15 de marzo de 2018

Samanta Schweblin: "Nos sigue costando mucho aceptar que, en algún punto de nuestras vidas, vamos a morirnos" (I)

Samanta Schweblin (1978) es, hoy por hoy, la escritora argentina más destacada a nivel internacional. Egresada de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires, tras trabajar un tiempo para una agencia de diseño gráfico, varias becas otorgadas por diferentes instituciones la llevaron a vivir desde 2009 en lugares distantes como México, Italia y China, hasta que, en 2012, se instaló en Berlín, ciudad en la que dictó talleres literarios en el Instituto Cervantes primero y ahora lo hace en su departamento para el público de habla hispana. No son talleres de lectura ni de teoría como tal, sino exclusivamente de producción de gente que ya tiene su proyecto literario. Expatriados argentinos, chilenos, mexicanos, colombianos, guatemaltecos, venezolanos, dominicanos y españoles concurren allí un par de veces a la semana para -según palabras de la escritora- “discutir sobre el lenguaje en el texto dentro de una atmósfera de camaradería e intimidad y aprender a leer lo que dicen esos textos”. Hasta el momento lleva publicados cuatro libros: la novela “Distancia de rescate” y los tomos de cuentos “El núcleo del disturbio”, “Pájaros en la boca” y “Siete casas vacías”, varios de los cuales han sido traducidos a más de veinte idiomas. Dueña de una literatura minuciosa y oscura, sus historias indagan en la frontera entre la vida ordinaria y una realidad inquietante donde prevalecen el miedo, la locura, la incomprensión, las crisis personales, las perversiones o el deterioro físico. Para ella, el portal que une las dos dimensiones siempre está abierto y así, en sus libros, un oficinista puede quedar varado eternamente en una estación de tren por no tener cambio para pagar el boleto, una adolescente puede empezar a alimentarse de pájaros vivos de un día para el otro, una madre y una hija pueden deambular por barrios residenciales buscando cualquier pretexto para deslizarse en las viviendas y sustraer objetos sin valor, una mujer puede escribir breves notas para organizar sus días mientras anhelando fallecer tras contemplar la muerte accidental del hijo de una vecina, o una joven madre de ciudad puede vivir obsesionada por proteger a su pequeña hija en un bizarro pueblo perdido en la llanura argentina, entre herbicidas letales, un profundo arroyo contaminado y animales muertos por doquier. Cosas extrañas, hipnóticas y aterradoras contadas con una narrativa críptica, de arquitectura perfecta y que poco a poco va atando cabos en la cabeza del lector. “Sobre lo que duele, sobre eso escribo -reflexiona la autora-. Sobre lo que no puedo entender sobre espacios o sentimientos en los que necesito probarme. Siempre rondan cuestiones de aislamiento, de relaciones humanas, de miedos sobre la pérdida y la muerte, de relaciones familiares y de violencia”. Lo que sigue es la primera parte de un compendio editado de una serie de entrevistas que la multipremiada escritora concedió a Verónica Abdala (revista “Cabal”, diciembre 2015), Letizia Valeiras (revista “Ideas de Izquierda”, marzo 2016), Fabiana Scherer (revista “La Nación”, marzo 2017), Marcela Fuentealba (revista “Paula”, octubre 2017), Palo Valencia (agencia “Pousta”, enero 2018), Ángela Lang (revista “Diners”, febrero 2018), Juan María Fernández (revista “Viva”, febrero 2018) y Astrid Donoso Henríquez (fundación “La Fuente”, febrero 2018). 


¿De dónde creés que surge tu impulso de contar?

Es algo que siempre me gustó. Cuando era chica, tenía una colección de cincuenta autitos, algo inédito para una nena. Los varones se acercaban entusiasmados para jugarme carreras, pero a mí no me interesaba: yo hacía actuar a los autos. En una hoja dibujaba el escenario -una casa, por ejemplo- y empezaba la acción. Cada auto era un personaje con una personalidad particular: no era lo mismo un Mustang que un Fitito. Los hacía actuar, los ponía en crisis, al borde de la muerte. En un momento me sentía súper adulta porque leía a Stendhal y, al mismo tiempo, me preguntaba por qué seguía jugando con autitos mientras otras chicas tenían novios. Me daba mucha vergüenza. Después me di cuenta de que, en ese momento, estaba jugando a escribir. Evidentemente, siempre tuve el impulso de armar lío sobre el papel.

¿Cómo llegás a la literatura y al cuento?

Empecé a leer a empujoncitos de mi familia. Mi abuelo materno fue de quien tuve mi formación emotiva y artística. Recuerdo que él me leía muchísimo. Leía poesía, era fanático de Gabriela Mistral. Mi mamá era una gran lectora también y me leía muchísimo. Tenía esa pequeña biblioteca de clase media argentina en que estaban todos los que ahora son clásicos del boom: algún librito de Cortázar, alguno de Juan Rulfo, algunos ejemplares de Kafka. Esos fueron los libros de literatura adulta que llegaron por primera vez a mis manos y que fueron fundamentales, hicieron mella en mí. Y después empecé a ir a talleres literarios alrededor de los diecisiete años y con ellos vino la oleada norteamericana. Se leía muchísimo en ese momento y así llegaron Carver, Cheever, Salinger, Flannery O’Connor. En mí, hay algo de esa combinación de lecturas y que se traduce en mi escritura. Me encanta el mundo latinoamericano: su voluptuosidad, oscuridad, sus mundos intrincados. Pero yo tengo una prosa muy clara, muy minuciosa que viene de esta otra escuela.

¿A quiénes considerás tus maestros? ¿Qué escritores te influenciaron? Hay en tus primeros cuentos varios puntos de contacto con los cuentos de Salinger, ¿fue una decisión?

Siempre digo que tuve dos grandes influencias. Primero los latinoamericanos, con los que me enamoré de la literatura: Bioy Casares, Di Benedetto, María Luisa Bombal, Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Felisberto Hernández. Y luego los norteamericanos que te nombré más Eudora Welty, Grace Paley, Hemingway, Donleavy, Yates... con los que aprendí a escribir. Luego, algunos raros que me marcaron muy fuerte, como Kafka, Dostoievski, Becket, Pinter… Y muchos descubrimientos nuevos que siguen influenciándome, como Agota Kristof, Elizabeth Strout, Amy Hempel, Colm Tóibín…

En tu obra abunda un elemento desconcertante y sutil que honra el suspenso sin llegar a resoluciones, la tensión de los finales inconclusos pero que ofrecen otro tipo de recompensa al lector; un recurso usado por coétaneos tuyos como Julio Cortázar y Antonio Di Benedetto.

Yo creo que en eso influyeron mucho mis lecturas adolescentes con ese tipo de género. A mí me gustaba mucho leer a Cortázar, a Antonio Di Benedetto y Adolfo Bioy Casares. Esos escritores, de los que llamamos ahora el cuento rioplatense, que se escribe de las dos orillas del río de la Plata, entre Argentina y Uruguay. Es un cuento muy en la línea de lo fantástico, porque nunca termina de concretarse, y si se concreta es en la cabeza del lector. Con “Pájaros en la boca” casi todas las historias son factibles de suceder y sin embargo se cataloga como literatura fantástica y eso augura que es un libro en algún punto es amenazante.

¿Por qué decir lo fantástico y no quedarse con el título tan latinoamericano del realismo mágico?

Es una pregunta que hasta los propios argentinos nos hemos hecho, que es nuestra manera de pensar. Mi visión es que quizá hay algo geográfico y social que hace que, por ejemplo, la mitad de nuestros abuelos, no reales de sangre sino que literarios, la generación de la que estamos hablando, sean extranjeros. Eran españoles, eran italianos. Esa migración llegó a una ciudad y a un mundo que desconocía, pero viniendo de sociedades muy asentadas, ya muy realistas, no como un país centroamericano que se está todavía repensando desde un lugar onírico, lugar del realismo mágico, en contacto con los mitos y la tierra. Esta fue una sociedad por un lado más urbana, pero por otro lado sin raíces, en una ciudad que le era extraña. Esta palabra es la que caracteriza a esta literatura. Muy cerca del campo, un escenario de muchas escenas de terror en nuestra literatura, de la pampa, del río, de las zonas del delta, creo que ahí hay una distancia con lo natural que lo vuelve extra natural, extraño. Pero es una hipótesis personal.

¿Es por eso que la tensión es el elemento característico de tu escritura?

Es algo que me gusta mucho como lectora. Para entregarme a un cuento necesito que lo que el narrador sea por un lado muy autoritario en el buen sentido, de que merece respeto, él sea quién me domina a mí y no yo a él. Ese tipo de narrador que te deja enseguida claro de que es lo que está haciendo y que no te va a hacer perder el tiempo. Al momento de sentarme a escribir, escribo también como lector, trato de trasladar esa sensación a mi propia escritura, o sino no valdría la pena escribir. Necesito sentir como lectora que va detrás de sus propios pasos como escritora que una historia mía tiene esa promesa, si no, me aburro. Me parece que la tensión, que tiene tanto de inminencia, de miedo, un poco de terror del suspenso, también tiene algo de divino que te lleva a un estado de máxima atención. Para mí, llevar a un lector a ese lugar es oro puro y yo como lectora, cuando estoy en ese lugar, es un estado de entrega máxima para con la historia. Siempre estoy tratando de empujarlos a ese lugar.

¿Qué es lo importante para vos a la hora de escribir? ¿Cómo lográs construir esa tensión que atraviesa toda tu literatura y que nos hace leerte al borde de la silla de principio a fin?

Me gusta la tensión, quizás porque soy muy distraída y necesito que un texto me sostenga fuerte, me demande, me envuelva. Es algo que siempre exigí como lectora. Y con tensión no me refiero a la intriga del thriller o del terror. Hay algo más, a veces incluso puede ser muy sutil. Esa sospecha de que se descubrirá algo nuevo, o de que en la travesía podríamos pensar en algo en lo que nunca antes habíamos pensado. La gratificante sensación de que, a cambio de nuestra lectura, el texto nos devuelve algo. Así que cuando escribo busco también esto, es que creo que la literatura siempre gira alrededor de estas energías de la tensión y la atención.

En varias de las entrevistas a escritores y escritoras que hicimos en esta revista repetimos la misma pregunta, que es también una discusión que los atraviesa, sobre la llamada “nueva narrativa argentina”, ¿te sentís parte de ella? ¿Existen para vos cosas en común en esa nueva generación de escritores?

Me siento parte de una generación a la que le ha tocado vivir cambios y experiencias comunes. Los primeros y no muy productivos entreveros entre literatura e internet, la fluida comunicación con otros escritores de Latinoamérica, el disparo de nuevas y muy buenas editoriales independientes que le devolvieron a los libros la espontaneidad, la diversidad y la calidad que los grandes monstruos editoriales habían ido lavando. En ese sentido han pasado muchas cosas que nos marcan y nos forman como generación. Pero creo que en el sentido estricto de la escritura somos heterogéneos, escribimos desde mundos, géneros y poéticas muy distintas. También, en general, somos una generación que se lee mucho entre sí, y se lee bien. Quiero decir, se lee con apertura, nutriéndose y pensándose a sí misma con generosidad y curiosidad, más allá de los géneros, las políticas y las estéticas.

Dentro de esos nuevos escritores destacados hay varias mujeres, aunque en el género de la literatura fantástica o del absurdo, que trabaja, como lo hacés vos, en ese límite entre lo real y lo extraño, predominan los hombres. ¿Cómo es para una escritora entrar en este universo? ¿Te tocó lidiar con estas etiquetas sobre lo que debería escribir una mujer?

Por supuesto. Bajo la etiqueta de cuentista, a veces te preguntan si escribís “cuentitos para chicos”. O hay que bancarse que, como halago, a una le digan que escribe como hombre. Pero es parte del juego, todos lidiamos con las etiquetas, los hombres también. Y a veces -en algunos ámbitos- luchar contra ellas también es subrayarlas. Creo que en literatura lo mejor que podemos hacer las mujeres para ganarnos nuestro espacio es escribir lo más genuina y furiosamente posible.

Hace ya un tiempo dijiste en una entrevista que tratabas de alejarte de lo femenino, cuando en tu literatura justamente lo cotidiano, lo familiar y filial habita en tus cuentos. Algo que se vincula mucho con lo que se ha llamado femenino.

Eso fue hace un tiempo, pues tenía este prejuicio sobre lo que otros habían catalogado como literatura femenina. Yo no había hecho la diferencia entre lo que la literatura femenina, que es una literatura de género como lo es el policial o la de terror, y la literatura escrita por mujeres. Y a mí me producía mucho rechazo, porque me aburría, me parecía mal escrita, no me interesaba ni un poquito. Pero claro, ya tras el segundo libro me empecé a dar cuenta de que todos mis temas eran de una idiosincrasia femenina, que tenían que ver con la mujer, que hablaban de la maternidad, del embarazo no deseado, las relaciones padres-hijos, madre-hija, adolescencia femenina, el aborto. Todos esos temas estaban ahí  y aparecen de manera natural, pues al final soy una mujer escribiendo.

No es novedad que hoy es el momento de rescate de la literatura escrita por mujeres. Muchas de ellas, que habían pasado antes desapercibidas, son ahora salvadas del olvido y se instalan orgullosas junto a nuevas escritoras. Todo este fenómeno ha tenido algunos detractores. En España, por ejemplo, estos debates por la prensa han tenido como tristes protagonistas a Javier Marías o a Arturo Pérez Reverte hablando de que hoy se publican a demasiadas mujeres y de que habría que leer a las canónicas, como si Jane Austen, las hermanas Brönte o la misma Virginia Woolf no sufrieran los embates de ser mujeres escritoras en un mundo de hombres. ¿Qué te parece todo este ir de columnas, respuestas y declaraciones?

Me parece que está genial lo que está pasando. Hace diez años atrás cuando me preguntaban cuáles eran mis autores preferidos había una o dos mujeres en mi lista. Y esto es finalmente porque nosotros no elegimos nuestras lecturas. Y no es porque los libros nos eligen a nosotros y toda esa idea romántica. Esto es porque hay un mercado detrás, que dice qué se lee y qué se publica. Y después uno va y compra esas novedades pensando que está eligiendo: uno no elige lo que lee, es muy difícil elegir de verdad lo que lees. Me acuerdo de que hace muchísimos años descubrí a María Luisa Bombal, yo hablaba de ella y nadie la conocía. Nadie sabía quién era, ni en el mundo literario. Y eso ha cambiado muchísimo y yo llegué a ese libro de pura casualidad. Mi destino era no encontrarlo. Y las mujeres escritoras en esa época parecían como estas tías locas que uno escucha hablar y de la que luego se da cuenta estuvieron diciendo verdades todo el tiempo, sólo que uno no las escuchó porque estaba escuchando al señor de la familia.

¿Qué opinión te merece el feminismo actual? ¿No te parece que se abusa de la preeminencia del género?

Siempre hay extremos, por supuesto, pero el promedio no lo considero exagerado, sino todo lo contrario. Creo que es un momento interesante para ser mujer. Porque sí, es verdad, la desigualdad de derechos y oportunidades sigue siendo muy despareja, sigue siendo -en algunos sectores- hasta abusiva, injusta y peligrosa. Pero es una tendencia que está cambiando. Así que es un momento interesante no sólo para luchar por eso, sino también para pensar qué vamos a construir en esos nuevos espacios que estamos ocupando, qué necesitamos reformular. Lo que quiero decir es que creo que es un muy buen momento para pensarnos, y la literatura es un gran espacio para eso.

A pesar de vivir en Alemania seguís situando tus historias en Argentina. En “Distancia de rescate” tocás una problemática muy propia de Argentina como son las consecuencias del uso de agrotóxicos en el campo. ¿Qué te llevó a cruzar tu nouvelle con esa cuestión? ¿Tiene que ver con hacer una denuncia social?

Vivo en Alemania pero sigo pensando y escribiendo en Argentina, y creo que será así por lo menos por un tiempo más. Hoy por hoy necesitaría una excusa muy fuerte para escribir sobre Alemania porque mi mundo sigue estando anclado en Argentina. Lo primero que surgió durante la escritura de “Distancia de rescate” fue la relación entre Amanda, Carla, Nina y David, y todo el tema de las migraciones. El glifosato fue una búsqueda posterior, cuando entendí el tipo de accidente que estaba necesitando para contar esta historia. Pero llegué a él por mis propias preocupaciones como ciudadana argentina. Hacía tiempo que venía siguiendo con espanto las políticas sojeras y las consecuencias nefastas de las fumigaciones con glifosato en la gran mayoría de los productos que consumimos. Así que fue un gran alivio poder volcar algo de todo ese horror en el libro. Estuve tentada de poner nombres y marcas muchas veces, pero la literatura no puede ser informativa con estas cosas. Si logro transmitir algo del horror que me provocó como argentina entender lo que está pasando en este momento en el campo argentino, me doy por satisfecha.

Es una novela que plantea un tema muy actual, político y social. El campo que ha dejado de ser lo que era, como lo hace John Berger en su libro “Una vez Europa”. ¿Cómo se gestó?

El campo, que era lo más idílico y bucólico, ya no lo es. Yo ya tenía muy presente, como ciudadana argentina, el tema de los agroquímicos: me impresionaba e indignaba, pero por sobre todo me daba mucho miedo. Pasar por un supermercado y ver que todos los tomates se ven iguales, perfectos y no saben a nada. Es terrorífico. Esto es algo que yo tenía ahí, latiendo. Y la idea nació con un cuento que falló, como cualquier novelista que viene del cuento le debe pasar esto: uno siempre trata de escribir un cuento, que es lo que te gusta, esa cosa brutal, contundente. Y a veces salen mal y se necesitan ciento cincuenta páginas más para lo que debía contar en veinte. Le daba vuelta y vuelta, y no había manera hasta que apareció la voz de David y se convirtió en un momento de inspiración donde uno descubre una clave.

“Distancia de rescate” fue primero un cuento de “Siete casas vacías”, ¿qué fue lo que te llevó a transformarlo en una novela?

Simplemente, no funcionaba. Fue un cuento que reescribí muchísimo, ya no recuerdo cuántas veces, y no me conformaba. Fue en uno de esos tantos borradores que apareció la voz de David. Cuando David habló, lo ordenó todo. Cuando David le pregunta a Amanda, constantemente, ¿qué es lo importante?, también me lo estaba preguntando a mí, obligándome a no bifurcarme, a avanzar lo más rápido posible pero también atenta a cada detalle. Descubrí que era una historia que necesitaba introspección, la revisión y la búsqueda que sólo un diálogo intenso entre dos personas me podía dar, y sobre todo, necesitaba ciento treinta páginas más de las que yo estaba acostumbrada a manejar.

La voz de David tiene una voz muy particular… una voz terrorífica.

Ingenua y terrorífica al mismo tiempo. Es la de un niño que habla como adulto, una voz carrasposa que tenía una sabiduría que parecía venir de otro lugar, incluso por ahí de la muerte. Que tenía información vital. Cuando surge él, entendí que todo debía ser un diálogo entre Amanda y David. Yo ya sabía de qué iba a tratar la historia y bueno, comencé a atar cabos.

Y de pronto era una nouvelle y no un cuento.

Quizás como cuentista fui muy conservadora, en el sentido en que recibo las ideas. O sea, que cualquier idea era entonces un cuento y punto. No había nada que discutir. No estaba abierta a que pasaran otras cosas. Y este “cuento” se zarandeó de un lado a otro, casi como si estuviera luchando con una soga hasta que dice: señores esto ocupa doscientas páginas. ¡Fue brutal! Si bien fue un cuento que costó mucho construirlo en mi cabeza, una vez que estuvo se escribió rapidísimo.

¿Tenés alguna opinión particular de este género? En varias entrevistas dijiste que elegís, con “Siete casas vacías”, volver al cuento. ¿De dónde parte esta elección para vos?

No lo siento como una elección. Es algo que trae la propia idea, creo que en el germen de una idea ya hay una pista del género, la extensión, la voz, el ritmo. De todas formas estoy muy curiosa con lo que está pasando con las nouvelles. Creo que lo mejor de mis últimas lecturas tuvieron que ver con este género. Hay una intensidad, que viene del cuento, y a la vez una profundidad, que da la extensión de la novela, que me resultan muy atractivas.

Ricardo Piglia, en una entrevista, le otorgaba algunas características particulares al género de la nouvelle, que le distingue de la novela larga y del cuento, como la de mantener un secreto, “un sentido sustraído por alguien” alrededor del cual juega el texto y se construyen sus intrigas y sus redes, algo muy presente en tu escritura. ¿Cuál es tu visión?

Es muy interesante la distinción que hace Piglia entre cuento y nouvelle. La idea de un final que en el cuento coincide con el propio final del cuento, y en cambio en la nouvelle está puesto en otro lado. La ambigüedad extrema de la nouvelle, en la que nunca sabemos si la historia que pensamos que se ha contado es la que verdaderamente se ha contado. Pienso en algunas de mi nouvelles preferidas, como “Muy lejos de casa” de Paul Bowles, o “El nadador en el mar secreto” de William Kotzwinkle, o “El ruletista” de Mircea Cartarescu, y son libros que cumplen perfectamente con estas tendencias.

Decías que vivís en Berlín, pero tus historias siguen atadas a Argentina. ¿Por qué?

Argentina es mi país. Para mí, incluso hoy, lo natural es pensar historias que ocurren en Buenos Aires, no en Berlín. No es una decisión que tome, sino algo que exuda el texto: mi bagaje es el lugar donde nací, la clase media, la provincia de Buenos Aires.

¿Tenés pensado volver a instalarte en la Argentina?

No sé, es una pregunta que yo también me hago. Me gusta Buenos Aires, siempre pienso en volver. Pero también me gusta la aventura que implica vivir en un país que todavía no entiendo del todo, vivir lejos de casa sigue siendo algo muy disparador para la escritura y muy poderoso para seguir pensándome a mí misma. En lo personal, creo que todavía me quedaré unos años más en Berlín, escribiendo, estudiando alemán, dando mis talleres literarios en español y viajando a veces un poco.

También comentaste que Berlín te acercó a América Latina. ¿Por qué?

Bueno, estar lejos siempre da más perspectiva y en Berlín la comunidad latinoamericana es cada vez más y más grande. En mi recorrido de casa al súper suelo contar la cantidad de veces que escucho el español en cada excursión, y el promedio no baja de dos o tres veces cada salida. Somos muchos, y el número sigue subiendo. Entonces, los amigos, los problemas de esos amigos y las noticias que se discuten con esos amigos, ya no son sólo argentinas, son latinoamericanas.

¿Cómo te va en Berlín?

Los años que vivo en Berlín han sido los años más productivos de mi vida. Lejos de Buenos Aires, y sin dominar bien todavía el alemán, mi mundo se convirtió en un espacio mucho más pequeño, es un aislamiento buscado que me ayuda a sumergirme en mi trabajo. Creo que vivir como extranjera también tiene que ver con la escritura. Muchas cosas están aún cargadas de gran extrañamiento, uno siempre está corrido de lugar, hasta las cosas más simples pueden suponer nuevos descubrimientos o absurdos malos entendidos. Y es de ese desfasaje entre lo que creo que son las cosas y lo que las cosas realmente son que surge gran parte de mi material de escritura. Vivir como extranjero es vivir constantemente en alerta y, a la vez, asumir que es imposible entenderlo todo, asumir lo extraño y lo desconocido como parte de la normalidad.

México, Italia, China, Berlín… has vivido en muchos lugares. ¿Cómo funciona tu biblioteca? ¿Qué libros llevás a todas partes?

Los viajes a China, México e Italia fueron viajes largos pero no llegaron a ser vivir en otro lugar. No me llevé mis cosas. Cuando me fui a Alemania sí, porque yo sabía que iba a estar un año entero ahí mínimo. Y a la vez era imposible, impensable; la verdad yo no sabía que me iba a quedar, entonces solamente hice una selección de libros para sobrevivir en ese año entre los que estaban por ejemplo los "Cuentos completos" de Flannery O’Connor porque los estaba releyendo en ese momento; había algunos ejemplares de Kurt Vonnegut que lo estaba leyendo en ese momento por primera vez; “El tercer policía” de Flann O’Brien, de ese no me quería separar; tampoco de “La geometría del amor” de Cheever, de “Cuentos de amor” de Sara Gallardo. Me llevé cuentos. Me pasó que muchos son antologías, era la manera más efectiva de llevarme como un abanico de cada uno de mis autores preferidos de ese momento. Y después estar en Berlín sin mi biblioteca fue una sensación bastante rara. Vivir en una casa en la que había diez libros por primera vez en mi vida era la orfandad, un símbolo muy fuerte de la orfandad literaria. Pero también fue un buen momento, creo que en mi imaginario yo pensé que de a poco me iba ir mudando mi biblioteca de Buenos Aires, iba poder reunir mis libros y lo que pasó fue otra cosa que creo que fue mejor, es que en realidad durante muchos tiempo recordé esos libros que había leído con mucho amor y con muchas ganas de leerlos y en vez de volver a esos libros, volví a otros que no conocía, que por ahí eran hermanos a esas lecturas, o autores cercanos, autores nuevos que sólo podía conocer por estar en Berlín. Lo curioso es cómo cambió radicalmente mi biblioteca. Es como la vida y como mudarse, qué sano es colonizar territorios nuevos e impensados para uno. Y eso te obliga a volver a tomar un montón de decisiones que vos ya habías dado por sentado.

¿Qué libros recomendás en tu taller literario en Berlín?

Son libros que uno puede ver enseguida que son los de circulación obligatoria en el taller, porque claro, viviendo en Berlín, ese taller se usa un poco de biblioteca y todos mis alumnos leen de mi biblioteca. Hay cuatro cinco libros que están notablemente más gastados que los demás, cuando en realidad son libros que tienen cuatro cinco años pero parece que tuvieran cincuenta. El más gastado de todos es “Aquí empieza nuestra historia”, que son los cuentos completos de Tobias Wolff, que para mí es uno de los grandes cuentistas norteamericanos, uno de los que más admiro. Otros libros muy gastados son los cuentos de Salinger, “Olive Kitteridge de Elizabeth Strout y “Muy lejos de casa” de Paul Bowles. Son libros que a mí me impactaron mucho. “El nadador en el mar secreto” de William Kotzwinkle, otro norteamericano. Como verás son casi todos cuentos o nouvelles.

¿Qué es lo que más extrañás de Buenos Aires?

Extraño las noches largas e hiper sociables. Eso de que la noche empieza a las 10 pm. y todavía uno no haya comido, no haya ido al cine, no haya ido a tomar algo a un bar. Eso lo extraño. Y también la espontaneidad de los encuentros, sentir a las 19:30 que sería ideal tomarse un vinito con un amigo y estar a las 20:00 sentado con ese amigo en el bar de la esquina, eso es imposible en Berlín.

En una entrevista dijiste que estás muy alejada de la academia, que no te sentís para nada una intelectual. ¿Podés contarnos más sobre eso?

Es que tengo un gran respeto por la academia, por los teóricos. De verdad, hay que salir de Argentina para entender -y esto siempre hablando en líneas generales-, lo analíticos, profundos y complejos que somos a veces los argentinos cuando nos sentamos a pensar. Admiro eso, y quizá lo admiro tanto porque justamente me siento bicho de otro rebaño. Mi formación “artística” -si es que existe algo así- empezó a mis seis años, de manos de mi abuelo materno, que era artista plástico, grabador. Mi formación viene de un taller en el que se trabajaba con tintas, chapas, ácidos, buriles. Vengo de una familia de artistas plásticos y se me entrenó desde chica para ese mundo de lo visual, de lo tangible.