respirando fuerte y esquivando los ojos. Se plantó frente a su madre y a su hermana y masculló entre dientes, como con rabia:
- ¡Se va!
Y entró la madre. Se aproximó lentamente al hombre; los ojos colorados, la boca estremecida.
- Siéntese -murmuró él-. Quédese un ratito así. No me diga nada. ¿Comprende?
Varillas de luz caían desde el techo del rancho. Oían distintamente el ruido que hacían los dos al respirar. Él no necesitó mirarla para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo con dulzura:
- Mire, Adelina, usté no pudo ser mejor de lo que fue… Mire… ¡y ojalá yo hubiese sido como usted quiso que fuera…! ¡Verdá…! ¡Verdá…!
Hizo un instante de silencio y luego:
- ¡Está bueno…! Mire, Adelina, prepárese nomás. Y déjese de andar lloriqueando. Todas las partidas son lo mesmo. Verdá. Y ahora, con su licencia, déjeme que me vaya.
Entonces la mujer se arrodilla y barbota entre sollozos:
- No, Bautista, si usté no se me va. ¡Qué se me va a ir! ¡Cómo me va a dejar a mí solita! ¡Hemos andado tanto tiempo acollarados! ¡No, si usté no se me va!
Pero se interrumpe de golpe porque la mano de su hombre ha caído inerte fuera del camastro. Ahora se enjuga los ojos, sale del rancho, enfrenta desesperada a sus hijos y dice con voz ronca:
- ¡Se jue!


MI ABUELITO TENÍA UN RELOJ DE PARED

Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

Cuando tenía seis años me dijeron que el corazón de mi abuelo se había parado. Mi padre me llevó al pueblo, a su casa vacía, donde un enorme reloj de pared estaba detenido a las siete. Se acercó y, dándole a una pequeña manivela, subió lentamente las pesas. Luego me dijo que empujara el péndulo. El reloj se puso en marcha. Pero mi abuelo no.


LA MANO
Patricia Highsmith
Estados Unidos (1921-1995)

Un joven le pidió a un padre la mano de su hija y la recibió en una caja; era su mano izquierda.
PADRE: Me pediste su mano y ya la tienes. Pero, en mi opinión, querías otras cosas y las tomaste.
JOVEN: ¿Qué quiere usted decir con eso?
PADRE: ¿Tú qué crees que quiero decir? No me negarás que soy más honrado que tú, porque tú cogiste algo de mi familia sin pedirlo, mientras que cuando me pediste la mano de mi hija, yo te la di.
En realidad, el joven no había hecho nada deshonroso. Simplemente, el padre era suspicaz y mal pensado. El padre consiguió legalmente hacer responsable al joven del mantenimiento de su hija y le exprimió económicamente. El joven no pudo negar que tenía la mano de la hija… aunque, desesperado, la había enterrado ya, después de besarla. Pero la mano iba para dos semanas. El joven quería ver a la hija, e hizo un esfuerzo, pero se encontró bloqueado por los comerciantes que la asediaban. La hija estaba firmando cheques con la mano derecha. Lejos de haberse desangrado, estaba lanzada a toda marcha. El joven anunció en los periódicos que ella había abandonado el domicilio conyugal. Pero tenía que probar que lo hubiera compartido antes. Aún no era "un matrimonio", ni en el juzgado ni por la iglesia. Sin embargo, no había duda de que él tenía su mano y había firmado un recibo cuando le entregaron el paquete.
- Su mano, ¿para qué? -preguntó el joven a la Policía, desesperado y sin un céntimo-. Su mano está enterrada en mi jardín.
- ¿Es que, encima, es un criminal? ¿No solamente desordenado en su manera de vivir, sino, además, un psicópata? ¿No le habrá usted cortado la mano a su mujer?
- ¡No! ¡Y ni siquiera es mi mujer!
- ¡Tiene su mano, pero no es su mujer! -se burlaron los hombres de la ley-. ¿Qué podemos hacer con él? No es razonable, puede que incluso esté loco.
- Enciérrenlo en un manicomio. Además, está arruinado, por tanto tendrá que ser en una institución del Estado.
Así que encerraron al joven y, una vez al mes, la chica cuya mano había recibido venía a mirarlo a través de la alambrada, como una esposa sumisa. Y, como la mayoría de las esposas, no tenía nada que decirle. Pero sonreía dulcemente. El trabajo de él comportaba una pequeña pensión que ella cobraba ahora. Ocultaba su muñón en un manguito. Debido a que el joven llegó a estar tan asqueado de ella que no podía ni mirarla, lo trasladaron a una sala más desagradable, privado de libros y de compañía, y se volvió loco de verdad. Cuando se volvió loco, todo aquello que le había sucedido, el haber pedido y recibido la mano de su amada, se le hizo inteligible. Comprendió la horrible equivocación, crimen incluso, que había cometido al pedir algo tan bárbaro como la mano de una chica. Habló con sus captores, diciéndoles que ahora comprendía su error.
- ¿Qué error? ¿Pedir la mano de una chica? Lo mismo hice yo cuando me casé.
El joven, sintiendo entonces que estaba loco sin remedio, puesto que no podía establecer contacto con nada, se negó a comer durante muchos días y, al fin, se tumbó en la cama de cara a la pared y murió.


DÍSELO CON FLORES

Juan Naranjo García
España (1986)

Llevan más de sesenta años casados y don Rodrigo nunca le ha regalado un ramo o un centro de mesa a su esposa. Pero hoy se ha levantado dispuesto a remediar su falta de sensibilidad pasada. “Tengo que ser más detallista”, rumia entre dientes, “¿cómo he podido ser tan desconsiderado?”. Entra apresurado en la floristería del soportal de su casa y pide que le den las más grandes y las más caras. Su corazón palpita a toda prisa, está emocionado. Media hora después ya tiene hecha la selección: rosas, lirios y orquídeas en tonos rojo, salmón y crema. Mira una última vez el conjunto y no puede esconder una sonrisa cómplice. Sin duda su corona de flores será la más bonita del sepelio.



EL DIENTE ROTO
Pedro Emilio Coll
Venezuela (1872-1947)

A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña. Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo. Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan. Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.
- El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.
Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.
- Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen- la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted…
- ¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.
- Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar. Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del "niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison… etcétera.
Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar. Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar. Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua. Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.


POLÍGLOTA
Araceli Esteves
España (1960)

Siempre lloro en catalán, las lágrimas se desprenden mejor en esa lengua. Estornudar y toser lo hago en vasco, no consigo constiparme en ningún otro idioma. Lo de rascar me sale mejor en castellano, si lo intento en otro idioma el picor no cesa. Dormir, duermo en alemán, con el pijama limpio y siempre a la misma hora. Aunque los sueños siempre me salen en italiano, en blanco y negro y en el neorrealismo más puro. Ronco en checo, mastico en portugués y me peino y depilo en francés, el mismo idioma con el que me pinto las uñas. Pero amar, ya lo habrás notado, eso siempre en morse.



ELLA NO ME TOCA
Blas Sewald
Argentina (1954)

Ella tenía un pasado complicado, traumático, intenso (por decirlo de alguna manera) y yo lo sabía. Pero no me importó. Es una vergüenza, me dijeron. ¡A la mierda con la vergüenza!, les dije. El sexo era maravilloso, gestual, furioso, innovador. Y así siguió por un largo tiempo. No sé lo que pasó después. De pronto dejó de tocarme. Sus estados de ánimo se volvieron erráticos. Ahora se levanta y cae, y me arrastra consigo. Sus ojos se confunden en los cristales de lluvia. Sus manos, quietas, ya no fían. Y se va. Se va y vuelve. Se resigna y se rebela, provocando mil aludes de desprecio y de basura. Imagino que ella sabe que mi amor es verdadero, pero aún así se va. Es mi culpa, me dije. Fui al psicoanalista sólo para oírlo decirme que lo mío era una clara manifestación de sentimiento de culpa. Mencionó locuciones como disociación, reproches, deflexión. No me solucionó nada. Será porque me voy a morir pronto que ahora me invade una desolación inexplicable, como de barro en el corazón y una humedad pegajosa en la garganta. Sé que inevitablemente desapareceré de este trabajo penoso y sin sentido que es la vida. La neuropatía paraneoplásica hace su trabajo silencioso. A veces pienso que es eso lo que ha producido su brutal cambio, que vive la eventualidad de mi muerte como una traición de mi parte. Otras, pienso que soy un ingenuo. Hice, creo, todo lo posible por llegar a conocer sus secretos; nunca lo logré. Por eso volví al psicoanalista, para intentar comprender la situación de ella. Esta vez me habló de cierta estructura forclusiva de la psicosis, y utilizó términos como repudio primordial, represión de la aceptación, desmentida de la certeza. Me fui más confundido que antes de entrar a su consultorio. Y triste, claro, ya que lo único que saqué en limpio es que lo de ella son manifestaciones de una personalidad disfuncional. Vaya consuelo… Entonces sólo pienso en una cosa: quisiera volver a ser la nada, el infinito silencio. Y comenzar, comenzar de nuevo. En fin, ya falta poco.



EL VIEJO
Gonçalo M. Tavares
Portugal (1970)

Ya que no tenía tiempo para leer su contenido, el viejo quería por lo menos leer el título de todos los libros que existían en la mayor biblioteca del mundo. Es que, gradualmente, semana a semana, se estaba quedando ciego. Como no tenía tiempo para más su opción le pareció acertada. Si el título concentra lo esencial del libro y él leyese todos los títulos, se quedaría con lo esencial de una biblioteca entera. Comenzó el día 1 de enero alrededor de las 8 de la mañana. Lo hizo por el ala Norte. Con la cabeza inclinada, ora hacia un lado, ora hacia el otro, como si estuviese loco o tuviese una enfermedad, leía el título del libro en el lomo. Para las estanterías más altas se colocaba encima de los escalones de una escalera de metal que existía a tal efecto. Con rigor exhaustivo iba arrastrando la escalera ligeramente hacia un lado para que ningún libro de las estanterías altas escapase a su mirada. Era exhaustivo -no salteó ni un libro- pero era lento. Sólo en junio entró en el ala Sur de la Biblioteca y su vejez mientras tanto había avanzado: estaba casi ciego. A aquel ritmo probablemente no conseguiría llegar al final de la segunda ala de la biblioteca. La muerte y la ceguera se acercaban al mismo ritmo.

Los bibliotecarios y los usuarios, en los últimos días lo incentivaban, algunos le ayudaban a transportar la escalera. "Casi me estoy quedando ciego", repetía el viejo. Y todos en aquella frase oían "casi me estoy muriendo". Pero el viejo aún conseguía leer, aunque cada vez con mayor dificultad. Leía ahora como un niño que estuviese aprendiendo: letra a letra. Llegó al último libro de la biblioteca. Con una extraordinaria dificultad leyó su título. Después se sentó, con la respiración jadeante. Instintivamente sonaron aplausos: los funcionarios y los usuarios de la biblioteca manifestaban su admiración por el hecho, por la perseverancia. El viejo se quedó en la silla y allí se dejó estar. Aún permanece allí, sin moverse, sentado en la misma posición. Habrá quien diga que está tan feliz que ya no se muere.